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Después de una dura semana de trabajo, nada mejor que arrancar el fin de semana con el “viernes cultural”, esa reunión de amigos en las esquinas del barrio presagiando ya el descanso y la fiesta. Esta sección pretende hacer eso, arrancar nuestro fin de semana desde esta esquina virtual con cuentos y poemas de autores panameños para que los conozcan y los disfruten. Así que, ¡feliz fin de semana!, con sabor a literatura panameña de la buena.

Pedro Crenes Castro, coordinador del Viernes Cultural: Literatura Panameña [email protected]
Diseño: Carlos García Ponte

Agenesia, del libro Amables predicciones, de Melanie Taylor

Melanie Taylor

Melanie Taylor (Panamá, 1972). Escribe cuento, microrrelato, poesía, ensayo y es una de nuestras más importantes violinistas. Ha publicado Amables predicciones, Microcosmos y Camino a Mariato, entre otros, además de haber recibido distintos premios dentro y fuera del Panamá. Su obra, contagiada felizmente por la precisión musical en su escritura y ritmo, es además, una indagación renovadora de la realidad siempre esquiva y desconcertante.

Agenesia

Viajar es incómodo. Pero como una no se puede quedar toda la vida como árbol, es decir, plantado, no queda más que sacrificarse. Primero está hacer la maleta. Menudo dilema. Puede uno empacar de más, con lo que se arriesga a pagar sobrepeso a la hora de la verdad en el aeropuerto, o se empaca muy poco y entonces está uno en casa del rayo, sin abrigo y muriéndose de frío, o en la playa sin vestido de baño.

Luego de resolver este delicado asunto, balanceando futuras necesidades, confort y estilo, porque ir de viaje no es excusa para andar por ahí manga por hombro, en fin una vez saldado este asunto, está el hecho de la seguridad de la maleta. ¿Su maleta tiene candado? ¿Tiene el candado pero no encuentra la llave? Porque si la maleta no llega con usted a su destino y anda por ahí sin santo que la proteja… mejor ni pensarlo.

Pasemos entonces a las revisiones. Sí, revisar si tiene todo en regla, el boleto aéreo, el pasaporte, la visa no vencida, los números telefónicos de emergencia y la llave de la casa. Ah, claro, y antes de irse, especialmente si vive uno solo, apagar todos los aparatos eléctricos, no vaya a ser que al regreso la casa no esté en pie.

Por último, despedirse de la familia y amigos para hacernos la ilusión de que nos extrañarán y la vida será diferente sin nosotros. Por fin está usted listo. Está allí, en el aeropuerto, con su maleta, sus documentos, su ropa cómoda de viaje, pasa todos los trámites, hace la fila con sus compañeros de viaje que han pasado por sus mismos suplicios, saludan a las azafatas y a los señores auxiliares de vuelo. Busca su asiento y entonces…

Marta buscó su asiento. Se alegró de no traer con ella ningún bolso. Se sentó y miró por la ventana entrelazando las manos. Los despegues la ponían nerviosa. Jugó un poco con la pulsera de oro en su mano izquierda. Tenía grabado el nombre de Eduardo. Sonrió recordando cuando Eduardo se la había obsequiado. Estaban sentados ambos en la casa de la playa. Atardecía y ella se mecía sola en la hamaca.

Le parecía que ella y las olas se mecían al unísono. Volvían y venían una y otra vez. Empezó a sentir algo de sueño, sus ojos se cerraban cuando sintió la mano cálida en su vientre. Al abrir los ojos, ante ellos una cadena dorada resplandecía. Se incorporó riendo mientras Eduardo se la ponía en la mano. Zurda ⸺le dijo guiñándole un ojo⸺ para que te acuerdes de mí. Le dio un beso ligero en la boca y se alejó tarareando algo. Así era él y le encantaba. Lastimosamente no podía compartir la alegría de tenerlo en su vida. Era huérfana. No que sus padres hubiesen muerto realmente pero no los trataba desde que tenía quince años.

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Irse de la casa fue un alivio. Había luchado por ser ella desde entonces. Algunas veces pensó terminar con todo pero la felicidad parecía estar en su camino. Un camino iluminado ⸺pensó mientras observaba a las azafatas explicar qué hacer en caso de emergencia. A su lado un hombre alto y gordo, con lentes que parecían lupas enmarcadas, dormitaba. El hombre hacía pequeños gruñidos y cabeceaba. Se divirtió observándole un rato.

El primer hombre con que había dormido también había hecho gruñidos pero no de sueño. Tendría entonces 16 años y todavía se acordaba del vestido que llevaba. Era de un rojo encendido, tan encendido como su deseo aquel día. A ese hombre le estaría siempre agradecida: la había considerado hermosa, a pesar de todo… Se levantó. El avión hacía rato que se había estabilizado. Más le valía ir al baño ahora antes de que empezaran a repartir el almuerzo. Tuvo que despertar a su vecino para poder pasar. Este se sobresaltó un poco y se agarró las gafas que resbalaban por sus mejillas.

Mientras caminaba por el pasillo sintió con placer la mirada atenta de varios hombres. Cerró la puerta del baño al entrar y se observó un buen rato en el espejo. Su cabello rubio estaba perfectamente peinado, el maquillaje impecable le hacía resaltar sus rasgos de manera agraciada. Su cuerpo y su rostro habían sido esculpidos con dolor. Años de sacrificio y de creer en sí misma. Sus únicos compañeros constantes eran sus ojos verdes, ojos de mujer, de gata, de muñeca.

Se sentó en el baño. Algo caliente salió de entre sus piernas y sintió alivio. Cuando tenía quince años su padre había abierto la puerta del baño sin tocar y la encontró así sentada con la falda puesta. Sus ojos verdes se encontraron con la mirada furiosa del hombre. La había agarrado por un hombro y la había estrellado contra la pared. Nunca había sentido tanto miedo en su vida. Tú, tú… decía su padre que casi no podía hablar. Las venas en la nuca gruesa y roja de su padre sobresalían iracundas… Salió del baño y volvió a su asiento. El hombre al lado suyo leía una revista.

Disculpe ⸺le dijo.

El hombre se levantó para dejarla pasar mientras su mirada lujuriosa resbalaba de sus senos a sus caderas terminando en sus piernas. Esperaba que no se pusiera impertinente. Algunas veces tenía que ponerse grosera con algunos majaderos.

Fue entonces que le sobrevino el presentimiento de que había olvidado algo. Trató de convencerse a sí misma de que era una tontería pensar algo así. Ella había revisado todo personalmente. Hizo un repaso mental: ¿la plancha? Sí, la había puesto dentro de la maleta. ¿Sería la medicina? No, no, si la llevaba en la cartera. Qué tontería ⸺se dijo mientras sorbía una Coca Cola. El llanto de un niño perturbó por un momento el silencio. Niños… nunca podría tener niños. Eso la entristecía, pero Eduardo comprendía. Adoptaremos una docena, había dicho. Ansiaba tener niños pero no se puede tenerlo todo. Volvió a pensar que había dejado algo olvidado. ¿Sería el aire acondicionado? La cuenta le vendría altísima. Si Eduardo pasaba por el apartamento seguro lo apagaría. Se lo había prometido. Después de todo ella estaría fuera casi un mes.

¿Un mes, Marta? ⸺le había preguntado con extrañeza. Ella le había explicado que su amiga Patricia había tenido un aborto espontáneo, estaba muy deprimida y necesitaba ayuda. Tú eres un ángel, le dijo entonces besándole la mano galante. Sintió una punzada en el estómago. ¿Por qué siempre terminaba mintiendo? Pero sería la última vez. Ya no tendría que volver a ver al Dr. Stein, ni ir a Río. Todo estaría en el pasado como una película en blanco y negro. A medida que avanzaba el tiempo su vida se borraba a su pesar.

La punzada en el estómago volvió a repetirse. ¡Pero si ella no había olvidado nada! De seguro había pagado la cuenta del teléfono antes de irse.

⸺¿Desea pasta o pollo? ⸺preguntó la azafata amablemente.

⸺Pasta.

Se metió un bocado caliente a la boca. La masa se deshizo jugosa en su lengua. Su vecino engullía rápidamente un pollo. ¡Sirven tan poco! –exclamó mientras se metía un pedazo de perejil en la boca. Al poco tiempo dormitaba nuevamente. Marta se limitó a observar el banco de nubes que atravesaban. Las nubes le recordaban el algodón de azúcar. De niña siempre le gustó. Una vez sorprendió a su madre mirándole con lástima mientras comía algodón. ¿En el fondo la comprendería? Nunca lo sabría.

El Dr. Stein estaba muy orgulloso de ella. Esta sería su última cita. Le traía una mola de regalo. La había mandado a hacer especialmente para él. Si su padre hubiese sido comprensivo como el doctor y no una retahíla de así no se come, así no se camina, así no se ríe, así no se habla. Pensar en él la alteraba. Se puso a hojear una revista de modas. Su atención en las últimas colecciones de primavera duró poco. Coño, ¿qué podía haber olvidado? ¿Los documentos? No. ¿La cartera roja para el conjunto floreado? No. ¿Apagar la cafetera? No. ¡Dios! ¡La cajeta donde tenía aquellos álbumes de fotos viejas!

¡¿Pero, cómo había sucedido?! Tenía el pasaporte guardado en la cajeta. Al sacarlo la noche anterior había olvidado volver a poner la cajeta en su lugar. Empezó a sentir un temblor en todo su cuerpo, la revista se deslizó de sus manos. NO ⸺dijo en voz alta. ¿Le pasa algo? ⸺dijo su vecino mirándola extrañado. Nada, nada ⸺musitó agitada. Las lágrimas le impedían ver.

Un día cualquiera llegaría Eduardo a regar sus plantas. Llegaría reído y luciendo elegante como siempre. Seguro le dejaría una tarjeta cariñosamente escondida debajo de una almohada en el sofá. Vería la cajeta en la mesa de la cocina y sentiría curiosidad. Abriría cada álbum despacio y vería las fotos de su infancia. Habría un hombre enorme con cara seria, una mujer de rostro triste y un niño con sus mismos ojos. Al pasar las fotos vería cómo el niño se hacía mayor hasta convertirse en un hombre. Y luego nada más vería fotos de ella y ataría cabos. Porque esos ojos verdes, ojos de mujer, de gata, de muñeca, sólo podían ser los ojos de Marta.

Tomado de Amables predicciones, 2005.


Coordinador del Viernes Cultural Literatura Panameña:
Pedro Crenes Castro

[email protected]
(Panamá, 1972), es escritor. Es columnista y colaborador en varios medios panameños y españoles. Ha ganado dos veces el premio Nacional de Literatura Ricardo Miró de Panamá y dicta talleres literarios. Vive en España desde el año 1990.
https://senderosretorcidos.blogspot.com/