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Autor: Dr. Miguel A. Cedeño

En abril pasado, en pleno auge de la pandemia por el coronavirus, una noticia conmovió al mundo. La doctora Lorna Breen, médica de emergencias del Hospital Presbiteriano de la ciudad de Nueva York, Estados Unidos, quien se recuperó de COVID-19 y regresó a continuar tratando a pacientes con coronavirus, falleció por suicidio.

Al final, superó la infección del coronavirus pero no su crisis emocional.

Durante el mismo mes, a miles de kilómetros de distancia, la doctora Aurélie Gouel, del Hospital Bichat de París, Francia, contrajo el COVID-19, sin embargo, apenas mejoró un poco, retornó a trabajar en el hospital de París que atendió el primer caso fatal que hubo en Europa. Ella se repuso y regresó a su trabajo en la unidad de cuidados intensivos donde aún labora.

En nuestros días, si le preguntáramos a un experto en Neurociencia sobre el distinto desenlace de ambos casos, probablemente respondería, entre otras cosas, que ambas doctoras podrían haber tenido una capacidad de resiliencia diferente.

El término resiliencia ha sido tomado de las ciencias físicas. La palabra viene del latín resiliens, y en última instancia del verbo resilire, equivalente de “saltar hacia lo alto”, “botar” o “rebotar”.

Indica la capacidad que poseen ciertos materiales para recuperar su forma original después de haber sido deformados por efecto de la presión o un impacto. Sin embargo, el primero en utilizar el concepto en el área de la Psicología fue Michael Rutter, en 1978, para indicar la capacidad que algunos individuos poseen de soportar situaciones potencialmente traumáticas o de fuerte impacto psicológico, y recuperarse de ellas. (Br. J. Psychiatry. 147. 1985).

Así, Rutter aplica el concepto a mecanismos que pueden servir para proteger a un individuo de los riesgos psicológicos inherentes a determinadas situaciones adversas, destacando ciertos procesos protectores que podrían reducir las implicaciones de la exposición a situaciones de riesgo, ya sea actuando en forma directa a través del efecto ejercido sobre estos factores de riesgo, o  modificando el grado de exposición a los mismos, o igualmente, limitando la cadena de reacciones negativas que un organismo puede generar en presencia de ellos. (Ann. N. Y. Acad Sci.1094. 2006).

Múltiples agentes, como los factores psicosociales, el entorno de desarrollo,  la genética, la epigenética, algunos factores neuroquímicos y circuitos neuronales funcionales, juegan un papel crítico en el desarrollo y la capacidad de modulación de la resiliencia de una manera integrada.

Muchos son los factores psicosociales que se consideran como promotores en la niñez de una buena resiliencia en la adultez, por ejemplo, la crianza en un ambiente amoroso y con apoyo, una buena relación con padres y pares, no estar sometido a excesivo estrés, entrar a cada etapa social a la edad adecuada y muchos otros.

Sin embargo, los estudios sobre el tema en el área neurobiológica han venido a complementar la visión psicosocial. 

Al respecto, Dennis Charney (2004), sostiene en una destacada publicación, que un percentil elevado de la actividad del eje hipotálamo-hipofisiario, y por lo tanto, de la hormona adenocorticotrópica y de su factor liberador, del cortisol, de la noradrenalina, además de la dopamina y de la actividad estrogénica o gonadal, consistiría en un predictor de baja resiliencia.

Sin embargo, si el percentil es elevado para la hormona dehidroepiandrosterona, los neuropéptidos y la galanina, la funcionabilidad, en calidad y en cantidad, de los receptores serotoninérgicos 1a y los benzodiazepínicos, constituiría un predictor de alta resiliencia.

Además, Charney señala otros mediadores en la resiliencia como el neurotransmisor glutamato, el neuropéptido sustancia P y las hormonas colecistoquinina y oxitocina.

Otros estudios para explicar la resiliencia se han basado en la epigenética, la cual se refiere a los cambios reversibles en el ADN que hace que unos genes se expresen, o no, dependiendo de condiciones exteriores (Waddington).

Fuente de importantes modificaciones de los genes son los factores ambientales, que pueden afectar a uno o varios genes con múltiples funciones.

 Así, un factor ambiental puede hacer que un gen se exprese más (a través de un proceso de acetilación), o se exprese menos (a través de un proceso de metilación).

En esta área destacan los estudios realizados por  Michael J. Meaney y su equipo (2005).

Ellos observaron la respuesta al estrés de ratas que habían sido lamidas y acariciadas vigorosamente por sus madres en los primeros días de nacidas con otras que habían sido poco lamidas y acariciadas en el mismo período de tiempo.

Vieron que la progenie de las madres “lamedoras“, mostraban menos ansiedad y estrés que las de madres “poco lamedoras“.

Además, observaron que los niveles de corticosterona se dispararon notablemente en las ratas “poco lamidas” en comparación con las “bastantes lamidas“.

Luego encontraron que el gen del receptor de corticosterona en las ratas “poco lamidas” tenía más grupos metilos que el de las ratas “bastantes lamidas”.

Como resultado, las ratas “poco lamidas” expresaron menos el gen, por ende produjeron menos receptores de corticosterona en el hipotálamo y esto debilitó la capacidad de éstas de inhibir al mismo luego del estrés, resultando en ratas muy ansiosas y estresadas. Lo contrario ocurrió en las ratas más cuidadas.

En otra investigación, Nestler y Monteggia (2007), juntaron ratones agresivos con otros más pequeños y no agresivos cinco minutos por día.

Los más pequeños se mostraban ansiosos y temerosos. Luego los separaban con una malla de alambre permitiendo que sólo se olfatearan.

A los diez días los ratones pequeños no interactuaban con otros roedores, pareciendo cohibidos y deprimidos, además se tornaban muy ansiosos ante situaciones nuevas y presentaron niveles bajos del factor neurotrófico derivado del cerebro (FNDC), una proteína que promueve el crecimiento neuronal.

Al examinar el gen para el FNDC encontraron mayor densidad de histonas metiladas cerca del mismo en los roedores temerosos, concluyendo que la amenaza cerraba el gen y apagaba la producción de FNDC.

Al ser tratados con imipramina, un antidepresivo, por un mes, aumentó entonces la producción de FNDC y mejoró su condición depresiva, aparentemente al añadir grupos acetilos al gen para el FNDC.

Dr. Miguel A. Cedeño

El autor de este texto es el doctor Miguel A. Cedeño, psiquiatra y catedrático de Psiquiatría Clínica de la Facultad de Medicina de la Universidad de Panamá.