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Panamá se nombra como país multiétnico y pluricultural, y en esa afirmación conviven la promesa y la contradicción

Por: Mario García Hudson

El autor es investigador, encargado del Centro Audiovisual de la Biblioteca Nacional Ernesto J. Castillero R.

La memoria no siempre se alza en piedra ni se fija en la madera. A veces habita en lo que insiste, en una historia dicha en voz baja, en la constancia de un pueblo que aprendió a permanecer aun cuando el reconocimiento fue escaso y frágil.

La caída del gazebo no fue solo un hecho físico. Fue un quiebre en el paisaje de la memoria, un ruido abrupto en medio de un relato tejido con trabajo, paciencia y arraigo. Un espacio levantado para honrar ciento cincuenta años de presencia china en Panamá fue derribado en minutos, como si la historia pudiera borrarse con el polvo del impacto. Pero la memoria no desaparece con la facilidad de aquello que cae.

Panamá se nombra como país multiétnico y pluricultural, y en esa afirmación conviven la promesa y la contradicción. Nombrar la diversidad no basta cuando falta el cuidado, cuando el respeto no se ejerce, cuando los símbolos que cuentan quiénes somos quedan expuestos al olvido o al desprecio. La destrucción del monumento revela una incomodidad más profunda: la dificultad de algunos para aceptar que la historia no es uniforme, que está hecha de muchas voces y muchos caminos.

La presencia china en Panamá no fue un episodio pasajero ni un adorno cultural. Está inscrita en el tránsito, en el comercio, en los barrios, en generaciones que aprendieron a vivir entre dos mundos sin dejar de pertenecer a ninguno. Es una historia de trabajo persistente, de adaptación sin renuncia, de silencios largos que también sostuvieron país. Derribar un monumento que honra esa trayectoria no borra su huella; solo deja al descubierto la fragilidad de quienes creen que negar al otro fortalece lo propio.

Pero la fortaleza no reside en lo que se puede derribar. Como ha mostrado la historia china —una y otra vez, en distintos lugares del mundo—, el espíritu no se somete al golpe. Cada intento de borrado ha sido, paradójicamente, una forma de confirmación. La memoria vuelve a levantarse, no siempre en forma de monumento, sino en la determinación tranquila de seguir estando, de seguir aportando, de seguir nombrando este país como propio.

Hay una tristeza legítima en ver caer un símbolo. Una indignación que nace del afecto por la historia y del deseo de respeto. Pero junto a esa herida también permanece una certeza: la memoria cultural no muere cuando es atacada; se vuelve más consciente de su raíz. Aprende a sostenerse en la palabra, en el gesto cotidiano, en la presencia que no pide permiso para existir.

Tal vez este momento invite a detenernos. A preguntarnos qué significa realmente honrar la diversidad, cómo se cuida una historia compartida, qué responsabilidad asumimos cuando los símbolos del otro también hablan de nosotros. No para responder con estridencia, sino con una coherencia que perdure.

Porque la memoria, cuando es verdadera, no necesita alzar la voz. Permanece. Se recompone. Sigue caminando. Y en ese andar silencioso confirma que ningún acto de ignorancia puede borrar lo que ha sido vivido, trabajado y sostenido durante generaciones.

La estructura cayó, sí. Pero el espíritu permanece. Y en esa permanencia —serena, firme, inevitable— hay una lección que ningún derrumbe puede borrar.

Por: Mario García Hudson