Ha partido al otro lado este maestro. Seguramente ya estará inquieto, entonando temas sin épocas, en un altar sagrado. Este homenaje es para honrar su legado y el resplandor que dejó en quienes tuvieron el privilegio de escucharlo.
Por: Mario García Hudson

El autor es investigador, encargado del Centro Audiovisual de la Biblioteca Nacional Ernesto J. Castillero R.
Desde el suelo vibrante, donde los aromas y sonidos se entrelazan en la memoria, pienso en usted, deslizando los dedos sobre la flauta mediante una delicadeza que parecía suspender el instante. Cada nota suya fue conversación a través de la historia, un hilo invisible que conectaba pasado y presente, tradición y creatividad.
Su universo sonoro contaba historias de San Miguel: calles llenas de pasos y risas, noches encendidas por el entusiasmo de quienes lo escuchaban. En todas las tonadas resonaban los ecos familiares, las primeras lecciones de su padre y los estudios formales que se fundieron en virtuosismo, en un lenguaje propio que nadie podía reproducir de igual intensidad.
En su juventud, irradiaba un talento que trascendía la técnica. Su aprendizaje y experiencias en ciudades lejanas moldearon singular sensibilidad, capaz de abrazar ritmos del Caribe, armonías de jazz y la riqueza de lo clásico. Sus interpretaciones transportaban al oyente: todo un viaje en el que precisión y emoción se fundían, y disciplina y libertad coexistían.
Lo imagino en Nueva York, caminando por avenidas que nunca dormían, mientras su instrumento dialogaba junto al murmullo de los taxis, el eco de voces en los clubes nocturnos y el pulso constante en esa ciudad exigente y generosa. Los conciertos acompañados por orquestas internacionales eran un pequeño milagro: transformaban el aire en un río de historias, un abrazo fluido que cruzaba océanos y culturas.
Evoco sus años en Brooklyn y en Hunter College, cuando las páginas de partituras se abrían como un cosmos y las clases de etnomusicología revelaban cadencias nuevas, marcadas por un acento propio.
Lo traigo a la mente ensayando con Ralph & The Telecasters, compartiendo al lado de Willie Bobo, Mongo Santamaría y el sexteto de Joe Cuba, en noches donde la ciudad y el arte se fundían, y Félix se volvía un puente entre culturas, un viajero que llevaba consigo la esencia de su patria.

Puedo verlo también de niño, en las calles de San Miguel, portando un saxofón que parecía demasiado grande para sus manos, o empleando el clarinete que le abría mundos. Veo la luz que brillaba en sus ojos cuando ensayaba, al escuchar los tambores y los latidos de su barrio, y cómo la pieza lo acercaba un poco más al soplo que algún día hablaría por él.
Su regreso a la tierra que lo vio nacer fue un retorno cargado de memoria y resiliencia. En las aulas, en los conservatorios y en los rincones impregnados de enseñanza, su maestría se hacía presente en silencio, recordando que no basta realizar interpretaciones: hay que sentir, respirar y compartir. Sus alumnos heredaron más que técnica; recibieron la pasión de quien convierte el respiro en un gesto de humanidad.
Lo revivo entre luces encendidas, afinando melodías suspendidas en el aire, resonando en quienes tuvieron la fortuna de escucharlo. Su influencia perdura en los estudiantes que toman el compás respetuosamente y en los músicos que ven en su genialidad un ejemplo vivo de pasión y entrega.

Félix Wilkins, dotado de su don infinito y compromiso hacia la expresión artística, sigue siendo un faro y un vínculo entre generaciones, recordando que la música eterniza lo efímero y la habilidad verdadera trasciende cualquier frontera. Su creación no calla: habla, recuerda y abraza, y en ella permanece el espíritu de un hombre que convirtió las frases musicales en un acto de amor.
Percibo en los vecindarios, los foros y los salones la huella de su aliento: recorrió Estados Unidos de América y volvió a Panamá, enseñó, acompañó y encantó. Su legado es memoria y puente, canto y refugio. No solo dejó tonos: creó una eterna dimensión que sigue girando en los acordes, en la respiración y corazones que escuchan gracias al alma.
Rememoro también el silencio que precede a un concierto: la obra suspendida en el aire, los guardianes de la clave conteniendo la respiración y, luego, el primer flujo que llena la sala de vida, transformando el espacio y a quienes lo habitan.
Siento la ciudad panameña, sus comunidades, los clubes y los escenarios en los que su heredad convirtió lo cotidiano en ceremonial, y sus revelaciones se tornaban un encuentro íntimo entre su voz musical y el oyente.

Lo concibo caminando por Brooklyn, observando cómo la sonoridad afrocaribeña confluía en el jazz urbano, formando consonancias que solo su destreza podía unir. Sus dedos bailaban sobre la madera, y el aire vibraba lleno de historias de dos mundos que se encontraban. Ensayos, grabaciones y presentaciones se convertían en testimonio de un espíritu que no se conformaba acatando caminos: él los inventaba.
Reiterando mi admiración y gratitud,
Mario García Hudson

