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Después de una dura semana de trabajo, nada mejor que arrancar el fin de semana con el “viernes cultural”, esa reunión de amigos en las esquinas del barrio presagiando ya el descanso y la fiesta. Esta sección pretende hacer eso, arrancar nuestro fin de semana desde esta esquina virtual con cuentos y poemas de autores panameños para que los conozcan y los disfruten. Así que, ¡feliz fin de semana!, con sabor a literatura panameña de la buena.

Pedro Crenes Castro, coordinador del Viernes Cultural: Literatura Panameña [email protected]

El apocalipsis se quedó sin baterías; cuento de Eduardo Soto

Eduardo Soto


Eduardo Soto (Panamá, 1965), Ha ganado el Premio Nacional de Cuento José María Sánchez con la obra Cuentos nada más y el Premio de Novela Corta Sagitario Ediciones con El colmillo de los dioses. Periodista de profesión, posee una adiestrada capacidad para la construcción de escenarios efectivos y de personajes memorables.

El apocalipsis se quedó sin baterías

…Ino se obstinaba en un silencio huraño

José María Sánchez

Devastación. No hay calles ni bares nudistas ni fuentes ni escuelas ni la “M” de McDonald’s ni columpios ni carros ni música. Solo páramos agostados acometen el paisaje en lontananza. No hay ruido de motores ni zumbido de la electricidad surcando los laberintos de consumo. El pinchazo del frío se mete bajo la piel como ladrón artero. Duelen tantas soledades y duele el viento yerto. Llueve un agua azul fosforescente.

Negrura. La eterna noche hace miles de años se quedó sin luna y sin su polvillo de plata, que antes se esparcía en forma de estrellas. El imperioso sol tampoco da la cara. es como si el mundo en su caída fuese desmontado de sus bases y lo arrinconaran cual escoria en un depósito sin luces, sin sus giros y retornos, ahí donde van a parar los planetas caducos, que ya no le sirven al conjunto. Mientras, el universo sigue su marcha, desentendido de esos desperdicios siderales, remanente que es apenas roca y sucia brisa sibilante.

Entonces la veo. Es una mujer desnuda la que acecha. Con un puñal. De su boca no sale palabra, pero le arde en la mirada en un grito brutal: “Te lo voy a hundir hasta el fondo”, vocifera desde su oscuro silencio escrutador.

Ruinas. Están amontonadas de tanto en tanto. Dunas de hormigón en centinela actitud de monolito. Apuntan al cielo púrpura, y las puedo oír: lloran. Hay una pared que no se tornó en polvareda cuando se vino abajo, y está recostada en uno de los cerros de concreto inútil. Un cartel político con una derruida cara sobrevivió a la de degollina, y sigue adherido al milagroso pedazo de tapia que no se rompió. Es imposible distinguir si el rostro es de hombre o de mujer. Quien sepa hacerlo, apenas podrá leer un pedazo de frase: “días mejores”, escrito en letras de un amarillo opaco, que es el color de los recuerdos.

El iracundo chispazo de un relámpago cae sobre la tierra indemne, y el fragor apocalíptico ruge sobre las cabezas que, ahora distingo, están por todas partes. Arrecia la lluvia. Los hombres y las mujeres que pululan sin ropa, han abierto agujeros en el suelo desértico, y ahí viven y se esconden y se abrigan, como ratas campesinas, como serpientes. Le temen al ruido y a la luz. Les aterra ver sus caras sucias y tener que aprender a hablar para ponerse nombre.

La mujer y el puñal siguen allí. Ella da un paso hacia mí, y veo que le sangran las úlceras que lleva donde deberían estar sus senos. Cuando se sabe mirada, se esconde tras un contrafuerte que se desplomó hace millones de noches como ésta.

La borrasca amaina, y hombres y mujeres vuelven a la superficie. Veo niños. No es correcto decir que son familias esas que están ahí. Hordas, eso sí. Tiran de sus cabellos polvorientos, se escupen, de sus bocas escapan gritos y gemidos guturales, como el que se cuela por el gaznate al vomitar; sacan sus lenguas en gesto ramplón, y las mujeres aferran los testículos de ellos con vehemencia y tiranía. Los hombres chillan, pero no parece que sea de dolor. No hacen el amor, se agreden.

Los niños comen tierra más allá. ¿Tierra, dije? No, es cemento. Única partícula que flota en el aire y está por todos lados. Los niños se meten este feo material en la boca sin dientes. También están desnudos y sucios. Pequeñas caras serias, silenciosas. Ángeles panzudos. No juegan, buscan lombrices para comer. Y cucarachas que, una vez más, han sobrevivido la tragedia.

Ahí está ella otra vez, rayana. Siento que su mirada me toquetea el hombro, y me susurra insultos al oído.

Entonces encontré la bola de topacio. Era de un grueso cristal amarillo rojizo, refulgente a pesar de las sombras. Y tenía voz. Una palabra, un destello súbito. Otra palabra, la luz. La verdad brilló y contó esa historia de horror, de aquellos miles de años atrás, del infierno desaforado, y el rebenque del tiempo que castigó la vida conocida.

La mujer también oía. Dejó de avanzar hacia mí cuando escuchó la palabra, esa cosa que tejía sonidos, desconocida, peligrosa.

“Ideologías”, dijo la piedra y su fulgor, “…ellos prefirieron el desprecio a las teorías, las bancadas se acabildaron en promiscua aleación corrupta (…) Se derritieron los colores en un llanto gota a gota maldecido, y sobreabundó el gris (…) los ambidextros”. Entendí que agonizó la arcoirisada y antigua rueda del poder, y cada cual se vendió al mejor postor. Un día de tantos el augurio se cumplió y se quebró el mundo, porque ya no había principios para sostener el parapeto. La vida se convirtió en “un manchón de musgo entre las ruinas”, como dijo el poeta en su verso destronado. Fue entonces cuando empezó a llover, y desde aquella vez no para.

Volví a mirar a la lejanía. Había niños que corrían, alaridos de miedo primitivo, pánico. Vi sangre en sus cabecitas sin cabello.

¡Alerta! La mujer está a mi lado con su abalanzamiento. Pulla con la punta del puñal mi mano abierta y temerosa. Miro la marca de sangre, tristona señal de crucificado. Un espumarajo blancuzco le mana de la boca torcida. ¡Mueca vulgar! ¡Llegó la hora! ¡Satán anda suelto!

Volteo para encarar el final, escrito desde el principio de los tiempos. La miro. Un grito sin voz halla su prisión en mi garganta. Intento darle alas, para lanzárselo al rostro de la mujer sin senos, pero el alarido del hijo del perjuro se sofoca en una almohada húmeda por aquella secreción extraña y adhesiva. Cuando abro los ojos, recortada contra la luz de la lámpara repelente de mosquitos, veo la silueta hechicera de mi madre, que me urge perentoria: “¡Despierta… No sonó la alarma… El reloj se quedó sin batería… Vas a llegar tarde a la oficina!”

En la mano traía un enorme cepillo de dientes.

Tomado de Cuentos nada más

Coordinador del Viernes Cultural Literatura Panameña:
Pedro Crenes Castro

[email protected]
(Panamá, 1972), es escritor. Columnista y colaborador en varios medios panameños y españoles. Ha ganado dos veces el premio Nacional de Literatura Ricardo Miró de Panamá y dicta talleres literarios. Vive en España desde el año 1990.