Que este texto sirva para honrar al gran maestro, en el centenario de su nacimiento y a 21 años de su partida física, ocurrida el 4 de diciembre de 2004, recordando su vida y la estela imborrable que dejó.
Por: Mario García Hudson | Fotos: Marcela Tason

El autor es investigador, encargado del Centro Audiovisual de la Biblioteca Nacional Ernesto J. Castillero R.
Desde el corazón de Panamá, donde los recuerdos no envejecen y el lenguaje musical trasciende fronteras, pienso en usted, Víctor, navegando entre notas y armonías, guiando las teclas con una precisión que parecía tocar el alma. Cada acorde es evocación y abrazo, un lazo que une generaciones con la calidez y la claridad del ingenio.
Su instrumento, lleno de cadencias únicas, fue voz, conversación y refugio para quienes tuvieron el privilegio de escucharlo. De aquellos dedos nacían melodías que contaban historias de nuestra tierra: raíces profundas y paisajes sonoros que solo una sensibilidad como la suya podía revelar. En esas texturas sonoras se entrelazaban los ecos de la madre que tocaba y cantaba, y del padre que dominaba el órgano; raíces familiares que alimentaron una pasión destinada a volverse leyenda.
Los ritmos de la ciudad y del campo, la herencia de los ancestros y la modernidad de la juventud se encontraban en la expresión artística, en arreglos que combinaban elegancia y emoción, rigor y libertad. A través de cada interpretación, usted enseñaba sin lecciones formales: inspiraba, abría horizontes y convertía la práctica en ceremonia.
En escenarios, estudios y plazas, la fuerza creativa del artista construía vínculos. No importaba el lugar: sus composiciones creaban cercanía, hacían bailar la memoria y despertar la imaginación del presente. Con compañeros de talento extraordinario, logró en los conciertos una galaxia de sensaciones, donde el público no solo escuchaba: participaba, respiraba y vibraba al unísono.
Desde joven, demostró un don que desbordaba cualquier enseñanza formal: a los quince años ya desplegaba un virtuosismo autodidacta que más tarde cristalizó en lo que se conoció como Tambo Jazz, una fusión original de tradición y modernidad, de Caribe y cosmopolitismo, de precisión y libertad.Toda interpretación era un relato, un baile de sonidos que invitaba a volar con la mente.

Su carrera lo llevó a clubes, hoteles y salas que vibraban con esa energía única: el Snake’s Pit, el Club Windsor, el Hotel El Panamá y el Marriott se convirtieron en templos donde la creación se convirtió en culto y celebración.
La Sonora de Víctor Boa, junto con los conjuntos Las Estrellas de Víctor Boa y Los Ejemplos, desplegaron guarachas, boleros, boogaloo y bossa nova, dejando grabaciones que hoy son testimonio de una maestría inagotable y de un profundo amor por el ritmo.
En la tarima, se volvía luz y magnetismo: el cigarro al lado del piano, la mirada intensa, los dedos danzando sobre las blancas y negras. Todo concierto se transformaba en una constelación resplandeciente: sus compañeros —Reginald Johnson, José “Tata” Pinto, Danny Clovis y muchos más— brillaban con él, y juntos tejían un universo de armonías donde el público no solo escuchaba, sino que se sumergía, respiraba y se dejaba llevar.

Víctor Everton McRae, nacido el 2 de noviembre de 1925, en el sector El Vaticano de El Chorrillo, sigue vivo en el imaginario musical de Panamá. Hoy lo imagino tocando entre luces invisibles, elevando acordes que resuenan más allá del tiempo. La huella de su arte perdura en quienes aprendieron de él y sienten la música como lengua propia, en toda melodía que aún atraviesa los corazones.
Víctor, su legado aún late: es un puente entre generaciones, un faro de creatividad y un recordatorio de que la pasión puede transformar lo cotidiano en eterno. Una vida, marcada por la disciplina, la brillantez y el compromiso con el patrimonio artístico panameño, que sigue inspirando a quienes buscan el oficio con el alma.
Con profunda admiración y gratitud,
Mario García Hudson

