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Foto: Jean Carlos Tejada

Introito:

En el borde invisible donde se deshacen los días, habita un guardián sin voz ni colores. No busca ser visto ni celebrado; sostiene en su vuelo sereno lo que el mundo deja atrás. Es la sombra que abraza lo inevitable, el eco callado de un último cuidado. Aquí empieza la historia de quien honra el cierre discreto, sin ruidos ni aplausos, solo con la gravedad de su presencia

Por: Mario García Hudson | Fotos: Jean Carlos Tejada

El autor es investigador, encargado del Centro Audiovisual de la Biblioteca Nacional Ernesto J. Castillero R.

Nunca fue bello. Esa es su verdad desnuda, sin adornos ni cantos. No vino a agradar ni a colgarse del cielo; nació en el borde, respirando el olor del fin, huyendo con el calor que abandona el cuerpo. No canta al alba, ni se posa en jardines de domingo; aparece cuando los ojos se cansan de mirar.

No tiene prisa. El tiempo es su aliado paciente y sabio. Sabe cuándo algo ha dejado de ser forma para volverse regreso. Con paso lento, flota en corrientes invisibles, como quien guarda el secreto del viento.

No juzga ni distingue entre rey o mendigo. No recuerda nombres, solo las huellas que deja la desaparición. Recoge lo que otros desechan, acomoda lo caído y transforma lo restante en ternura callada. No celebra la muerte, pero la acompaña; no llora al cuerpo, pero lo arropa con la última sombra, una caricia sin nombre.

No elige. La carne lo llama y acude. No pregunta de dónde viene ni a quién le dolía; le basta saber que algo debe volver a la tierra. Sin juicio ni urgencia, lo entrega al origen.

No canta ni presume, ni convoca festejos. Pero en su andar hay un decoro seco, una elegancia sin ornamento, como quien ha visto demasiado para necesitar aplausos. Es el orden natural disfrazado de espanto, el guardián que conoce su sitio, aunque sea el que todos rehúyen.

Extiende sus alas negras; no para asustar, sino para cubrir lo que queda, impedir que veas, calmar el dolor. No es heraldo, ni amenaza. No llama a lo oscuro: lo acompaña. No provoca, ordena. Es la última garra que toca el cuerpo, el último vuelo que cubre el hueso.

En su sombra habita un sentimiento que pocos reconocen: cariño por lo que ya no sirve, respeto por lo que fue, ternura para cerrar la historia, sin aplausos ni flores, solo con un ala extendida y un silencio limpio.

Es la existencia que recuerda al tiempo su ritmo verdadero: el latido pausado que todo lo disuelve y renueva, un ciclo que no ofrece atajos.

Paciente. Sereno. Inevitable. Un ser que se impone sin pedir permiso, que limpia con esmero callado, que concluye lo que otros no saben acabar. No llegó por ti ni está para agradarte. Pero si un día caes, si la carne se rinde, estará. Sin gloria ni urgencia, cumpliendo su tarea: cerrar la puerta, ordenar el resto, devolverlo a la tierra.

Y en su vuelo callado lleva la memoria de todos los finales, la suma de ausencias que tejen la trama velada, donde la vida se reinventa. No es solo el guardián de lo que ya no existe, también es puente hacia lo que aún no ha llegado.

Sus ojos, habituados a la penumbra, leen historias que nadie ve: relatos de abandono, secretos enterrados en el polvo, sueños que se disuelven sin ruido. Él entiende que no todo cierre es dolor; algunos son alivio, otros reconciliación. Todos, en su silenciosa virtud, pertenecen a un orden mayor.

No hay espectáculo en su trabajo. Nadie lo observa ni lo agradece. Solo el acto humilde de acompañar lo que se desvanece, para que nada pierda sentido. Su esmero no busca reconocimiento: es un ritual sagrado que no necesita público, una ofrenda invisible que sostiene el equilibrio del mundo.

El gallinazo no habla, pero en su mutismo lleva la lección más dura y necesaria: aceptar lo que no puede cambiarse. En esa aceptación hay fuerza, una sabiduría antigua que no se aprende en libros ni se proclama en discursos. Es el poder tranquilo que sostiene la vida al reconocer la muerte, la belleza en lo inevitable.

Su vuelo, lento y pausado, es una danza entre la tierra y el cielo oscuro. Un gesto que no busca altura sino presencia, que no aspira a gloria, solo a cumplir su parte. Cada aleteo es un susurro: “Aquí estoy. No temáis.”

En un mundo que huye de la sombra y glorifica lo visible, él recuerda lo dejado atrás: que toda carne vuelve a la tierra, que todo final es el comienzo de otra historia. Que la dignidad no está en la forma, sino en el gesto de cuidar, incluso cuando lo cuidado ya no se ve.

Por eso, en su labor discreta, lleva también la esperanza más pequeña: que al final del camino, cuando el polvo se asiente, permanezca un espacio limpio, un orden sereno, un refugio al que aún se pueda volver. Porque en la destrucción hay siempre una semilla que espera germinar.

Mario García Hudson