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No solo ha escrito cuentos, ensayos y reflexiones que nos interpelan: ha sido, sobre todo, un auténtico sembrador de lectores

Por: Mario García Hudson

El autor es investigador, encargado del Centro Audiovisual de la Biblioteca Nacional Ernesto J. Castillero R.

Desde la ciudad que aún conserva su alma de puerto, donde los ecos de los pregones viejos se confunden con el ruido de los motores y el murmullo de las bibliotecas, emerge la figura de un hombre que ha hecho de las palabras un oficio y del imaginario colectivo, un jardín que no deja de regarse: Carlos Fong. No camina con la prisa del que quiere ser visto, sino con la calma del que ha aprendido a observar, a escuchar, a quedarse un poco más donde los otros ya se han ido.

No escribe para imponer, sino para invitar. Para tender puentes entre lo que somos y lo que aún podríamos ser. Su pluma, como su voz, es una brisa paciente que acaricia los márgenes, que le habla tanto al niño lector como al adulto que se ha olvidado de imaginar.

Hablar de su figura desde la distancia crítica es válido, pero hacerlo desde la cercanía afectiva añade otra capa de comprensión. Lo conocí por medio de Juan Antonio Gómez, y hemos compartido una amistad de tres décadas.

En todo ese tiempo, he podido constatar que es un hombre de honor, comprometido con la cultura. Ha sido crítico del entorno, incluso cuando ello ha implicado poner en riesgo su puesto de trabajo. Sus dos hijos, Isaac y Ezequiel son sobrinos para mí, y su mujer, Vielka, es como una hermana. Hablo, entonces, no solo desde la admiración intelectual, sino desde el afecto profundo que solo el tiempo y la confianza permiten construir.

El nació en un país donde contar historias es una necesidad ancestral: entre la oralidad de las cocinas, los cuentos que sobreviven a los apagones, y los libros que a veces llegan tarde, pero cambian vidas para siempre. Desde joven supo que leer no era solo un acto solitario, sino una forma de pertenecer. Y comprendió también que el escritor no es un dios que dicta, más bien un testigo que traduce.

Carlos Barrios, Carlos Fong y Mario Garcia Hudson

No solo ha escrito cuentos, ensayos y reflexiones que nos interpelan: ha sido, sobre todo, un auténtico sembrador de lectores.

Su permanencia por el Ministerio de Cultura y por decenas de bibliotecas, escuelas, ferias y pueblos no fue la de un funcionario, sino el de un forjador de esperanzas, un mediador de palabras. Porque para él, la lectura no es un lujo: es un derecho y una trinchera.

Hay algo profundamente generoso en su forma de habitar el mundo de los libros. No busca figurar, solo compartir. No colecciona premios, aunque los ha recibido, sino momentos en que alguien, gracias a un libro, comprendió algo de sí mismo. Para este autor, cada lector es una semilla, y la historia un espejo que nos permite reconocernos sin miedo.

Lo recuerdo en una escuela del interior, rodeado de niños, contándoles un cuento. Esas historias que tienen sabor a juego y fondo de filosofía. O en algún taller de formación, hablando de la ética del escritor, de la importancia de leer al otro, de cómo la palabra puede curar, pero también herir, y por eso hay que usarla con ternura y responsabilidad.

Carlos Fong, Mario García Hudson, Taty Hernández y Manuel Montilla

En un mundo que premia el ruido y la inmediatez, Fong sigue apostando por el silencio reflexivo, por el tiempo que se toma para decir algo que valga la pena. Cree en la lectura como acto revolucionario, no por grandilocuencia, sino porque sabe que cambiar la mirada de una persona cambia también su destino.

En su obra, la figura del escritor se amplía: es también pedagogo, editor de sueños, guía invisible de generaciones. Ha formado a otros escritores, pero sobre todo ha inspirado a muchos a creer que su voz también importa, que hay espacio para numerosos cuentos, nuevas memorias, múltiples perspectivas.

Carlos Fong es, para mí, uno de esos discretos guardianes de la palabra que, sin hacer ruido, resuena profundamente. Su obra, tanto escrita como vivida, no se impone con estridencia, sino que perdura. Porque esta emana del afecto, de la paciencia, del compromiso de quien sabe que la cultura no se decreta, sino que se construye día a día: lector a lector, verso tras verso.

Si Panamá tuviera una bitácora espiritual, una que narrara no solo sus batallas sino también sus esperanzas, habría allí muchas páginas con su nombre escrito en voz baja. Porque hay quienes construyen patria desde el discurso, y hay otros como él que la forjan desde el cuento contado a tiempo, desde el libro compartido sin vanidad, desde la escucha que da abrigo.

Porque sabe, como comprenden los que imaginan con humildad, que el verdadero poder de la literatura no es el aplauso, sino la transformación. Y que los cuentos, cuando se narran con amor, no solo salvan un país: también nos redimen a nosotros mismos.

Por: Mario García Hudson