María Esther Nahmens, dueña de la Librería Ago, de las más antiguas de Caracas, ha fallecido. Era hermana de Faitha Nahmens Larrazábal, una de las periodistas más reconocidas de Venezuela. Faitha, amiga y periodista admirada, también forma parte de la familia periodística de La Web de la Salud. Le enviamos nuestra palabra de solidaridad y, con su permiso, compartimos en homenaje a su hermana la librera, estas palabras de su autoría que retratan la figura imborrable de María Esther, una persona que amó los libros hasta el último de sus segundos. Paz a su alma
Por: Faitha Nahmens Larrazábal
Mi amada hermana María Esther, dulce y digna, sensible y contumaz, no se pintaba bien las cejas. La visión que tenía para adivinar como librera fajada los gustos de los lectores era insensata frente al espejo, por lo que con el lápiz marrón trazaba sobre sus ojos unos garabatos picassianos, que yo le corregía o no.
Un día sentí que ella era así, un asombro que descendía poco metódico hacia las sienes y encontré adorable su manera de enmarcarse la mirada y dejé de ver en la imperfección, conflicto alguno.
María Esther, la del cuerpo voluntarioso y aquejado, doblado en ele de leer e incansable hasta más no poder -ya no puedo más me dijo media hora antes de irse silenciosamente a la librería más bonita del cielo- iba por la vida con escoliosis pero asida al lomo que le importaba: el de los libros.
Los pies erráticos fueron cohetes de una sola dirección: de El Cafetal a Colinas de Bello Monte, a la librería AGO. Su vida podía haberse llamado como el grupo musical: one direction. Destino: aquel espacio vital donde se sentía cobijada. Los libros hacen eso. Son viaje, son abrazo.
Las paredes de la librería tapizada por ediciones recién salidas del horno conquistadas a pulso, clásicos imperecederos, recetarios de cocina, revistas de arquitectura, textos de arte, novelas fantásticas y libros infantiles, que adoraba, eran cada día promesa renovada.
Simón, mi hijo, recordaba con ternura y agradecimiento cuando su tía le traía la noche anterior al cumpleaños de algún amiguito del cole un cuento bien bonito con lazo rosa o azul; él protestaba: era tan predecible que no regalaría un dinosaurio. «Pero es que un libro es el mejor juguete, es imaginación», le refutaba ella.
Se aprendió El perro del cerro y la rana de la sabana de memoria. Adoraba La sorpresa de Nandy. Ojalá sus amigos hayan hecho lo mismo. «Gracias a ella amo leer».
María Esther sembró palabras, buscó títulos imposibles a lectores tenaces, hizo simbiosis con su nutritivo y mágico espacio y allí, en ese telar -Ago significa aguja-, en ese referente de costura en la ruptura, en ese espacio que es una de las librerías más antiguas de Caracas, habitó 25 años de los 80 que tenía.
Posiblemente el local desaparezca como zona de letras, probablemente se convierta en prolongación de una tienda de autopartes; ella por su lado, no tuvo estómago para digerir tal designio. Su partida es acaso una rebeldía o un acto de terquedad -Maryestherca- que duele y la empaca en sahumerios de tinta.
Convertida en orgullo y ausencia, en ternura infinita y brote intempestivo de miel en mi corazón, mi hermana que me enseñó a ver distinto se fue siendo librera hasta el último minuto.
Por: Faitha Nahmens Larrazábal