A Isabel, con amor, cariño y respeto
A veces, el cuerpo habla de maneras inesperadas. Algunas señales son visibles, como la irregularidad que marca su presencia, pero muchas otras son imperceptibles: dolores sutiles, decisiones silenciosas o pequeñas molestias que pasan desapercibidas hasta que el cuerpo decide hacerse notar. Este texto invita a escuchar esas voces calladas que, aunque incomodan, enseñan más de lo que imaginamos
Por: Mario García Hudson

El autor es investigador, encargado del Centro Audiovisual de la Biblioteca Nacional Ernesto J. Castillero R.
No hizo escándalo al llegar. Eso habría sido demasiado dramático para alguien como él. Prefirió instalarse como lo hacen los desacuerdos importantes: despacio, con constancia y esa terquedad pasiva que no necesita levantar la voz para salirse con la suya.
No irrumpió como tragedia, ni se anunció con dolor heroico. Apenas fue un desvío, una curva tímida en el mapa del cuerpo. Al principio, parecía un detalle; luego, una incomodidad pasajera. Pero con el tiempo, se convirtió en presencia. Y no cualquiera: una de esas que, sin quererlo, enseñan.
Una protuberancia sin vergüenza, disculpas, o vocación estética. Emergió justo donde el cuerpo esperaba obediencia. Un recordatorio óseo —y ligeramente burlón— de que, hasta el pie, esa parte siempre dispuesta a cargar con todo, puede decidir un día no seguir el plan.
No pidió permiso. Solo surgió, como todo lo que tiene algo importante que decir. Y se quedó, desafiando la simetría, el canon, la idea absurda de que el cuerpo debe obedecer siempre.
Lo miras y ahí está: una frase mal dicha que nadie corrigió a tiempo, una pequeña venganza del esqueleto. No es grave, pero molesta. Tampoco es trágico, aunque hiere el ego. Porque no hay pedicura ni filtro que lo oculte. No se maquilla. Ni se disimula. Es el huesito que no sabe de apariencias.
Y, sin embargo, se gana su lugar. Porque en su manera callada de incomodar, algo enseña. Te hace revisar decisiones, calendarios, fiestas largas y zapatos angostos. Es un diario no escrito de actitudes forzadas, costumbres discutibles y alguna que otra necedad.
Con él, no hay postura erguida que valga si los pies piden tregua. No hay elegancia posible cuando el paso se frunce por dentro. Y es ahí, en ese lento descenso hacia la comodidad, donde aparece cierta forma de sabiduría.
Fue creciendo como crecen las convicciones tercas: despacio, sin aspavientos, pero con constancia. En cada zapato que apretaba, en esas noches interminables donde la comodidad fue sacrificada por la forma, él tomaba nota. Y al final, cuando todo pasó, la fiesta terminó y los pies buscaron descanso, ahí estaba: un leve montículo, una protesta silenciosa.
Lo llamaron defecto. Deformidad. Capricho del hueso. Intentaron ocultarlo bajo cuero caro, plantillas prometedoras y masajes que nunca llegaron a comprenderlo. Pero él seguía ahí, como una verdad pequeña que no exige ser creída, solo reconocida.
No duele siempre. Pero incomoda lo suficiente como para que una aprenda. A pisar distinto. A elegir mejor. A recordar que incluso el cuerpo tiene su forma de decir basta. Porque hay partes que se cansan de seguir el paso de otros, y deciden torcerse, simplemente para ser.
Y entonces, en esa curva mínima que interrumpe la línea perfecta del pie, hay una lección. No de medicina ni de estética, sino de memoria. Porque cada juanete —aunque lo nieguen los catálogos y los anuncios— es también un archivo de decisiones: las veces que se priorizó la apariencia, las que se caminó por donde no se quería, las que se dijo “sí” cuando todo dolía.
No es bonito, pero no lo necesita. Ha dejado de querer encajar. Se ha convertido, más bien, en un gesto de resistencia física, en una disidencia que no grita, aunque ya no se esconde. Es un testigo silencioso de todos los caminos mal elegidos… y también de los nuevos, esos que ahora se recorren con otros ritmos y prioridades.
Y quizás por eso, un día, sin pensarlo, se le agradece. Por obligar a mirar el cuerpo con ternura. Por enseñar que la dignidad no siempre es simétrica. Y por recordar que no todo lo torcido está mal: a veces, lo que se tuerce es lo que nos endereza por dentro.
Por: Mario García Hudson

