«Ha partido un hombre noble. Que estas palabras sean un reconocimiento a un ser con quien compartí más de dos décadas de amistad, conversaciones sinceras y aprendizajes»
Por: Mario García Hudson

El autor es investigador, encargado del Centro Audiovisual de la Biblioteca Nacional Ernesto J. Castillero R.
Hay personas que no se apagan cuando se marchan. Dejan un rastro encendido, no de fuego, sino de existencia callada: esa que acompaña incluso cuando el tiempo se vuelve hueco y las palabras no alcanzan. Así fue Olmedo.
No alzó banderas. No buscó reflectores. Su modo de estar era sereno y exacto, como quien ha aprendido a caminar desde el equilibrio, la coherencia y la justicia. Fue amigo sin reservas, compañía fiel, faro en la niebla.
Cada vez que fui a su casa, me recibió siempre con confianza y un gesto amable: una sonrisa amplia, pausada, genuina. Conversar con él era detener el mundo por un instante: escuchar ideas, preguntas bien lanzadas, silencios que también sabían decir.
Hermano cercano, padre entregado, un hombre de raíces profundas. Vivió a plenitud junto a Judith: compañera, refugio y cómplice. Juntos edificaron no solo un hogar, sino una manera de habitar el mundo: respetuosa, comprometida y llena de un amor profundo y cotidiano.

Originario de Puerto Armuelles, llevaba su lugar de nacimiento como memoria viva y compromiso. Creció en una ciudad que latía al ritmo del banano. En aquellos años, la región era una tierra de contrastes: pujante y trabajadora, moldeada por el esfuerzo de cientos de obreros y por la sombra de la United Fruit Company.
Desde joven, conoció el valor del trabajo honesto, de la dignidad en el esfuerzo colectivo. Su padre —como tantos otros— fue parte de esa generación que construyó futuro entre plantaciones, ferrocarriles y puerto.
Esa experiencia temprana dejó huellas indelebles en su conciencia: aprendió a mirar el mundo desde abajo, con los que luchan sin hacer ruido, y a defender el valor de la palabra justa, del pensamiento crítico, del respeto profundo por la historia que nos sostiene.
Amaba su país sin estruendo, pero con hechos: fomentando ideas, construyendo lazos,confiando en el diálogo. Nunca olvidó que su primer horizonte fue aquel rincón del Pacífico donde el mar y el banano marcaban el ritmo de la vida. Y en cada conversación, texto o gesto, ese origen vivía como una brújula silenciosa que lo anclaba al presente sin soltar sus raíces.
Tenía fe en el poder sanador de la lectura. Impulsó encuentros para compartir letras, no como mera erudición, sino como acto de esperanza. Percibía —lo intuía— que el diálogo libre podía abrir mentes, tocar corazones, unir sin forzar.
En una ocasión, participó en el certamen José María Sánchez y fue reconocido con una mención honorífica. No por buscar laureles, sino por entregar lo que llevaba dentro: su voz pensante, su forma de nombrar con respeto y hondura.
Y no solo amaba las letras: también entendía el arte del cuerpo y la resistencia. Guardo vivo el recuerdo del tributo que rindió al boxeador panameño «Hormiguita» Hidalgo. Fue un acto noble, un gesto de gratitud hacia un hombre que —como él— peleó sin ruido, pero con maestría. Reconocía lo valioso, aun cuando el mundo ya no miraba.
Tenía la mente despierta, el corazón disponible, la voluntad clara. No buscó protagonismo. Prefirió aportar, construir puentes, cuidar lo fundamental. Y eso, que parece mínimo, es lo que más falta nos hace.
Quienes lo conocimos sabemos que su ausencia deja un espacio real, pero también huellas imborrables. No se ha marchado del todo: habita en lo que sembró, en lo que encendió, en aquello que nos despertó.
Hoy, más allá del tiempo, sin duda comparte tertulias eternas con Ricardo Ríos Torres, Ariel Barría Alvarado e Ileana Golcher. Dialogan pausados, buscando —como siempre— el modo de edificar un país donde recuperemos la confianza, no en palabras vacías, sino en nuestro propio ser; en la acción cotidiana que construye puentes, en la verdad que nace de la escucha profunda y en la esperanza firme que nos impulsa a seguir adelante.
Mario García Hudson