En la ciudad existen espacios que parecen sencillos, pero que guardan el pulso de la existencia cotidiana. Este relato celebra esos escenarios, donde los actos pequeños, las pláticas y la cercanía entre personas crean vivencias que perduran. Aquí se rememora un lugar que sigue latiendo en las almas que lo habitaron.
Por: Mario García Hudson | Fotos: Jean Carlo Tejada

El autor es investigador, encargado del Centro Audiovisual de la Biblioteca Nacional Ernesto J. Castillero R.
La vida cotidiana del Parque Omar no será la misma. El cierre de la Fonda Pebe se lleva consigo una porción de la ciudad, de la rutina y de los recuerdos de los que cruzamos su umbral. Durante mis veinte años como trabajador de la Biblioteca Nacional, fui visitante constante, casi ritual, de ese rincón donde la comida se transformaba en un acto de cercanía, de encuentro y de pequeñas alegrías compartidas.
Entrar allí era abrir la puerta a un tiempo donde lo sencillo se celebraba. El aroma de hojaldras recién fritas flotaba en el aire, mezclado con tortillas doradas, empanadas calientes, chorizo y huevo, mientras el café humeante invitaba a quedarse un momento más.
En la cocina, Joubert, maestro de la masa, lograba que todas las piezas tuvieran textura y sabor perfecto, mientras el bofe chisporroteaba y las alitas doradas esperaban pacientes. De vez en cuando, un pescado relleno aparecía como invitado especial, discreto y elegante, marcando la diferencia entre lo cotidiano y lo memorable. Los platos tenían su historia, un relato, una atención silenciosa que parecía tejerse silenciosamente por manos que conocían a cada cliente y sus necesidades.
Al mediodía, el local se transformaba. Las sopas de carne, pollo o pata de res ofrecían abrigo para el cuerpo y el alma. Los viernes, la sopa de mariscos imponía su fragancia intensa, recordándonos el mar, el país y la vida más allá de las paredes del Parque Omar.
El asado de costilla de puerco, acompañado de arroz, lenteja y ensalada, llegaba con un ritual casi ceremonial: una combinación de sabores que reunía a la gente alrededor del comedor, como si aquella preparación fuera un hilo que tejiera comunidad.
Un legado familiar que llevaba el nombre de Pebe, la abuela fundadora. Rey, con su carácter impredecible, dictaba el ritmo de los guisos; en sus buenos días, la comida adquiría otra dimensión. La señora Elvia supervisaba con esmero, guiando a los indecisos y atendiendo todos los detalles. Fernando Valverde, Carlos Peralta, Carmen Mendoza, José Pérez, Zully Becerra y Fabiana Ovalle apoyaron en el cuidado, asegurando que cada comensal se sintiera bienvenido y acogido. El equipo transformaba los alimentos en un acto de vestigio, un homenaje silencioso que trascendía el área de preparación.
El entorno no era solo un recinto para comer; era un testigo, un confidente. En ese espacio se discutía de política, historia y deporte. Se compartían alegrías, penas y confidencias que se perdían entre el humo de la cocina y el bullicio de las charlas. Toda jornada era una coreografía de sabores, aromas y voces, donde pasado y presente se encontraban con naturalidad, como si la vida misma se sirviera en una seña.



Traigo a la mente especialmente los meses de diciembre. La cena navideña reunía a los asistentes habituales, como una familia extendida. Se podía sentir la evocación del nicho latiendo en los gestos, las risas y los abrazos compartidos. Era un momento de magia cotidiana, un fragmento de eternidad suspendido entre olores y voces que llenaban el salón.
Hoy, al pensar en su cierre, cierro los ojos y escucho el chisporroteo del aceite, el murmullo de las conversaciones, la carcajada de Joubert y el consejo silencioso de la señora Elvia a quienes dudaban ante el menú.

Todo eso persiste como un eco, un rastro que se niega a desvanecerse. Aunque ya no exista físicamente, su espíritu continúa en los que allí reímos, conversamos y compartimos instantes. La ausencia de este cobijo nos hace conscientes del tiempo que pasa y del valor de los sitios sostenidos no solo con alimentos, sino con resonancia, dedicación y afecto.
Este amparo sigue vivo en la risa compartida alrededor de una mesa, en el murmullo de las pláticas que alguna vez llenaron el salón, en la complicidad entre visitantes y cocinero, y en la huella de quienes cruzamos su umbral y encontramos más que un local: hallamos hogar, historia y comunidad.

Más allá de las paredes y las fragancias, su esencia permanece en nosotros. Los detalles de esmero, las miradas cómplices y los recuerdos vividos se entrelazan en un hilo invisible que conecta pasado y presente. Aunque ya no exista físicamente, su espíritu sigue latiendo en quienes aprendimos a valorar la cercanía, la alegría sencilla y la magia de lo cotidiano. Lo que fue un refugio se transforma ahora en un patrimonio íntimo y eterno, que llevamos dentro y seguirá inspirando encuentros y emociones por siempre.
Por: Mario García Hudson | Fotos: Jean Carlo Tejada

