Después de una dura semana de trabajo, nada mejor que arrancar el fin de semana con el “viernes cultural”, esa reunión de amigos en las esquinas del barrio presagiando ya el descanso y la fiesta. Esta sección pretende hacer eso, arrancar nuestro fin de semana desde esta esquina virtual con cuentos y poemas de autores panameños para que los conozcan y los disfruten. Así que, ¡feliz fin de semana!, con sabor a literatura panameña de la buena.
Pedro Crenes Castro, coordinador del Viernes Cultural: Literatura Panameña [email protected]

Recordar a Andrés Villa leyendo su obra
Andrés Villa

Andrés Villa (Panamá, 1950), nos dejó el pasado jueves 27 de julio. Su legado literario, compuesto por novelas, cuentos y microrrelatos, apelan a una conciencia de la panameñidad del día a día que nos empuja hacia una reflexión de lo cotidiano sin perder de vista la gran Historia panameña, devaluada en muchos ámbitos, pero rescatada por su mirada ficcional para beneficio de todos. Hoy publicamos uno de sus cuentos, La sílfide, para recordarlo leyendo su obra.
La sílfide
La etérea silueta apareció por la veranda de la casa. Su cuerpo de sílfide, vestido con blancos ropajes, arrastraba una larga y negra cabellera. Las aristas de su figura brillaban como material radiactivo. Lo más asombroso para los que pudimos verla era que sus pequeños pies no tocaban el suelo, volaba, desapareciendo siempre en la esquina de la plaza, en dirección a la iglesia.
En el pueblo afirmaban que era una bruja. Una mujer que tenía un pacto con el Averno y que aprovechaba la plenitud de la luna para romper las leyes de la gravedad. Que se transformaba y que no necesariamente tenía el cabello negro. Eso decían, pues había varias mujeres con el cabello de ese color y para eximirla de culpa lo decían.
Otra versión, la relatada por el viejo Yoyo, señalaba a un caballero que habitaba en las afueras del poblado como la clave del asunto. Pero el anciano era tacaño con su relato. Solo mencionaba a don Tomás como el único capaz de desentrañar el misterio de la bella aparecida que aterrorizaba a los del pueblo.
Yo era un extraño que llegaba a reclamar una inesperada herencia. Ese día me retrasé por una avería a tres horas de ese poblado venido a menos. Dejé el auto y seguí en una carreta. Muy entrada la noche llegamos a la plaza frente a la iglesia. Ya nadie me esperaba. Ella sí.
Fue lo primero que encontré al llegar, la extraña desconocida asomada en los pasillos de esa casa abandonada. Iluminada por la luz de una completa luna, pude ver los pálidos rasgos de su bello rostro y unos ojos negros que me miraron con ternura.
Enseguida desapareció
Al preguntarle al cochero sobre quién era ella, contestó con otra pregunta:
—¿De quién me habla?
Los días siguientes los trámites de la herencia, que estuvieron más complicados de lo pensado, y las continuas visitas de los lugareños para saludar, me absorbieron. Pero la hermosa desconocida siempre aparecía en mi memoria. Pronto noté que a la gente del pueblo no le gustaba el tema y rehuían comentarlo. Entonces fue cuando escuché la versión de Yoyo, el viejo sirviente de mis parientes, que ahora servía de mayordomo en la finca que fui a reclamar.
Una tarde recibí la visita del cura del pueblo. Mucho me sorprendió su juventud. Llegó cargando un juego de ajedrez retándome amistosamente a sostener una partida. Esto se repitió tres o cuatro veces esa semana, lo que nos hizo intimar y tomar confianza en nuestras conversaciones. Decidí preguntarle por el fantasma.
—¿Le sorprendería, padre, si le digo que la vi? ¿Que nuestras miradas se encontraron? No sé explicarlo, pero sentí como si esperara algo con mi llegada.
—Estimado Mauricio, aunque lo conozco poco, no me da usted la impresión de ser una persona supersticiosa. Es más, tenía la esperanza de que usted trajera nuevas ideas a nuestra sociedad. Por favor, no me decepcione.
Las palabras del padre Ernesto me hicieron sonreír. Insistí pidiéndole que me dijera todo lo que sabía sobre el tema.
—Cuando llegué a este pueblo me enteré de la maldición que dicen tener los lugareños. Le atribuyen al infortunio de una bella doncella que fue plantada en el altar por su novio, con todo el pueblo como testigo. Ella murió de vergüenza a los pocos días, por lo que su familia abandonó el pueblo y desde entonces dicen que aparece en la que fue su casa. Precisamente la que está en una de las esquinas de la plaza. Pero vamos, Mauricio en nuestros tiempos no estamos para querer estas cosas que no son más que cuentos y leyendas.
—Fue allí donde la conocí. La misma noche de mi llegada. Nada había escuchado sobre ella. Pero vuelvo y repito, sentí que me esperaba.
Las partidas ajedrez las aprovechaba para hablarle del tema. Hasta que lo convencí de que visitáramos a don Tomás, el presunto novio de la infortunada joven. Esa tarde subimos en mi auto y nos dirigimos a las afueras del poblado en su búsqueda. Nuestro paseo fue en vano, pues una vieja criada, que no nos dejó pasar del dintel de la puerta, informó que aquel señor estaba de viaje y que Podía regresar en cualquier momento o dentro de varios meses.
A la vuelta, el padre Ernesto, al notar mi decepción, me dijo como consuelo que sabía dónde estaba enterrada aquella joven. Eso me llenó de esperanzas, pues al menos podría saber su nombre y algún detalle más.
Entramos a la iglesia y caminamos por sus umbrosas naves hasta uno de los altares más apartados. Allí, en una de sus bases encontramos una lápida con una inscripción que decía: «María del Carmen Altamar, 1881-1900». Sobre sus familiares el clérigo no me supo decir nada, desaparecieron.
Se acercaba la noche de luna llena y una idea me atormentaba. No me decidí a salir al encuentro de aquella visión. Una vez que tomé la determinación de tratar de volver a verla, se me ocurrió que el cura debía acompañarme para que contribuyera a resolver el enigma.
El pueblo dormía apesadumbrado. Las puertas se cerraron temprano. Todos se habían recogido temiendo la aparición y temiendo también que la maldición que creían pesaba sobre ellos se cumpliría en nefastos acontecimientos. La luna comenzó a elevarse en el cielo sin nubes que ocultaran su redondez perfecta.
Me acerqué sin compañía hasta el parque. No sé por qué, pero ella no me producía temor alguno. Mis esperanzas de que el cura me acompañara se desvanecían hasta que sentí su llegada furtiva tras de mí. Ambos nos miramos en silencio. Así mismo aguardamos sentados en una de las bancas del parque amparados por las sombras de unos setos.
Ella no nos hizo esperar, sabía de tardanzas. Un poco antes de la medianoche el resplandor iluminó una de las esquinas de la que fue su casa. Enseguida su grácil figura se desplazó en el aire, sí, como si flotara.
Se dirigió hacia nosotros. Titubeo al vernos a los dos. Se detuvo, pero al instante se movió demostrando que era a mí a quien buscaba. Una vez más sus tristes ojos negros se cruzaron con los míos. El sacerdote observaba petrificado cuando, de súbito, ella desapareció.
—¿Habrá sido un rayo de luna que se colaba entre el follaje de los árboles? ¿Estás seguro de que era ella? ¿No habrá podido nuestra obsesión por verla sugestionarnos?
Mi compañero se negaba a aceptar lo ocurrido. Yo estaba maravillado. ¿Qué sería lo que ella quería de mí?
El cura dejó de visitarme. Suspendimos las partidas de ajedrez. Hasta que, una tarde, Yoyo me avisó que el párroco esperaba en la sala. Complacido por su visita salí a recibirlo.
—Mauricio, él regresó —me dijo avergonzado de aceptar volver a ser parte de mis investigaciones, o fantasías, como él las llamaba cuando me reprochaba.
—Entonces vamos a visitarlo, ¿qué esperamos? —le dije entusiasmado.
El gesto con que movió su cabeza no me arredró para tomarlo por un brazo y conducirlo hasta mi auto.
Don Tomás, muy serio, aceptó recibirnos. Nos hizo sentar en los butacones de su salón, a espaldas de altos ventanales que dejaban ver lo yermo y seco del paisaje.
—¿Con qué derecho vienen ustedes a tratar de averiguar cosas que solo les atañen a los habitantes del pueblo? —nos recriminó firmemente el anciano.
—Con el derecho que me da ella, don Tomás —dije respetuosamente. Y comencé a relatarle los contactos que tuve con Mari Carmen y la certeza de que ella requería algo de mí.
Al oírme cambió de actitud. Nos relató que, por cobarde, dudó en casarse con su prometida, faltando a su palabra. Arrepentido, llegó al pueblo días después para cumplirla, pero fue inútil, pues ella había muerto. Se levantó de su asiento y buscando en las gavetas de su escritorio, extrajo un cofre de madera finamente tallado, en el que guardaba un papel doblado con cuidado.
—Miren, esto lo encontré sobre mi escritorio una tarde lluviosa, en el primer aniversario de su muerte. Apareció justo después de que me quedara dormido.
El pliego, amarillento por los años, mostraba una rúbrica menuda, elegante aunque algo temblorosa.
No descansaré en paz hasta que alguien cumpla con tu palabra
M. del C.
—Esta es su letra, la conozco bien, pues cuando novios nos escribíamos con frecuencia. ¿Pero cómo alguien puede decir posarla si está muerta?
No sé aún cómo convencí al cura para que realizara la ceremonia. Fui a la iglesia a la medianoche, con mis mejores galas, tal como lo haría un novio el día de su boda. La luna llena iluminaba mis pasos. En la puerta me esperaba don Tomás con los anillos, los mismos que debió usar en aquella boda a la que no asistió cincuenta años antes. Me sorprendí al ver el templo colmado de vecinos del pueblo.
La luz tenue y vacilante la daban decenas de velas que se reflejaban en adornos de flores blancas, todas las que Yoyo pudo conseguir en los jardines del poblado.
Me acerqué lentamente por el pasillo central para enfrentar al padre Ernesto, que me aguardaba en el altar. Solo faltaba ella. Aun así, comenzamos los esponsales. Al preguntarme si aceptaba María del Carmen Altamar por esposa, respondí con un sí alto y claro que provocó una exclamación entre los presentes.
Llegó de una manera espectacular, por lo menos para mí. Para otros fue tétrica. Justo cuando el cura le preguntaba si me aceptaba por esposo, una helada ráfaga de viento apagó todas las velas y llenó el aire con pétalos de flores. Enseguida un halo de luz iluminó el altar, era ella que a mi lado contestaba que sí.

Pedro Crenes Castro
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(Panamá, 1972), es escritor. Columnista y colaborador en varios medios panameños y españoles. Ha ganado dos veces el premio Nacional de Literatura Ricardo Miró de Panamá y dicta talleres literarios. Vive en España desde el año 1990.

