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Después de una dura semana de trabajo, nada mejor que arrancar el fin de semana con el “viernes cultural”, esa reunión de amigos en las esquinas del barrio presagiando ya el descanso y la fiesta. Esta sección pretende hacer eso, arrancar nuestro fin de semana desde esta esquina virtual con cuentos y poemas de autores panameños para que los conozcan y los disfruten. Así que, ¡feliz fin de semana!, con sabor a literatura panameña de la buena.

Pedro Crenes Castro, coordinador del Viernes Cultural: Literatura Panameña [email protected]
Diseño: Carlos García Ponte

Blanca Navidad, cuento de Arturo Wong Sagel

Arturo Wong Sagel

Arturo Wong Sagel (Panamá, 1980), es poeta, cuentista y dramaturgo, y una de nuestras voces más irreverentes, no solo por su manera de narrar, que también, lo es sobre todo por la lucidez a la hora de retratar a sus personajes y dibujar sus circunstancias. Ganador varias veces del Premio Nacional de Literatura Ricardo Miró,su obra no suele dejar indiferente nunca. Otras de sus obras son Manual para pollos y cerdos (teatro, 2017), Fragmentos de un espejo (poesía 2017), Orgía en el Olimpo (cuento, 2013) y Paisaje clandestino (cuento, 2019).

Blanca Navidad

Estaba soñando con sus hijos cuando lo despertaron. Tenía la barba mojada producto de la saliva que se le había escurrido. Se había dormido con los zapatos puestos y un abrigo de tono oscuro que Gaspar le había prestado, apestaba a sudor de hace días.

—Esa camisa puede que nos delate —le había dicho Gaspar, cuando lo vio aparecer en el punto de encuentro.

Caminaron diez kilómetros cruzando la cordillera hasta la ensenada donde había un rancho abandonado. Ahí decidieron colgar las hamacas y descansar unas horas hasta que oscureciera.

—Levántate, ya viene Papa Noel —lo despertó Melchor, mientras se lavaba los dientes. El olor a dentífrico contrastaba con la humedad acumulada del rancho.

Zamir se sobrepuso limpiándose las lagañas con las manos. Recogieron los chinchorros y los guardaron en sus mochilas. Afuera se escuchaba el crujir de los grillos, únicamente.

—Vamos —dijo Gaspar, cargando el cubo con las carnadas.

Se fueron caminando por entre las palmeras hacia la playa. Había llovido y la arena estaba húmeda pero la noche estaba despejada; la luna iluminaba el camino como si se tratase de una lámpara. En el trayecto, Zamir tuvo un encuentro con una porción del sueño interrumpido. Se acordó que había un pájaro en una jaula, sus hijos y un pasillo largo en el que huía de alguien o de algo. Al llegar a la playa encontraron el cayuco como había dicho Gaspar, cubierto con unas pencas secas que le quitaron de encima para entonces botarlo en el agua. El aire de la noche se mezclaba con el rumor del mar en movimiento, que se proyectaba como un escenario vacío donde se reflejaban algunas candilejas. Después de remar un rato, Gaspar les ordenó que se detuvieran.

—Es aquí —dijo, cubriéndose la mano con una media negra.

—¿Trajiste las tuyas? —le preguntó Gaspar. Zamir negó con la cabeza.

—Maricón, te dije que las trajeras —le dijo Gaspar, mostrándole el muñón de la mano.

—No tengo medias negras —repuso Zamir.

—Si los tiburones ven el resplandor de tu piel, pueden venir a morderte…

—No jodas, si este es más negro que la noche —bromeó Melchor.

Ambos se rieron y prepararon las cañas de pescar. Zamir volvió a pensar en sus hijos. A menudo soñaba con ellos. Principalmente con su hija Estelín. Siete años tendría. Seguro ya debe de hablar un montón ¿Y Heriberto? Ese ya debe ser un adolescente. Un hombrecito. Conservaba la foto que le tomó con su camión de bomberos unas navidades atrás. ¿Le gustará el fútbol? ¿O el béisbol? Lo primero que hará, al llegar a la ciudad, será comprarle una pelota y a Estelín le llevará una muñeca. No, mejor una casa para las muñecas. Con un balcón y un pasillo… un pasillo. Volvió a recordar el sueño cuando la voz de Gaspar lo trajo de vuelta.

—¿Qué le vas a pedir a Papá Noel?

—No sé, un celular, de esos inteligentes —Melchor le contestó.

—Pero si no sirven acá, marica.

—Qué importa, quiero grabarme una porno con la Bertilda.

—¿En serio?

—Si vieras las cochinadas que me dice. Cuando se quita el sostén, ¡ay, compa! Se le riegan esas tetotas y ahí voy pa’ encima.

El cayuco se movía de súbito, de un lado a otro, con los aspavientos de Melchor. Zamir permanecía callado en la punta intentando avistar algo entre la neblina. Gaspar sacó del bolsillo de su camisa una caja de cigarrillos y le ofreció uno a Melchor.

—No, recién me lavé los dientes —le dijo.

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—Puta que eres raro, guevón.

—Qué quieres que te diga.

Gaspar encendió el cigarrillo y se tendió a fumar sobre el suelo del cayuco. Un molesto silencio de cautela era recortado por el golpeteo constante del bote sobre las olas.

Zamir contemplaba el fondo del mar cuando vio pasar a un pez por debajo del bote. ¿Era un pez realmente? Un destello de luz tiritaba sobre el agua. Entonces se recordó el sueño ¿estaría relacionado? Un pájaro, sus hijos corriendo por un pasillo largo y él detrás de ellos, huyéndole a unos disparos. ¿Disparos?

Un silencio todavía más oscuro en esa oscuridad en la que el cayuco flota a la deriva lo hace abstraerse y evocar el pasado, cuando su exmujer se marchó con sus hijos. El regresaba borracho a su casa cuando la encontró con unas maletas. Intentó detenerlos, pero apenas podía estarse de pie. Se arrastró por la arena gritándoles, pero al llegar a la orilla, la lancha ya había zarpado. Así se despertó al día siguiente, tirado, sin tener noción alguna hacia dónde se habían ido. El silencio en el mar parece tenderse como una línea en el infinito, hasta que lo corta la voz de Melchor que pregunta:

—¿Tú crees que haya pasado algo?

Las cañas permanecían recostadas sobre el bote, sus hilos eran como agujas incrustadas dentro del agua.

—Toca esperar, ya sabes, estas cosas son así —añadió Gaspar.

—Pero Papá Noel siempre ha sido puntual.

—La vez pasada se retrasó tres horas.

—¿En serio, fueron tres horas?

—Que sí… si yo hasta me quedé dormido

—Tú siempre te quedas dormido. ¿Sí o qué chombo?

Zamir asintió, viendo bosquejarse la silueta de una isla en el horizonte, hasta entonces invisible.

—¿Hey, sabes que la Chechi regresó? —dijo Melchor, sacando la caña del agua.

—¿En serio?

—Sí, está para que le den una huevera —dijo Melchor, acomodando la carnada en el anzuelo.

—¿Y el marido? —preguntó Gaspar.

—Ah, el imbécil se quedó por allá.

—¿Cuándo la viste?

—Hace dos días.

El aire de la noche es fresco y él parece escuchar las voces de sus hijos que lloraban detrás de la puerta. Estaba esposado a una silla y no podía acercarse a donde estaban. Su mujer había vuelto para que le firmara los papeles del divorcio. Vio a un policía que agarraba a sus hijos del otro lado de la puerta. Entonces adivina el sentido del sueño. El pájaro era él, el pasillo el pasado y sus hijos el presente. Esta vez quería hacer las cosas bien. Esta vez quería ser un buen ejemplo y que sus hijos llegaran a quererlo. Esta sería la última vez, así se lo había jurado, después se iría a la ciudad, buscaría un trabajo estable y recuperaría los años perdidos.

—¿Hace cuánto no te comes un filete de los buenos? —bromeó Melchor. Zamir lo miró fijamente.

—Seguro que allá dentro te metiste tu buen par de nabos.

El cuerpo de Zamir se contrae y su mano aprieta con fuerza el remo que estaba a un costado. De súbito, se levanta, haciendo que el bote se mueva bruscamente. Gaspar, los detiene interponiéndose en el medio, sosteniendo otro remo entre ambos.

—¿Me vas a pegar? —Melchor lo retaba con los puños.

A duras penas se mantenían de pie sobre el cayuco que se tambaleaba. La proa del bote golpeaba con fuerza contra el agua.

—Indio de mierda.

Zamir se lo ha dicho más a él mismo que a ese silencio opuesto en el que bailan sus pupilas iracundas, a punto de hacer chispas. Una de las cañas se cayó al mar hundiéndose por completo.

—Déjense de pendejadas, no sean güevones, vinimos a trabajar —intercede Gaspar, mientras intenta hacer pie sobre el bote.

De repente, se escucha un motor que se acerca. Ambos sueltan la tensión y voltean a ver en dirección a dónde se escucha el sonido.

—Papá Noel dijo que vendría por el aire, ¿no? —pregunta Melchor, nervioso.

—Es el ejército —sentenció Gaspar, quitándose la media de la mano al mismo tiempo que acomodaba los tablones que cubrían el piso falso del cayuco.

Una luz se empieza a develar en el horizonte acercándose.

—Chucha me cago en la puta, mi caña se hundió —dice Melchor angustiado. Zamir permanecía quieto pero nervioso. El corazón le latía con prisa.

—No se preocupen, ustedes síganme la corriente —dijo Gaspar, incorporándose con la caña en sus manos. Zamir recuerda de vuelta los disparos del sueño y la persecución. Parece encontrar otro sentido al mismo. Suda. Lentamente, entre la neblina, se ve aparecer una lancha, donde viene una mujer arropada con una manta y detrás, un hombre que con­duce sosteniendo una guaricha encendida.

Zamir se ha orinado del susto. El hombre del bote los saluda con la mano.

—¿Pescando a estas horas? —pregunta.

—Así es —responde Gaspar. —¿Paseando?

El hombre sonríe mientras la mujer agacha la cabeza evadiendo la mirada de Melchor. Zamir se reincorpora despegándose los pantalones humedecidos. La lancha pasaba a unos cuantos metros de ellos.

—¿No tendría un cigarrillo que me regale? —le pregunta.

Gaspar saca un pitillo de su bolsillo y se lo arroja al momento en que el bote se distancia y termina de perderse en dirección a la orilla.

—Así que Gabino se anda culeando a la mujer del Alcalde, —dijo Melchor, al momento en que Zamir se arroja en el mar.

—¿Y este qué chucha…?

—Déjalo, que se lo coman los tiburones.

Zamir siente la frescura del agua como un bálsamo que lo tranquiliza. Da unas cuantas brazadas antes de treparse de vuelta al cayuco.

—Qué raro, que Papá Noel no haya llegado —se pregunta Gaspar, encendiendo otro cigarrillo.

—Y yo que quería llegar antes de Navidad a mi casa.

La luna se proyectaba como un ecograma sobre el océano. Zamir volvía a adentrarse en el silencio de la noche cuando vio dos estrellas fugaces caer sobre la línea del horizonte. Volvió a pensar en sus hijos y deseó, con todas sus fuerzas, que pudiera estar con ellos para el Día de Reyes.

Del libro “Paisaje clandestino

Premio Nacional de Literatura Ricardo Miró 2019


Coordinador del Viernes Cultural Literatura Panameña:
Pedro Crenes Castro

[email protected]
(Panamá, 1972), es escritor. Es columnista y colaborador en varios medios panameños y españoles. Ha ganado dos veces el premio Nacional de Literatura Ricardo Miró de Panamá y dicta talleres literarios. Vive en España desde el año 1990.
https://senderosretorcidos.blogspot.com/