Mañana, 25 de septiembre, cumplo 60 años y quiero celebrar ese hecho con esta crónica poética, en la que hablo de algo que ha marcado profundamente mi existencia: la música. Este texto es también un homenaje póstumo a quienes guiaron mis pasos musicales: Rogelio Vega, Pedro Salazar Chambers y Néstor Castillo Restrepo, tres nombres que permanecen vivos en mi recuerdo y en cada nota que alguna vez toqué. A su vez, es un agradecimiento sincero a mi maestro Nicolás Ceballos, quien me enseñó la disciplina y los secretos de un instrumento que fue mi compañero inseparable en una etapa crucial de mi vida: el saxofón, al que, en algún momento, sé que volveré a interpretar.
Por: Mario García Hudson
En una sala donde el polvo baila espirales en la luz, un hombre hilvana la historia con hilos de sonido. No guarda papeles. Conserva ecos. Voces que se disuelven en el tiempo como azúcar morena en café lento. Le dicen García Hudson, pero algunos lo llaman el curador del olvido.
Cada mañana, al abrir el centro audiovisual, le habla al silencio con reverencia. Buenos días, señor tiempo. Hoy vengo a rescatarte. En sus manos, el vinilo es un templo; la cinta magnética, una carta de amor escrita en un idioma perdido. Y cuando conecta los cables del tocadiscos, el alma del país despierta: ronca, dolida, pero viva.
Un bolero de 1952 canta a través de los altavoces: una historia de despedida, puerto y luna detenida. El archivista cierra los ojos y escucha, no con los oídos, sino con la memoria que lo habita.
Cuando llueve, el sonido entra por las rendijas. El cuidador de ecos dice que la lluvia es el vinilo del cielo: gira, cruje, canta. Y él, como siempre, la escucha con los ojos cerrados.

En su biblioteca no hay fantasmas. Hay trompetas de calipso, risas de feria, poetas que firmaron con seudónimo para no dejar rastro. Y hay preguntas que sólo la música puede responder.
A veces, entre las grabaciones, aparece una risa. Breve, como un relámpago. “María, no borres eso”, dice una voz. Y el eco del pasado se queda flotando, sin obedecer.
La gente lo ve como un archivista, pero él mismo sabe que es otra cosa: tejedor de ausencias, farero en el oleaje del olvido, custodio de un país que a veces no recuerda su nombre.

Algunas noches, el país tose en sueños. Mario lo escucha desde su escritorio y enciende una cinta suave, como quien canta una nana. Porque el país también olvida, pero él insiste en recordarle quién fue.
Una vez, mientras limpiaba una caja marcada con tinta corrida, descubrió una grabación sin etiqueta. Al reproducirla, una voz temblorosa dijo su nombre. No era un locutor, ni un artista. Era su padre, Avelino. Una carta sonora de despedida que él había olvidado que existía.
Se quedó quieto. No lloró. Solo dejó que la lluvia afuera repitiera la grabación con él.
Una vez, una niña le preguntó: ¿Y qué haces cuando la música se acaba?
Él sonrió con los ojos. La música no se acaba. Solo aprende a esconderse.
Entonces volvió a su trabajo, acariciando con ternura una grabación en desuso, como quien acaricia la frente de alguien que amó.
Porque en su corazón, las canciones son semillas; los ensayos, ríos que susurran nombres; y las cintas restauradas, actos de resistencia contra el olvido.
Y aunque la lluvia caiga sin aviso sobre la ciudad, en esa pequeña sala de la memoria, la historia jamás se moja. Dicen que, cuando Mario ya no esté, su sala seguirá respirando.Que las cintas sabrán esperarlo, como quien aguarda una canción que tarda en volver.
Y si algún día su ausencia se hace demasiado real, alguien recordará sus palabras, dejadas como un susurro entre grabaciones: Cuando me muera, no traigan flores, ni lamentos graves ni viejos rumores.
No quiero llantos de amarga pena. La muerte es pausa, no es condena. Quizá me asome desde algún recodo, y sonría al oír que hablo a lo hondo.

Morir es parte de esta canción, el punto final de una oración. Pero háganme un favor: celebren, rían, que suene la música y las almas guíen. Brinden por mí que el buen recuerdo anida en la pieza.
Desde niño, el bolero fue mi refugio fiel, mi porqué y mi ley. Con él amé, sufrí, volví a empezar, y en cada verso aprendí a callar.
Agustín Lara cantaba amores imposibles, y Rafael Hernández bordaba lo invisible. Pedro Flores tejía penas al viento, y Ricardo Fábrega hablaba con sentimiento. José “Tololo” Slater Badán vivía su voz en la copa, con cada trago su alma se arropa. Y en noches sin luna, sin rumbo ni estrella, ellos eran faro, consuelo y centella.
Si algún día vuelve esa melodía, que estremeció mi alma y mi alegría, cierren los ojos, canten sin temor… que estaré en cada verso, hecho amor.
Por: Mario García Hudson