Ela Urriola no solo escribe. Escucha, observa, entrelaza. Vive la creación como quien se sienta a conversar con el tiempo y con la historia, sin prisa, pero con firmeza
Por: Mario García Hudson

El autor es investigador, encargado del Centro Audiovisual de la Biblioteca Nacional Ernesto J. Castillero R.
En el tejido invisible que da forma a lo que somos, Ela Urriola surge como una voz que no solo nombra, sino que también reordena con delicadeza los hilos sueltos del recuerdo, el pensamiento y la emoción. Panameña de origen y filósofa por convicción, su presencia no impone: acompaña. Y en esa cercanía ilumina zonas que a menudo pasan desapercibidas. Sus palabras no son ornamento: son puentes, refugios, invitaciones.
Desde las aulas de Praga hasta los corredores vivos de la Universidad de Panamá, donde aún se dialoga sobre la complejidad de un país profundamente desigual, Ela ha recorrido su camino con la convicción de que la filosofía no queda encerrada en los libros, sino que se respira, vive y encarna las decisiones diarias, los afectos y la mirada atenta que descansa sobre lo cotidiano.
En sus clases, como en sus escritos, se percibe una pedagogía del cuidado. No hay dogmas, hay diálogo. No respuestas cerradas, sino interrogantes que se abren con respeto y profundidad. Sus estudiantes no la siguen desde la distancia: la reconocen como quien orienta desde el lado, como quien ofrece una voz que no impone, sino que sugiere.

Sus textos —muchos de ellos premiados, todos profundamente sentidos— no se leen: se habitan. La nieve sobre la arena o La edad de la rosa no son solo libros: son paisajes internos por los que uno transita con lentitud, como quien recorre una casa hecha de recuerdos, intuiciones, gestos suaves.
En sus cuentos y ensayos, la realidad no se impone: se revela. Y lo hace con la pausa de lo auténtico, con la hondura de lo que ha sido escuchado en silencio.
Ela escribe como quien borda con hilo fino, sabiendo que cada término puede herir o sanar. Su lenguaje no es distante ni frío: es cálido, envolvente, lleno de una honestidad que toca sin alzar la voz. En su obra confluyen ternura y lucidez, belleza y desgarro, como si supiera que la verdad más honda no llega con estruendo, sino en forma de susurro.
Ser parte de la Academia Panameña de la Lengua, para ella, no es un honor decorativo ni una distinción vacía. Es, más bien, un compromiso: cuidar el lenguaje como quien cuida una semilla antigua. Respetarlo, protegerlo, ponerlo al servicio de la vida. Porque la lengua, para ella, no es solo un sistema: es herencia, resistencia, una forma de habitar el mundo.

Ela Urriola no solo escribe. Escucha, observa, entrelaza. Vive la creación como quien se sienta a conversar con el tiempo y con la historia, sin prisa, pero con firmeza. Su obra no es un simple ejercicio intelectual: es un acto de presencia, un gesto de ternura, una forma de resistir el olvido con poesía y reflexión.
Y en su vida, más allá de libros y aulas, hay un ejemplo sereno, una ética encarnada: la de alguien que ha hecho del pensamiento y la creación no una tarea ornamental, sino una forma de estar en el mundo con los pies en la tierra y el corazón atento al otro.
Con su voz clara y su prosa luminosa, nos recuerda que aún hay lugar para lo profundo, lo bello, lo humano. Que enseñar, escribir y pensar pueden ser actos de amor. Y que, a veces, basta una palabra verdadera para volver a tejer lo que parecía perdido.
En tiempos de fragmentación, su obra nos enseña a unir. A recordar. A cuidar. Y a creer, una vez más, en la fuerza de la palabra viva.
Por: Mario García Hudson