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Entre el viento que atraviesa el istmo y las corrientes que unen dos mares, se alza el lenguaje profundo de Manuel Orestes Nieto: poeta y navegante incansable de la memoria. Nacido en el corazón palpitante de Panamá en 1951, ha tejido la epopeya y la crónica íntima de su gente. Es quien, con términos ardientes y templados a la vez, construye un puente entre el presente y los recuerdos que habitan.

Por: Mario García Hudson

El autor es investigador, encargado del Centro Audiovisual de la Biblioteca Nacional Ernesto J. Castillero R.

Medio siglo no es solo tiempo: es tránsito, permanencia y creación. Representa el latido constante de un hombre que transformó el aliento en fundamento y hogar. La mirada de Manuel Orestes Nieto no se dice a la ligera. Intuye, recorre y habita. Resuena en la respiración del trópico, en el murmullo, en la huella profunda escrita desde adentro. Tiene muchas veces el rostro de la patria y la señal del porvenir.

Filósofo de formación, escritor de vocación, ha hecho de cada verso una interrogante y del libro una brújula. En su obra, Panamá no es un decorado, sino cuerpo vivo: mar, ciudad y pueblo que se abrazan, fusionados en una pluma valiente que proclama. Es semilla que hinca en el terruño, cuyas ramas tocan lo universal.

Desde las orillas de los años sesenta, su literatura ha crecido con lo panameño y lo ha pensado a profundidad. La crónica se ha hecho canto; la calle, poema. En sus textos, lo íntimo convive con lo colectivo, y la belleza no se aparta del compromiso. Porque escribir —para Orestes Nieto— es también una forma de estar en el mundo, responder y sostener la dignidad.

No escribe para agradar, sino para despertar conciencia. Hay en él un ritmo que no es solo musicalidad, sino pensamiento que fluye. Una manifestación literaria que ha sabido fundir filosofía con sentimiento, historia con estética; tejida con fibras de sudor, tambor, manglar, injusticia y tonada del istmo.

En sus inicios, su poesía fue un río impetuoso, que exigía justicia y verdad.

Libros como Poemas al hombre de la calle, Diminuto país de gigantes crímenes y Dar la cara dan testimonio de un momento que dolía.

Allí, la expresión no es solo grito; es lanza y escudo. Una batería de verbos que estalla en un pulso insistente, marcado por la urgencia de nombrar: la herida abierta en el pecho que resiste al olvido.

Sin embargo, no se detiene en la denuncia. Del fragor de la lucha se transita hacia una reflexión más serena, que se convierte en faro y en esperanza. En poemarios como Panamá en la memoria de los mares y El mar de los sargazos se abre a la utopía: ese territorio intangible donde se funde el deseo de fraternidad. Aquí, el mensaje se vuelve a la vez transparente y denso, un tributo al mar que abraza, que moldea y recuerda. Que se adentra en la carne del suelo para alumbrar su rostro múltiple, para revelarlo persistente en la luz y en la sombra.

En El deslumbrante mar que nos hizo se abraza la prosa poética, fusionando formas y bordando relatos donde el lirismo y narración se entrelazan en una danza perpetua.

Este libro es la culminación sublime de más de cuarenta años de escritura, donde Panamá deja de ser simple registro, para convertirse en símbolo y armonía. Es herencia viva que se extiende y seduce al porvenir, con la promesa sin violencia, de una tierra hecha nombre y sueño.

A lo largo de su trayectoria, ha sido merecedor de numerosos reconocimientos, entre ellos el prestigioso Premio Nacional de Literatura Ricardo Miró, reafirmando su lugar central en las letras panameñas. Así, se revela como navegante y guardián del alma nacional. Sus versos, traductores de la voz panameña en múltiples lenguas, funcionan como faros que iluminan el tránsito entre la denuncia y la esperanza, de la fragilidad hasta la fuerza insobornable.

En su universo late un hilo conductor: la patria como madre férrea, como un cuerpo entregado al oleaje, siempre en busca de su rostro perfecto, de su esencia verdadera.

El eco se alza, entonces, como un acto de resistencia fervorosa y ternura profunda, como un abrazo que entreteje deseo, dolor y esperanza. Es la historia que no cesa, un mar que susurra desde la nación cantada y habitada.

Un llamado perpetuo a no olvidar, a mirar el horizonte con los ojos abiertos y el corazón, para seguir navegando hacia un mañana que siempre queda por venir.

Mario García Hudson, Margarita Vásquez, Guadalupe de Rivera y Manuel Orestes Nieto

Tuve la oportunidad de compartir con el maestro la mesa principal durante el homenaje por el centenario de Tobías Díaz Blaitry, en la Biblioteca Nacional. Cada pieza de su discurso fue una joya cuidadosamente labrada, con la precisión de un orfebre. Emoción y destreza se unieron, desplegando una elocuencia verdaderamente asombrosa.

Por eso su obra no envejece: está hecha con las fibras de lo verdadero. Porque el poeta que canta desde la raíz no pierde vigencia, y quien evoca su origen con amor y lucidez, nunca está del todo solo.

Manuel Orestes Nieto es, al fin y al cabo, esa presencia que llega con la marea.  Habla en representación de todos y, al mismo tiempo, desde lo más profundo de sí mismo. Sabe que el arte verbal no es solo resplandor: es espejo, resonancia, herida y mapa. Su llama sigue ahí, encendida con suavidad, como el sol sobre la palma y la impresión que no se olvida, porque nos habita.

Por: Mario García Hudson