Hay señales que emergen sin aviso, como si brotaran desde algún rincón olvidado del tiempo. Surgen humildes, casi tímidos, y aun así terminan iluminando épocas enteras. No buscan imponerse; simplemente avanzan, tejiendo su propio derrotero entre acordes, siluetas y atisbos. Algunas manifestaciones nacen así: sin pretensión, pero con un impulso secreto que las vuelve inolvidables.
Por: Mario García Hudson

El autor es investigador, encargado del Centro Audiovisual de la Biblioteca Nacional Ernesto J. Castillero R.
Hay gestos que no llegan para imponerse, sino para insinuarse. A comienzos de los sesenta, uno de ellos se abrió paso entre salones estadounidenses con la serenidad de quien no busca deslumbrar. Su nombre venía de lejos, de un eco africano asociado a un pueblo cuya forma de celebrar había fascinado al cine occidental. Una secuencia filmada en los años cincuenta —con danzantes que capturaban la atención más por su porte que por el exotismo con que se les observaba— terminó sembrando en la imaginación norteamericana un término que mucho después sería reclamado por una moda inesperada.
La popularidad no llegó por la vía solemne de los grandes espectáculos, sino a través de un cuarteto vocal de Filadelfia que, en 1960, lanzó la canción The Wah-Watusi un tema ligero que se elevó rápidamente en las listas, como si el país entero hubiese estado esperando un ritmo sencillo para distraerse de tanto exceso.
Fue una pieza que se instaló durante semanas, casi obstinada, y cuya huella abrió la puerta para que otros intérpretes —una figura ya célebre por el twist, un conjunto que llevaba la suavidad en el timbre, e incluso artistas que venían de territorios juveniles de Disney o del soul más visceral— la retomaran y la llevaran a rincones distintos. Antes de todo eso, un grupo de R&B había dejado caer su propia versión temprana, como quien presiente una corriente antes del río.

Pero el eco no se limitó a la escena anglosajona. En México, Julissa, una cantante de mirada brillante convirtió aquel latido en Mi rebeldito, y lo llevó al español sin perderle el jugueteo. Cada país lo moldeó a su modo, cada registro agregó su propio pliegue.
Entonces apareció él: un percusionista nacido en Nueva York, con raíces caribeñas y oído de calle, que tomó la denominación del compás interno y lo hizo vibrar con otro son. No inventó la coreografía, pero su interpretación se volvió tan propia que muchos terminaron asociándola con él.
Su grabación subió con firmeza por las listas, y más tarde sería retomada por guitarras que no temían alejarse de la cadencia original. Con Barretto, aquel patrón encontró un espejo: sobrio, constante, con un encanto que no pedía permiso. Entre los latidos de la percusión surgía también la melodía, juguetona y temeraria, como un rumor que atravesaba el salón:
«Caballero, ahí acaba de entrar Watusi, ese mulato que mide siete pies y pesa 169 libras… Y cuando ese mulato llega al lugar, todo el mundo dice: a correr que ya llegó Watusi».

El tempo, mientras tanto, seguía dispersándose. Apareció como guiño en la voz joven de Stevie Wonder, asomó como nota aislada en un collage musical de los Beatles, fue invocado años después por Patti Smith en una mezcla febril de poesía y rock, y hasta inspiró a una banda de metal que veía en él un motivo para reírse de los tropiezos del movimiento físico. También tuvo su momento en la televisión: un episodio emitido en 1965 lo incorporó con naturalidad, como si ya formara parte del paisaje doméstico.
Todo esto se sostenía sobre una dinámica sorprendentemente despejada: rodillas suaves, casi inmóviles; brazos que trazaban líneas verticales, como si subieran y bajaran siguiendo la paciencia del aire; la cabeza acompañando, apenas inclinándose; los pies insinuando que estaban hundidos en arena imaginaria, como si el organismo bailara desde un lugar más hondo que la superficie. Un indicio humilde, capaz de convocar algo parecido a un pequeño ritual doméstico.
No era una maniobra grandilocuente. Era un señalamiento leve que, sin embargo, enseñaba algo: que la elegancia puede surgir sin aspavientos y que la memoria se escribe tanto con los pies como con las palabras. Por eso, aunque su sello circuló por composiciones, playas ficticias, pistas improvisadas y experimentos sonoros, el verdadero encanto estuvo siempre en su estilo de permanecer sin exigir observación. Como un murmullo que se acomoda en los rincones, como una manifestación corporal que se recuerda más por lo que insinuó que por lo que mostró.

Quizás ahí radica su permanencia silenciosa: en haber sido, durante un tramo de la historia, una pequeña rebelión tranquila del cuerpo. Una manera alternativa de estar en pulso. Una invitación a desplazarse sin urgencia, a aceptar que los trazos sutiles también tienen trayectoria, y que a veces la expresión física no busca corregir nada: solo acompañar, como un símbolo que evoca que la libertad también puede ser simple.
Y al final, cuando la música baja y la pista se vuelve un territorio casi íntimo, queda la lección que dejó en quien lo bailó alguna vez: que incluso los desplazamientos más discretos pueden convertirse en refugio. Que a veces no es el salto lo que marca una época, sino la calma. Y que hay modos de fluir —como algunas decisiones, como ciertas ternuras— que no necesitan alarde para seguir moviendo algo por dentro. Así, en su silencio y discreción, queda la marca indeleble del Watusi.
Por: Mario García Hudson

