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En sus líneas se intuye el zumbido de los barcos lejanos, el canto de las mujeres que lavan a la orilla del río, el paso lento del que regresa a casa sin ser esperado

Por: Mario García Hudson

El autor es investigador, encargado del Centro Audiovisual de la Biblioteca Nacional Ernesto J. Castillero R.

En algún rincón del Caribe, una mujer escribe como llueve: suave, constante, honda. No anuncia su llegada ni pide permiso. Cae con discreción, humedece lo que debe, entrelaza ideas sin aviso, y se retira en silencio, dejando atrás el aroma de tierra abierta y un tiempo sin prisa.

Eyra Harbar no narra siguiendo reglas ni fórmulas aprendidas; escribe como se respira: profundo o entrecortado, pero siempre vital. Su voz no se adorna ni se exhibe; es raíz firme. Es semilla oculta en la palma de una mano que aprendió a resistir sin perder la ternura al acariciar.

Hay en su decir una nostalgia que no se nombra, como si llevara dentro todas aquellas despedidas que nunca se dijeron. Sus versos no vienen a explicar; se quedan. Tal como el olor a ropa limpia después del aguacero. Como la sombra fresca debajo del guayacán cuando el mundo duele hondo.

Cuando ella escribe, algo se mueve que no se ve. Una grieta se alivia. Un muro se resquebraja. Un silencio se abre para que pase una historia sin apellidos, una mujer que el viento no nombró, una niña que primero escuchaba, luego hablaba.

La conocí a inicios de los años noventa. Ambos éramos entusiastas, jóvenes, con las ganas intactas de hacer algo —cualquier cosa— por una patria herida tras la invasión de 1989. Ella venía desde el colectivo José Martí, firme, clara, convencida. Yo era más errante: un andariego que pasaba por la universidad cuando quería, y solo para sentarme en su biblioteca, donde me encontraba con todos los autores panameños que el azar ponía en mi camino.

Desde entonces, supe que ella pensaba con profundidad y escribía como quien moja el papel con agua tibia. Que era de esas personas que no necesitaban levantar la voz para dejar huella. Y que, mientras muchos buscábamos respuestas, ella ya había comenzado a sembrar preguntas.

Eyra siempre ha tenido una actitud positiva sobre cómo reconocernos como país, una mirada que invita al encuentro, y a abrazar nuestra identidad desde la ternura y la esperanza. Conversar con su persona es un verdadero elixir: mezcla de palabras suaves, gran sonrisa y una presencia que desconoce el gesto amargo, incluso en los momentos más difíciles. No busca protagonismo; recuerda que la orilla también es país. Que los márgenes respiran. Que lo pequeño, si se mira con ternura, puede contener el universo entero.

Ella crea con el tacto de quien ha visto partir a muchos, con el cuidado de quien sabe que algunas heridas se cierran mejor con palabras, otras con el silencio oportuno. Su forma de decir no se impone, se posa con suavidad. Como un colibrí que apenas roza, y sigue. Como una madre que no dice “te amo”, pero sirve el café caliente a las cinco y media en punto.

En sus líneas se intuye el zumbido de los barcos lejanos, el canto de las mujeres que lavan a la orilla del río, el paso lento del que regresa a casa sin ser esperado.

Porque la escritora no intenta explicar el mundo. Escribe para recordarnos que todavía podemos habitarlo. Sin ruido. Sin máscaras. Sin miedo.

Y así, verso a verso, Eyra no deja huella. Deja semilla. Y el lector sin saberlo, florece.

Por: Mario García Hudson