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Después de una dura semana de trabajo, nada mejor que arrancar el fin de semana con el “viernes cultural”, esa reunión de amigos en las esquinas del barrio presagiando ya el descanso y la fiesta. Esta sección pretende hacer eso, arrancar nuestro fin de semana desde esta esquina virtual con cuentos y poemas de autores panameños para que los conozcan y los disfruten. Así que, ¡feliz fin de semana!, con sabor a literatura panameña de la buena.

Pedro Crenes Castro, coordinador del Viernes Cultural: Literatura Panameña [email protected]

Cuentos de Alberto Cabredo

Alberto Cabredo


Alberto Cabredo (Panamá, 1956), posee una amplia obra que lo sitúa entre nuestros más interesantes cuentistas. De su producción podemos destacar los libros La lluvia (2008), Contra el viento (2009), Calígine urbana (Fuga Ediciones, 2010), Soñar que soñaba (Fuga Ediciones, 2012), y una antología de sus cuentos Crónicas cotidianas e insólitas (Fuga Ediciones, 2013). Sus cuentos abordan desde diversas vías narrativas la realidad panameña.

La puerta

 «La casa del silencio

rómpese a menudo

y escúchase en el cielo

el tránsito del aire»

Bertalicia Peralta

La vida nos iba arruinando el claro cielo en que vivíamos y ella lo sabía, su mirada me gritaba que no dejara que se hundiera el barco, que luchara contra esa desazón que va apagando las llamas, esa cotidianidad que amenaza el brillo de la ilusión, pero los silencios eran largos, demasiado largos como para no aceptar que el final se acercaba, que el cariño y el deseo se habían ido dispersando poco a poco por el resquicio de la puerta.

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            Quizás nos apuramos demasiado, o tal vez las necesidades y peripecias que enfrentamos a diario convirtieron ilusiones y promesas en una vida llena de cansancio, preocupación y brumas. Posiblemente nunca imaginamos que todo aquello nos podía vencer (ni siquiera lo recuerdo bien). Lo cierto es que un día recogí mis bártulos y partí sin despedirme. Hui, es cierto, hui de aquella relación ya nebulosa y no volví jamás.

            Luego de consumado el abandono, evité que pudiese ubicarme. Evadí amigos, cambié de trabajo, en fin, desaparecí del planeta, nuestro planeta. Pero dice el refrán que «el mundo es más chico que un pañuelo» y una tarde inesperada, pasados varios años, me encontré de frente con un antiguo vecino:

            —¡Jé! Pensé que habías muerto. No pongas esa cara, es una broma. Sabes que aquella señora todavía vive allí y tiene un hijo. Por cierto, se llama igual que tú. Tal vez no quiso darte la noticia, o tú no le diste tiempo. Lo cierto es que ya está grandecito. Creo que jamás ha tenido otro marchante, pero no te preocupes, jamás habla de ti. Fue un gusto verte, brother, nos vemos.

Aquello me causó gran desazón: si estaba embarazada, jamás me percaté, ¡y ni siquiera me lo dijo! ¿Sería que, al sospechar que lo nuestro se acababa, no quiso que un embarazo no buscado me retuviera? Aquel evento me torturó por algún tiempo, pero la vida tiene sus vaivenes, y entre una cosa y otra fui arrinconando a aquella revelación. No te asombres, no te asombres, pasó un día, pasó un mes, pasó un año y en las espirales del tiempo lo olvidé. No me excuso, sé que no tengo defensa, pero así sucedieron las cosas.

            Ahora bien, bajo la curvatura del cielo todo es posible, y una tarde —sin buscarlo, esperarlo ni quererlo— me encontré en el barrio en que viví con aquella a la que abandoné, e impulsado por una fuerza irreversible me propuse develar la gran incógnita que volvió del fondo del olvido para buscar respuesta.

Mientras recorría aquellos pasillos de madera, iba evocando algunos detalles (el patio interior lleno de ropa colgada, los sonidos estridentes de las radios vecinales e, incluso, los diversos olores de la comida popular). No es necesario advertir que, mientras avanzaba, un remordimiento frío iba apoderándose de mí, debilitando mis defensas paulatinamente, a cada paso aumentaban las ganas de renunciar, sentía una agitación que gritaba que me fuese; casi desisto del empeño.

Sin embargo, saqué las fuerzas suficientes para llegar hasta aquella puerta envejecida por el tiempo. Toqué tres veces y, el momento, abrió un joven idéntico a mí (no hace falta decir que el corazón se me subió a la garganta). Luego de unos segundos, pregunté por la señora de la casa y no tardó en aparecer, la reconocí de inmediato, pero no vi en su rostro ningún gesto de asombro, curiosidad ni esperanza, más bien reflejaba una absoluta indiferencia. Intuí de inmediato que no era ni sería bien recibido en aquella vivienda, así que me retiré aduciendo un equívoco.

Ya en la acera, respiré bien hondo, sentí que salía de un profundo hoyo, de una especie de túnel que me era ajeno. Crucé la acera y saludé instintivamente a unos vecinos del área, que a mi paso comentaron:

            —¿Qué haría este sujeto en aquel edificio siniestrado y vacío hace tantos años? Allí no habitan más que alimañas, cenizas y fantasmas.

Tomado de Soñar que soñaba


Dancing solo

Le veía desde mi mesa, no pudo afirmar que fuese una escena inusitada, por el contrario, en las cantinas en que la vitrola la cuenta con buena música ocurre con frecuencia. Pero en este caso, quizá la atmósfera del lugar, mi estado de ánimo o la pasión con la que bailaba aquel hombre, me ataba.

Mientras bebía mis tragos habituales, debo indicar que me causaba risa ver a aquel sujeto bailar con tanta pasión. Me divertía lanzándole pedazos de hielo. Seguramente su memoria, incitada por los efluvios del alcohol, lo había trasladado a otra parte. No podía concluir otra cosa, los besos apasionados que se daba en el brazo y los abrazos que se dispensaba danzando solo y embelesado bajo la melodiosa voz del bolerista, no admitían ninguna duda.

No se me ocurriría hacer aquello, bailotear en el medio de una taberna, ser objeto de la burla de otros parroquianos. Sin embargo, este hombre invertía tanta energía en lo que hacía, que empecé a compartir su situación.

Fuera quien fuese la mujer con que bailaba, borracho o medio borracho, debía quererla mucho. Eso le quitó cualquier gracia al asunto, por lo menos en mi caso. Casi imaginé el perfume de la fémina, sus ojos entornados, el nacimiento del cabello en su nuca, su sudor felino. Todo eso me causó también envidia, sí, envidia y hasta celos amargos a causa de ése que se sentía amado.

            Mientras el bolero lo tenía en el cielo, en aquel bar de miserias y olor a cerveza rancia, descubrí que el que estaba solo, realmente solo, era yo.

Tomado de Crónicas cotidianas e insólitas


Pedro Crenes Castro, coordinador del Viernes Cultural Literatura Panameña:

Pedro Crenes Castro
[email protected]
(Panamá, 1972), es escritor. Columnista y colaborador en varios medios panameños y españoles. Ha ganado dos veces el premio Nacional de Literatura Ricardo Miró de Panamá y dicta talleres literarios. Vive en España desde el año 1990.