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Después de una dura semana de trabajo, nada mejor que arrancar el fin de semana con el “viernes cultural”, esa reunión de amigos en las esquinas del barrio presagiando ya el descanso y la fiesta. Esta sección pretende hacer eso, arrancar nuestro fin de semana desde esta esquina virtual con cuentos y poemas de autores panameños para que los conozcan y los disfruten. Así que, ¡feliz fin de semana!, con sabor a literatura panameña de la buena.

Pedro Crenes Castro, coordinador del Viernes Cultural: Literatura Panameña [email protected]
Diseño: Carlos García Ponte

El jazzista y su mujer, cuento de Justo Arroyo

Justo Arroyo


Justo Arroyo (Colón, Panamá, 1936), es uno de los máximos exponentes de las letras panameñas. Dueño de una obra extensa y sólida, ha ganado entre otros premios y reconocimientos, el nacional de Literatura Ricardo Miró tanto en novela como en cuento, los Juegos Florales de Guatemala, y el centroamericano Rogelio Sinán. Es autor de Vida que olvida, Lucio Dante resucita o Capricornio en gris. Es miembro de la Academia Panameña de la Lengua.

El jazzista y su mujer

Esa feroz coquetería de los grandes solitarios

y de los ambiciosos superiores.

Juan Marsé,

Últimas tardes con Teresa

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Se sentaría, pues. Había pensado dormir, por lo menos acostarse, quitarse las ropas y pelearle algo al calor. Todo el día en la calle, el cuarto de Tim más caliente que éste, su sudor mezclado con el de ella, el amor a las tres de la tarde, el sol entrando por la ventana y dándole de lleno en la cara, los ojos cerrados al orgasmo y a la claridad, mientras que el sudor le resbalaba las piernas, las caderas, las manos como sobre hules húmedos. Y no había habido tiempo para un baño, además de que las sospechas aumentarían por una frescura impropia del día, de la hora, no, mejor así, regresar marchita, el viaje en el bus, solo los olores, pero no importaba porque hacía tiempo que Rupert no se le acercaba lo suficiente.

            Él la miró sin verla y pasó la vista al amplificador a su lado. Con una esquina del ojo la vio cruzar una pierna y buscar en la cartera. Ella se pasó la mano por el cuello negro y entonces a él le llamó la atención el brillo de la piel. La miró fijamente ahora y ella, al sentir su mirada, buscó mover el pie al ritmo de la trompeta de Miles Davis, solo que el ritmo no era de la melodía y el pie se fue por un lado mientras que los dedos que sostenían el cigarrillo trataron de salvar la situación, sin lograrlo: Miles Davis no se dejaba agarrar, la trompeta no se mantenía quieta dos segundos, el hombre se había arrancado a una de esas bárbaras improvisaciones que ella no podía seguir, como si toda la cosa del jazz fuera esa, joderle la vida a los que escuchan, como si tuvieran algo en contra de la melodía, la iban aniquilando a medida que avanzaban y nunca se podía silbar con ellos o por lo menos saber dónde iba a entrar tal o cual instrumento porque de eso se trataba, le había dicho él cuando había pensado que ella era que ella se amoldaría a sus gustos, a su gusto, pues era el único que tenía, gastarse el sueldo en comprar discos de jazz y tocar jazz, jazz y más jazz, mientras que en la casa faltaba lo esencial, bueno, no estaba siendo del todo justa, tenía lo necesario, había siempre comida, ropa, licor, pero lo que se dice es esencial, para una mujer, un carro, por ejemplo, con el que salir de este cuarto apestoso y dar una vuelta por la bahía, a tomar un poco de fresco, no, eso no, todo era el jazz, veinte, treinta dólares en discos, porque no se cansaban, siempre había alguien, algún dios nuevo, que si se murió Coltrane, que ahora es Coleman, que si Harry James le hace la paja a Miles Davis, que si Thelonius Monk es un genio, que si Pharoah Saunders es distinto, y no, pensó ahora volviéndose a pasar la mano por la garganta, mientras que el plato giraba, caía y el sax llenaba la sala, podía ser quien fuera, después de la primera pieza todos le sonaban igual, había que ser un maniático, un condenado loco como Rupert para poder distinguir quién era quién y por dónde llegaba la melodía y cuándo y por qué sonaba así y no de otro modo, si todo fuera tan sencillo como con Tim, quizá ahora no estaría en esta situación, ella tratando de llevar el ritmo de una melodía que no tenía ritmo, y él sospechando por su nerviosismo, sí, porque con Tim no era jazz ni saber la diferencia entre rock lo “comercial”, como decía Rupert cada vez que la melodía se hacía un poquito entendible, están haciendo “comercio”, decía, cuando una podía entender algo, aunque fuera un poquito, y entonces, la mirada de él con desprecio, como diciéndole bruta, no sabes nada de nada, no ves, le había dicho de verdad un día, cuando ya se cansó de simular, es decir, cuando ya no había necesidad de pretender, ella lo tenía cabreado y no trataba de ocultarlo, no ves que aquí, en estas dos primeras octavas solo se busca establecer la melodía, establecerla, eso no podía seguir porque entonces mejor te convendría encender la radio y masturbarte con uno de esos cantantes de rock o lo que tú quieras, no, eso no pasaba con Tim, con el calypso que bailamos se entiende, el cantante te está hablando, la melodía la puedes cantar o silbar o bailar, lo que a ti te dé la fucking gana, porque por eso estás pagando, para que te diviertan, y eso debe ser la música, no una cosa así de técnica, control, talento, hondura, suavidad, y toda esa andanada de cosas que él sabe tan bien y que yo traté de aprender pero que no pude, porque qué se va a hacer, me gusta mover el fundillo bailando con un hombre, “y sentir que se lo puedo levantar con solo pasarle un dedo por el cuello y acercarme un poco así y acercarme un poco así, como te lo hacía a ti, cuando me estabas tratando de levantar, cuando me gustabas, cuando pensaba que el jazz te daba clase, pero no sabía que iríamos a parar en esto, como todo un condenado maniático, un cabrón loco que se gasta todo el dinero en discos y que cuando no está tocando está pegado al tocadiscos que no me deja dormir, viniéndose con cada sostenido, dando vueltas alrededor del aparato como si fuera una mujer, mejor que una mujer, tocándolo, el tiempo exacto, brillo y más brillo, las bocinas limpias, los discos bañados.

Seguro viene de coger, pensó Rupert, viéndola fallar lamentablemente al intentar seguir a Coleman, y es un disco viejo, lo que pasa es que nunca le ha importado con nada mío, solo una tolerancia al principio, como algo que se soporta porque los hombres tienen que tener algo raro, un “hobby” como la llamaba la perra cuando les decía a sus amigas de lo que es mi vida, mi vida, lo que nunca ha comprendido, y mejor así, porque detrás de esa flauta de Charles Lloyd hay un reproche, coño, a mis faltas de huevos, a mi indecisión por no dejar el trabajo como le dije al principio, se lo dije, no quiero hacer nada más que tocar la flauta y la guitarra, nada más, y la respuesta de ella, típica, hacer las dos cosas, claro, chequear bananos por el día y tocar por la noche, y dormir cuándo, o lo uno o lo otro, eso es lo que hacía Coltrane, tocar doce horas y que el mundo se fuera a la mierda, y yo pensando que algún día lo hago, algún día, sí, un 31 de febrero por la mañana, porque ese juegos de tres todavía no está pagado, porque el tocadisco tampoco, ni el sillón desde donde riega las nalgas en estos momentos, incómoda, con ganas de acostarse pero sin el valor de hacerme otro desprecio, y ya voy por 36 años, 36, y cada vez toco peor, la guitarra no obedece y la flauta tampoco, y pararme enfrente de un micrófono después de Montgomery, después de Lloyd, como un vulgar amateur…

Cuando el disco paró, ella sacó otro cigarrillo de la bolsa, iba a sacar los cerillos también pero se arrepintió, la excusa, irlos a buscar a la cocina, tantear un rato, quedarse disimuladamente y luego tumbarse en la cama. Aunque no durmiera, aunque la pared que dividía no hiciera ningún efecto para evitar que toda esa banda, todos esos instrumentos, todo ese “talento” le llegaran tal como si estuviera en frente de la máquina.

Apoyó un brazo en el sillón y con un mohín en los labios, como una pequeña molestia necesaria, no se iba del todo, ya volvería, sí, se levantó, caminó el cuarto y se aseguró de no abrir mucho las piernas al pasarle al lado, que no hubiera forma de que algún olor indiscreto le llegara a él, pero con esa forma de escuchar la música ella podía haber venido de acostarse con mil hombres y él no se daría cuenta, el único sentido que le funcionaba en esos momentos era el oído, la cabeza en dirección del amplificador que tenía al lado, atento nada más a la perfección, que su ídolo no lo desilusionara con una nota falsa, alguna melodía seguible, un supermaniático-crítico, eso era, y ella ya había tenido más que suficiente.

Rupert no solo escuchaba. La vio estirar el cuello al levantarse y juntar las piernas. Tomar impulso y pararse. Caminar, como toda una dama, los pasos suaves sobre la alfombra. Curioso, pensó Rupert, las paredes se están pelando, los muebles están opacos, vivimos en esta especie de ghetto, pero tengo una alfombra, una alfombra y un aparato de lujo. El aparato. En ese momento Rupert no solo inclinó la cabeza hacia el tocadiscos, sino que ladeó el cuerpo también en esa dirección. En ese momento parecía un perico, un pájaro sobre la percha al que le estuvieran llegando sonidos curiosos. Porque la melodía todavía tenía que ganárselo a él. No bastaba que fuera la mejor casa disquera del mundo. No era suficiente que ya tres o cuatro discos anteriores le hubieran convencido. Cada disco nuevo tenía que probarse ante él, tenía que mantener la misma escala de calidad que exigía, el mismo afán por la búsqueda, y tenían que tener cuidado, él comprendía lo imposible que era huirle al influjo de Coltrane, no era tan radical, pero había un cierto margen, un margen de individualismo que exigía, aún con los parecidos obvios, y Paroah Sanders lo había logrado. Coleman también. Porque pensaba en Rollins. Este no era el momento.

Cuando Ivette se dejó caer pesadamente en la cama, hubo un chasquido de un fósforo y él se reclinó en la silla nuevamente, de un lado un tono calmado, virginal en el tocadiscos, y del otro el cerebro recogiendo los pedacitos de sus planes futuros, por lo menos los de esta noche, al ver a su novia, porque el asunto era empezar otra vez, o seguir solo, en todo caso no tener que suspender una práctica o el estudio de sus modelos porque una presencia lo hacía sentir como culpable, como si estuviera cometiendo un crimen por buscar el conocimiento, la revelación, la realización ,sí, en esta menopausa de la creación había que decidirse rápido porque los años no esperan y con la costumbre de los jazzistas de morirse temprano —sonrió— con la otra por lo menos habrá ideas fijas establecidas desde el principio. Órdenes que voy a dar, y que se van a cumplir. En primer lugar, se va a escuchar jazz en esta casa, solo jazz, si te cansas, no vengas a sentarte delante de mí con cara de sufrimiento, si te aburres, allí estará la puerta para que busques quién le saque brillo a tu hebilla. No me van a joder más. Y se cerrará el cuarto, un aire acondicionado y a prueba de sonidos. La práctica diez o doce horas diarias. El trabajo, bueno, eso se vería a su debido tiempo. La novia es joven, se amoldará más rápido. Obedece o se va.

Cuando por encima del piano de Alice Coltrane hubo un suspiro que venía de la recámara, un aliento que se escapaba resignado y que en otros tiempos Rupert confundía con deseo, pero que ahora no era más que el soporte de las largas, interminables sesiones de jazz que estarían bien, decía el suspiro, si por lo menos hubiera frío, si por lo menos hubiera ventilación, pero en esta cosa caliente que llamamos casa, en este cuarto pegajoso donde se me está formando ya una costra si no entro al baño de una vez, aunque él sospeche lo que quiera, total qué espaldas ni qué espaldas tengo que guardar si yo sé que esas llamadas telefónicas que no hablan cuando tomo el teléfono, esas risitas de aliento contenido cuando pregunto quién es son de alguna mocosa que tiene engañada con sus cuentos de jazzista, de futuro genio, cuando él y yo sabemos muy bien que toda esa vida no será más que un chequeador de bananos, porque en realidad no son huevos lo que le falta, es talento, esa “técnica”, esa “suavidad”, esa “hondura” que tienen los otros y que cuando toca él suena a mono imitando a hombre, los dedos apenas siguiendo una aproximación, apagó el cigarrillo con rabia en el cenicero sobre la mesita, abrió decididamente la blusa, el bra, se bajó la falda de un golpe y se dirigió al baño.

Sonó la puerta y él no pudo menos que sentir todavía un dolor, algo que le llegaba desde los pies y que no quería llamar celos, pero al imaginárselas con las piernas abiertas, recibiendo duro de parte de otro hombre, dando ella también, recordando los gemidos y hasta gritos con los que acompaña la cosa, era como si las tripas no estuvieran en su lugar, si ya no le importaba, qué le pasaba, él tenía su novia, por qué tenía que repetírselo ahora, como para darse ánimo, si allá adentro ahora debe estar concentrada en el medio, raspa y raspa, no el asunto de él, en realidad, dejemos las cosas allí, la semana que viene, con el sueldo las cosas puestas en su lugar y adiós, Coge, vive y déjame vivir. Solo me llevo el aparato que en tus manos será como un niño ajeno. Le darás dos hachazos o le pondrás otro padre, tus calypsos o boleros o esas cosas que te calientan tanto. No, no lo pierdo. Y… lo miró fijamente como si lo acabara de descubrir.

El aparato era de modelo antiguo. Tenía dos bocinas, cada una en una esquina del cuarto. Los discos iban colocados sobre la bocina al fondo. Delante de esta había un sillón exclusividad de Rupert. La bocina A recogía ciertos instrumentos y la B otros. Las dos juntas llenaban la sala de música. La envolvían. Parecían las dos, siendo de unos 3 pies de altura y dos de ancho, como guardianes cuadrados, como luchadores inmóviles. Monumentos de algún pueblo azteca transportados al calor, resistentes, delicados, muy sensibles para que ella los viole con otro tipo de música que no sea jazz, tenía que estar más atento, por allí debía empezar, por lograr esa concentración que ni siquiera un baño post coitus le hiciera abandonar, de ahora en adelante sería eso, la entrega total, su música y nada más que su música, porque él no iba a transigir, dejarse llevar por una tonta que no entendía, que no era de su altura, de su clase, el baño terminó, que no comprendía que un artista, porque eso era, un artista, un hombre sensible, fue al estante, sacó la flauta, Charles Lloyd estoy contigo, la cama que protesta por el peso de Yvette, a partir de esa octava, los dos en dúos, casi como un silbido, se adelantan el sillón, la flauta en los dedos, la cama protesta, los dedos que se mueven, todo estará bien, solo un esfuerzo de voluntad, sí, por encima de esta condenada lágrima…

Tomado de Capricornio en gris

Coordinador del Viernes Cultural Literatura Panameña:
Pedro Crenes Castro

[email protected]
(Panamá, 1972), es escritor. Columnista y colaborador en varios medios panameños y españoles. Ha ganado dos veces el premio Nacional de Literatura Ricardo Miró de Panamá y dicta talleres literarios. Vive en España desde el año 1990.
https://senderosretorcidos.blogspot.com/