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Ernesto Endara | Foto cortesía Casa América

En el entramado de voces que buscan preservar el alma, surge esta figura cuyo discurso es refugio, testimonio y vigilia. Más allá de contar historias, su aporte representa un acto de resistencia íntima, un puente que conecta el pasado con el presente para que nunca se desvanezca lo que nos define.

Por: Mario García Hudson

El autor es investigador, encargado del Centro Audiovisual de la Biblioteca Nacional Ernesto J. Castillero R.

En una ciudad propensa al olvido de sus propios contornos, Ernesto Endara aparece como un tejedor de imágenes, alguien que intenta dibujar lo que no siempre se ve a simple vista. No es solo un escritor: es un guardián que escribe para que la patria no se disuelva en el olvido. Sus obras no dan instrucciones, pero sí señalan emociones, recuerdos y rincones donde la identidad se pliega, como un barco que vuelve, aunque nadie lo esté llamando.

En mis primeros pasos como aprendiz de letras, Neco se preocupó por mí con una generosidad callada. Incluso llegó a ofrecerme una computadora para facilitar mi labor, un gesto que agradecí, aunque no acepté. Cada encuentro con él se convierte en una tertulia entrañable, un espacio donde revive un Panamá que a veces creemos perdido, poblado de personajes que fueron parte de ese andar cotidiano y que ahora habitan en la memoria compartida.

La niebla, compañera de sus noches, no es un obstáculo, sino parte del paisaje que lo rodea. No necesita lámparas: prefiere dejar que el aire húmedo entre por las ventanas, como si ese ambiente ayudara a recordar mejor. Esta manifestación no es simplemente un fenómeno natural:encarna algo más profundo, una especie de respiración del tiempo, un retrato de lo frágil que es el ayer y de la certeza de que el relato, a veces, se aparece como un fantasma que no siempre sabemos cómo mirar. Ese velo, que entra sin pedir permiso, es también su manera de escuchar lo que ya nadie dice en voz alta.

Ernesto no vive en cualquier lugar. Su hogar parece un archivo vivo, lleno de libros que han desgastado algunos sus lomos y guardan secretos que precisamente se revelan con paciencia. Los signos están por todas partes, como si flotaran, esperando a ser leídos.

Allí respiran todavía Pantalones cortos” y Pantalones largos”, donde la infancia y la nostalgia se entrelazan para contar una tierra dividida no exclusivamente por la narrativa, sino por lo que cada uno evoca de ella. Ese rincón no suena a timbres fuertes; reverbera. Y en esas resonancias viven las cosas que otros ya no recuerdan.

En esa casa donde casi todo sugiere algo, escribir es una forma de decir “esto importa”. En cuentos como Cerrado por duelo” o Un lucero sobre el ancla”, emergen los silencios que aún tienen heridas abiertas. Son ecos que se asoman para ser nombrados, rostros que vuelven si alguien los menciona con respeto y cuidado. No son meramente personajes: son esencias. Y algunas de ellas, parece, aguardaban que alguien les dijera que no han sido olvidadas.

Para Endara, narrar es más que un trabajo: es también una forma de cuidar las heridas, incluso si no cierran. En sus textos viven los fusilados, los mártires que recorren su teatro, especialmente en El fusilado”, donde recupera la figura del general Victoriano Lorenzo.

Nombrarlos y hablar de ellos, es su manera de hacer justicia, de no dejar que se borren. Cada palabra es un intento de que ese legado no se apague. Confesar en silencio también es llorar un poco, sin lágrimas. Es buscar consuelo en los dichos, cuando no hay nadie más que escuche.

Foto: Cortesía Casa América

Cuando el país duele, él responde. No es una solución, pero sí un acto de presencia, un modo de decir “estoy aquí, y esto pasó”. Así, la literatura se vuelve una forma de luz, un ritual íntimo donde los que ya no están regresan con voz y rostro. En Tic… Tac”, el instante no se detiene, pero se escucha. Se convierte en algo que se puede sentir. En ese latido hay una nación que avanza, aunque a veces dude. Y si el flujo corre, él intenta al menos ponerle aliento a ese movimiento.

Incluso si un día se fuera en calma, sin despedidas, su creación seguiría ahí: en un estante quieto, en una tecla olvidada, en la manera en que alguien repite una frase suya sin saber que le pertenece.

Ernesto Endara sigue escribiendo, porque mientras alguien lo lea, sus huellas no se habrán borrado. Y tal vez eso sea lo más valiente que hace: dejar escrito todo lo que sangra, para que otros no tengan que hacerlo sin compañía.

Por: Mario García Hudson