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Después de una dura semana de trabajo, nada mejor que arrancar el fin de semana con el “viernes cultural”, esa reunión de amigos en las esquinas del barrio presagiando ya el descanso y la fiesta. Esta sección pretende hacer eso, arrancar nuestro fin de semana desde esta esquina virtual con cuentos y poemas de autores panameños para que los conozcan y los disfruten. Así que, ¡feliz fin de semana!, con sabor a literatura panameña de la buena.

Pedro Crenes Castro, coordinador del Viernes Cultural: Literatura Panameña [email protected]
Diseño: Carlos García Ponte

Cuentos de Eduardo Jaspe Lescure

Eduardo Jaspe Lescure


Eduardo Jaspe Lescure (Panamá, 1967), ganó en 2015 el Premio Nacional de Cuento José María Sánchez y el Premio Centroamericano Rogelio Sinán en la categoría cuento en 2016. Es el autor de los libros de cuento Malos agüeros, Origen del Ninfa y Arcanos mayores. Es una de las voces literarias con más proyección del momento y solvencia narrativa.

Inesperadas

Llegó así, sin más. Y sigue ahí burlándose, sádica. Ríe victoriosa después de manifestárseme en lágrimas desde que inició la tarde. Limpio su rastro, esos surcos con los que quiere tatuar mis mejillas. Mis manos se manchan de rímel. El rímel que disfrazaba el dolor cuando me reflejaba radiante en el espejo. El dolor profundo que conocí cuando avanzó la edad. La edad que no me preocupaba hasta que llegó, de repente, como llegó la tristeza esta tarde, sin avisar. Continúa riendo. Se carcajea. Goza.

Por mi ventana entra el paisaje de la ciudad para fastidiarme con sus edificios blancos, moles forradas en vidrieras donde se refleja el sol y resbala la lluvia. Me acerco y miro. En alguno de esos, en ese o en aquel, otra mujer se asoma a su ventana y me mira. Quizás sea en el que se impone con su diseño moderno de balcones dispares y veraneras lilas que le cuelgan como una falda casi hasta la acera desde el área social. Una falda verde y lila meciéndose alegre como quisiera hacerlo yo. O tal vez en el que sobresale al fondo, por encima de los otros, ese que lleva como tocado una lanza dorada sobre tejas, el que parece un guerrero pelirrojo dando órdenes. En ese la mujer se asoma a su ventana, fija su mirada en este edificio y me mira mirándola.

Desde el mar se levantan con fuerza la tormenta vestida de gris. ¡Viene con rabia! Se acerca con descaro y aprisa. Lanza primero su colcha de nubes turbias, violáceas, negras en partes. Cubre todo el cielo como un mural en la bóveda del palacio. Se le desprende al fondo un velo blanco translúcido. Se cubren las montañas. Escucho el sonido de las llantas de los autos sobre el asfalto recién mojado por una llovizna rala, no como mi llanto. Llega a mí el vapor que emite el cemento bañado por el goteo como si saliera de una sopera destapada. Huele a ciudad, a tragedia, a tarde triste. Cae otro tergal y no puedo ver más el edificio del tocado. Otro me impide ver el mar. La brisa sopla. Entra por la ventana. Mueve los cuadros, las cortinas, los documentos que tengo en la mesa. hace temblar los vidrios y me separo un poco, con miedo, pero sigo observando el movimiento del velaje blanco que cae desde el cielo y los hilos fluorescentes que se desprenden desde arriba como un crujido y un estruendo que reverbera. Retumba y sigue el eco. Cae otro. Luego otro y otro más. Es casi de noche. Las hojas se arremolinan. El viento las levanta del suelo y las hace volar. Los vidrios de mi ventana vibran con más fuerza. Quieren desprenderse como se han desprendido de un edificio en construcción dos hojas de zinc que vuelan a pocos metros de mí como navajas filosas de guillotina francesa. La grúa del edificio se tambalea. Su carga cae sobre un automóvil estacionado en la acera. El tránsito se detiene. Un árbol de flores rojas, ya sin flores, es arrancado de raíz. Vuela otra pancarta. Cualquier cosa se levanta del suelo y acompaña el viaje del zinc, las pancartas, y las flores rojas del árbol caído, como sangre, mientras la pantalla inmensa que emite demasiada luz en la noche con anuncios que a nadie le interesa es apuñalada de muerte cuando la atraviesa un trozo de metal.

Por unos segundos baja el ritmo. Respiro. La colcha gris se convierte en cantera de hielo y de ella se desprenden rocas. Trozos grandes que rompen los parabrisas. El ruido del granizo y los golpes desatan las alarmas de los autos que parecen opacas ante el fuerte rugir de ella, la de gris. Una roca de hielo traspasa mi ventana abierta. Me roza la cara y me hace salir del asombro.

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Termina las descargas, cesa la brisa, las hojas vuelven al suelo. Solo quedan los gritos automáticos de alarmas histéricas. Se separan las nubes grises más claras y dejan entrar la mano del sol que me acaricia, se lleva mis lágrimas, despeja mis dudas como también despeja el cielo que vuelve a abrirse. Desaparece el gris y tímidamente regresa al celeste. Salen de sus escondites las personas que caminaban. Los dueños de los autos rotos hacen aspavientos y llaman por sus teléfonos móviles. Se reanuda el tráfico. Los velos se recogen. Puedo volver a ver las montañas y el mar.

Terminó de pronto, como llegó. Quien reía partió con ella. Pero en aquel edificio, el del tocado, la mujer que me miraba ha empezado a llorar.

Tomado de Malos agüeros, 2015


Círculos

Tiene collarín y pequeños tubos flexibles enterrados en los brazos por donde penetran, gota a gota, sustancias curativas desde bolsas que cuelgan a ambos lados de la cama. El vendaje en la cabeza es un gorro de dormir. Como pijama, la bata verde que le deja la entretela al aire para aliviarse sin tener que ir al inodoro. Y es que se le hace muy difícil levantarse con una fractura en la tibia y tres costillas magulladas después de destrozar el automóvil contra un poste del tendido eléctrico que apareció de pronto en medio de la carretera. Hueles a alambique, vergajo, le dice a la cara descompuesta que lo mira de cerca exhalando un tufo agrio.

Trata de mantener el equilibrio, agarrado a la cama. La imagen del accidentado es deprimente. La soporta poco tiempo. Da media vuelta. Abre la puerta y se encuentra con las paredes blancas, los amplios pasillos sin ornamentos y la luz excesivamente clara. Una calma tensa flota en el ambiente cubriendo el olor a desinfectante. Revolotean cofias. Chirrean zapatillas blancas con suelas de goma al transportar bandejas de acero inoxidable con jeringas y medicamentos. Como se jacta de ser un bebedor fuerte, se molesta terriblemente al encontrar el periódico amarillo con el titular en primera plana “Aun muerto olía níspero”. Una foto desagradable y un pequeño artículo con mala redacción exponen el hallazgo del cadáver de un hombre desaparecido hace tres días. Deja el periódico y se topa de frente en el estacionamiento con la publicidad de un programa de recuperación de adicciones. Otra molestia. Pero la principal incomodidad es la sed que tiene prendida; imperiosa necesidad de tragar un líquido que queme la garganta. No importa ese encender y apagar del cerebro que desconcierta, ese avanzar de la grasa en el hígado que lo endurece hasta la cirrosis, ese escuchar voces que se acercan sin esconderse. La necesidad de calmar la sed es superior. Está en esa fase de apurar unos tragos para sentirse bien, necesitar más, dormir un poco, despertar sediento, beber otra vez y perderse hasta aparecer en algún lugar desconocido o conocido de sobra sin poder reconocerlo.

Enciende el vehículo después de dar el portazo correspondiente. Regula el aire acondicionado para que sople con velocidad. Baja la temperatura. Detesta el sudor frío que le corre por debajo del cabello, gotea en los hombros y engoma la camisa a la espalda; brota con solo dar dos pasos y desaparece misterioso quince días después de dejar de beber. Abre la guantera y saca la botella de vodka. No está casi congelado como le gusta, espeso, para adormecer la tráquea al ir bajando como un jarabe para la tos y refrescar el estómago al caer como un antiácido. El trago caliente a pico de botella calma el deseo, el temblor de manos y los movimientos involuntarios. Se lo da para aliviarse. ¡Ah, qué delicia! Otro para asegurarse. Nada como esto. Uno más para convencerse. ¡Anestesiado!

Conduce a velocidad, bebe y trata de mandar un mensaje de texto por el celular. Zigzaguea en la vía hasta que la curva pronunciada, sin buen peralte, le hace deslizar fuera de la calle. Se acerca de frente un poste. Gira el timón para tratar de esquivarlo. No sirve de nada, el vehículo está en el aire. El primer impacto es en el guardafangos. Cae el segundo hundiendo el techo. Estalla el parabrisas que lo cubre con su lluvia de trocitos cuadrados. Siente el tercero en la cabeza. El espejo retrovisor se posa sobre su hombro derecho. El tablero de controles doblado quiere estrujarle en un abrazo, pero lo impide el volante que hace resistencia incrustándosele en las costillas para apoyarse. No siente dolor, solo un leve crujido, como si se traqueara los dedos. Le molesta la pierna cautiva entre el motor que se le vino encima y el suelo del vehículo recogido contra él. No pierde el sentido. Está atrapado, inmóvil. Con los ojos como radares, trata de determinar dónde está la botella de vodka.

Las sirenas, las sirenas, los rescatistas, la ambulancia, preceden al hospital donde reposa, luego de varias horas de procedimientos, acostado en una cama con pequeños tubos saliéndole de los brazos, conectados a bolsas que cuelgan. La sed termina, pero sabe que tarde o temprano, muy probablemente antes de que desaparezca el sudor frío, volverá a aparecer áspera, despiadada, cruel, y terminará otra vez con el primer trago resbalando por la garganta. Duerme tranquilo porque está a salvo por ahora.

Abre los ojos. Se descubre sin interiores y con una bata verde en la cama. Se ve trastabillar, apoyarse a la cama, sobre sí mismo, sobre el vendaje que tiene en las costillas. Contiene el dolor. Se reconoce en la cara descompuesta que lo mira de cerca, exhalando el tufo. Alcanza a decirse: hueles a alambique vergajo.

Tomado de Malos agüeros, 2015

Coordinador del Viernes Cultural Literatura Panameña:
Pedro Crenes Castro

[email protected]
(Panamá, 1972), es escritor. Es columnista y colaborador en varios medios panameños y españoles. Ha ganado dos veces el premio Nacional de Literatura Ricardo Miró de Panamá y dicta talleres literarios. Vive en España desde el año 1990.
https://senderosretorcidos.blogspot.com/