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Panameño de raíz y horizonte, Herrera ha hecho de la diversidad cultural no un tema académico, sino una forma de vida

Por: Mario García Hudson

El autor es investigador, encargado del Centro Audiovisual de la Biblioteca Nacional Ernesto J. Castillero R.

Desde algún rincón de la ciudad —con la libreta abierta y la mirada atenta— recorre Francisco Herrera, antropólogo de vocación serena y palabra precisa. No lleva la ciencia como medalla, sino como responsabilidad. No busca imponerse sobre los pueblos: los acompaña. Porque en él, su profesión es un acto profundo de atención, lejos de ser un lente frío, es un compromiso auténtico con las historias aún no contadas o narradas desde perspectivas ajenas.

Lo conocí hace ya veinte años, cuando Alina Torrero nos presentó. Recuerdo claramente que aquella vez fui a dar una conferencia sobre música panameña en la Facultad de Educación de la Universidad de Panamá. Francisco no solo asistió: gozó profundamente la intervención, y lo hizo con ese entusiasmo silencioso y genuino que lo caracteriza.

Desde entonces, compartir ideas con él ha sido una constante. Casi siempre, nuestras conversaciones terminan girando en torno al país: sus contradicciones, sus deudas históricas, sus luces aún tímidas frente a las persistentes sombras.

Coincidimos en que, pese a los avances, Panamá aún se parece demasiado a sus propios males no resueltos. Y en esa conciencia compartida, se ha ido tejiendo una amistad crítica, nacida no del acuerdo fácil, sino del compromiso con pensar nuestra nación desde sus periferias.

Panameño de raíz y horizonte, Herrera ha hecho de la diversidad cultural no un tema académico, sino una forma de vida.

Con cada paso por las comunidades emberá, kuna, ngäbe —no en calidad de visitante, sino de aprendiz—, con cada diálogo sostenido sin apuro, fue entendiendo que los saberes verdaderos no siempre se aprenden en la universidad: a veces se revelan en la forma en que una comunidad guarda sus silencios, en cómo se comparte, en la manera en que se nombran sus espacios.

Ese acercamiento respetuoso, ya presente en su primer trabajo de graduación, La Revolución de Tule: antecedentes y nuevos aportes (1984), marcó una filosofía investigativa que ha mantenido hasta hoy.

Formado en la Universidad de Panamá, y alimentado por una ética que lo trasciende, el antropólogo nunca ha observado desde arriba. Ha caminado entre la gente, indagando sin imponer, percibiendo sin invadir.

Supo desde temprano que la carrera no es solo estudio del otro, sino espejo de uno mismo. Y que ese espejo —si se mira con honestidad— también puede incomodar. Sus trayectos no han sido turísticos, sino existenciales. Ha andado más que viajado. Ha desaprendido certezas para poder comprender.

Por eso las interrogantes que plantea no han sido cómodas: ¿quién decide lo que vale como cultura? ¿Qué pierde un pueblo cuando se le concibe como folclor y no como sujeto político? ¿Qué heridas deja una historia que silencia a los que construyeron país desde el margen? ¿Cómo suena una lengua que ha sido despreciada durante siglos, y qué se revela cuando simplemente se le permite resonar?

En cada foro, en cada publicación, Francisco ha levantado la voz por quienes rara vez son escuchados. En lugar de contar lo que hacen los pueblos, se ha preguntado cómo los percibimos. Y ha dicho, con la firmeza del que sabe y la humildad del que ha visto: “Nuestra educación ha sido fuente de prejuicios… y desde ahí juzgamos a los indígenas y afrodescendientes”.

Pero él no se ha quedado en la denuncia. Ha propuesto caminos. Ha reflexionado sobre migraciones internas, sobre la presencia urbana de los pueblos kuna, sobre la salud entendida desde marcos propios, sobre un turismo que no explote, sino que dignifique. En su voz, el desarrollo no es cifra: es contexto, es memoria, es diálogo.

Es respeto encarnado en cada acción. Propone sin ruido: construye desde el silencio fértil. Esa comprensión, que profundizó en su tesis de maestría Indian–State Relations in Panama, 1903–1983 (1989), le permitió trazar con agudeza las complejas y muchas veces conflictivas relaciones entre los pueblos indígenas y el estado panameño a lo largo del siglo XX.

Lo visualizo en medio de una comunidad rural, oyendo cómo un abuelo explica el ciclo de la siembra, o cómo una mujer describe el parto en su lengua ancestral. No lo imagino apurado. Lo veo tomando nota, consultando lo necesario, cuidando que su presencia no borre el espacio que le da cobijo.

En el profesor Herrera hay algo que no se enseña: el respeto. Ese que no se predica, sino que se practica. Lo han visto quienes han aprendido a su lado, formados con una pedagogía sin arrogancia. Lo han sentido quienes comparten su quehacer, que lo reconocen como una voz coherente, alejada del espectáculo intelectual.

Lo han sabido las comunidades, que le han abierto las puertas no por su título, sino por su manera de estar. Porque su método no empieza con un cuestionario, sino con el silencio que acoge activamente. Su autoridad no está en la voz, sino en el oído perspicaz.

Panamá, ese país de encuentros y contradicciones, ha encontrado en él un traductor de sentidos. No interpreta literalmente: trasmite con cuidado.

Sabe que no hay lengua que alcance para decirlo todo, pero que el intento justo ya es una forma de justicia. Su forma de ver no es romántica ni ingenua: es crítica y amorosa. No idealiza, pero sí respeta profundamente. Comprende que cada cultura tiene sus códigos, y que cada código guarda su historia y su herida, algo que sus investigaciones han explorado con rigor y sensibilidad.

Mario García Hudson, Alina Torrero, Francisco Herrera y Luis Carlos Serrano

Su manera de entender la ciudad —construida desde los márgenes— no es nostalgia: es propuesta. Su lectura de Colón, de las políticas culturales y de los procesos migratorios nos invita a mirar hacia donde no siempre se quiere mirar.

Pero Herrera no acusa: explica. No impone: sugiere. Porque entiende que las grandes transformaciones comienzan con un gesto simple: pausar para comprender. Y muchas veces, ese gesto ha bastado para que una comunidad le diga: “ahora sí podemos hablar”.

Francisco Herrera es, para mí, un intelectual de los que hacen falta: los que no buscan brillar, pero iluminan. Los que no se esconden en los libros, sino que los llevan bajo el brazo para compartirlos. Los que no hablan desde la autoridad, sino desde la experiencia compartida. Los que hacen del pensamiento una forma de presencia, no de distancia.

Y si la patria tuviera un rostro que pudiera contemplar a sus pueblos originarios sin condescendencia ni culpa, quizás tendría algo de la expresión honesta de Francisco: una mezcla de conciencia, respeto y esperanza. Porque él sabe que el pasado no es archivo muerto, sino fuerza viva. Y que, si no lo comprendemos desde la raíz, seguiremos repitiendo errores.

Él no construye país desde el poder, sino desde el gesto humilde que reconoce la sabiduría del otro. Desde el cuaderno que recoge historias con cuidado. Desde la pregunta que no busca imponer respuestas, sino abrir caminos. Desde la paciencia que aprende del tiempo de los pueblos.

Francisco no solo estudia culturas: las honra. Y en cada estudiante que decide mirar más allá del aula, en cada lector que empieza a entender que hay muchas formas de ser panameño, su legado sigue respirando.

Porque él sabe —como pocos— que comprender al otro no es un gesto de curiosidad, sino un compromiso con la justicia.

Por: Mario García Hudson