Una invitación silenciosa a compartir lo que se tiene —y lo que se es— con un poco más de ternura. Reúne a amigos y familiares, a veces por auténtico afecto, otras solo porque el calendario lo exige. Y mientras todos se sientan a la misma mesa, la etapa que termina se va desvaneciendo sin hacer escándalo: más un suspiro que una despedida. Para algunos, deja tras de sí caminos de prosperidad; para otros, cicatrices de fatalidad. Pero a todos, sin excepción, les recuerda que otra fase está a punto de cerrar.
Por: Mario García Hudson

El autor es investigador, encargado del Centro Audiovisual de la Biblioteca Nacional Ernesto J. Castillero R.
Esta época no entra con timbales, aunque podría. Prefiere aparecer como llegan ciertos pasajes del pasado: sin pedir permiso, abriéndose paso entre el ruido del año que se despide, trayendo a cuestas la mezcla inevitable de lo que prosperó y lo que dolió. Es una fecha que convoca, a veces por cariño, otras por obligación, pero que junta a quienes durante meses caminaron dispersos.
En los bancos, las filas se alargan como si también quisieran despedir el tiempo: cuerpos cansados aguardando el ahorro navideño, el decimotercer mes, esa pequeña tregua económica que nadie rechaza. Afuera, los tranques hierven. En ellos, la cortesía se evapora rápido, sustituida por la prisa colectiva que este ciclo despierta. Y entre los carros, los vendedores ambulantes se multiplican como hormigas que saben perfectamente lo que hacen: ofrecer, insistir, sobrevivir.
Venden de todo, porque el mes lo permite. Cartuchos de papel, guandú fresco, papa sin regateo, tamales recién amarrados, incienso para purificar los rincones, arbolitos que intentan parecer eternos y figuras del nacimiento que completan hogares incompletos.
Santa Claus que perdió el brillo, bombitas que prometen encender noches enteras, y la tecnología del USB que repite canciones viejas con la fidelidad de lo ilegal. “Si hay chicha; agua de pipa concentrada; hamburguesa con carne de res y no es cuento”, gritan hombres y mujeres que esperan, al final del día, algunos dólares justos que justifiquen la jornada.
Los centros comerciales hierven también, más ruidosos que cualquier diablo rojo, verde y amarillo celebrando carnavales fuera de temporada. Entre ese bullicio, un pequeño ejército de maleantes acecha con la organización casi profesional de quienes no conocen otro oficio.
Los almacenes, por su parte, pregonan baratillos que suenan milagrosos: dos pantalones y zapatos por uno; ropa interior fina que promete elegancia instantánea; trajes para señoras, señoritas y niñas; bicicletas con patines de premio; camisas de marca con precios que parecen bromas de mal gusto.
Los vendedores no descansan: “Pase adelante, señora, aquí tengo lo que busca”, mientras hijos obedientes y no tan buenos buscan el obsequio que salde culpas o cariño. La señora Antonia le confía a su comadre Petra su proyecto: por fin comprar pintura y linóleo para embellecer la casa. Los taxistas, fieles a sí mismos, repiten su clásico e inamovible “no voy”, como un ritual urbano que no caduca.
En los supermercados se exhibe con orgullo: roscas de pan, manzanas brillantes, uvas frías, peras intactas, ponches espesos, pavos y jamones como trofeos culinarios. En las esquinas, algún político oportunamente iluminado reparte bolsas navideñas que maquillan promesas vencidas.
La ciudad arde en luces, árboles gigantes que parecen competir con edificios, y desfiles donde bandas escolares mezclan villancicos con ritmos populares. Las radioemisoras se rinden a los temas de ocasión. La Teletón del Club Activo 20-30 ocupa pantallas enteras, con artistas que vienen a recordar que la solidaridad también tiene escenario. Y, como siempre, el mensaje presidencial cierra el telón, deseando un venturosoaño nuevo a todo el país.
En los hogares, hay quienes decoran con paciencia arbolitos pequeños, mientras otros colocan estrellas y bombillas intermitentessobre ventanas que dan al exterior, como si quisieran que todo el mundo lo note. Las ollas hierven y desprenden aromas de chocolate caliente, tamales y panes recién horneados, llenando los rincones de evocaciones.
En la Cinta Costera, grupos completos caminan entre reflejos que se quiebran sobre el mar, niños jugando con globos que se elevan hacia el cielo y parejas que aprovechan para tomar fotos juntos. En las estaciones del metro, se siente en la prisa de quienes corren por último momento a comprar obsequios, en el cansancio de los trabajadores que regresan a casa y en los intercambios de sonrisas fugaces con desconocidos, pequeños gestos de amabilidad que parecen multiplicarse.
En las casas más humildes hay encanto: familias que se reúnen alrededor de mesas sencillas, mientras los niños esperan con ilusión la llegada de los regalos, aunque sean pocos. Las historias de antaño se cuentan una y otra vez, mezclando anécdotas risueñas, escenas entrañables y algún secreto doméstico que nunca falta.
Diciembre es así: una fiesta que llega a la vida de mi pueblo con su propio peso, con su particular manera de invitar a olvidar lo triste, aunque sea por un momento. Una pausa ruidosa, brillante, a veces excesiva, que intenta suavizar los días que casi se borran del calendario. Lo vivido queda suspendido, guardado en quienes, por amor o por costumbre, no pueden evitar recordar.
Por: Mario García Hudson

