«Desde Panamá, hacia ese otro destino al que todos iremos algún día porque es ley de la vida, caminando con nuestras raíces en el alma, junto al recuerdo de quienes dejamos atrás»
Carta a Luis Wilfred Anglin Maylor (16 de junio de 1940 – 3 de julio de 2025)
Por: Mario García Hudson

El autor es investigador, encargado del Centro Audiovisual de la Biblioteca Nacional Ernesto J. Castillero R.
Ha partido para el otro lado, a armar la rumba, Freddy Anglin. Se ha llevado consigo su contrabajo, ese instrumento que no solo tocaba, sino que respiraba con él, que hablaba y contaba historias caribeñas desde las cuatro cuerdas. No era un acompañante cualquiera. Era una extensión de su alma, de su identidad, de su esencia panameña hecha melodía.
No es difícil imaginarlo ahora, en ese otro templo sonoro donde el tiempo no pesa, afinando su instrumento con la misma serenidad con la que llegaba a cada tarima. Como quien sabe que no necesita alardear cuando lo que lleva en las manos es pura verdad musical.
Debe estar ya tocando una cumbia o un tamborito. O quizás algo más libre, como el jazz que tanto le hablaba. Freddy no pertenecía a un solo género: era un puente entre lo tradicional y lo nuevo, entre lo que vibra en la tierra y lo que se eleva hacia lo eterno.
Allá arriba, de seguro lo esperaban: Bush, con su risa grave. Manny Bolaños hijo, con esa sabiduría silenciosa de los músicos que han vivido todo. Cáncer Santizo, con su fuerza y sus historias. Tito Rodríguez, el vibrafonista, el trompetista, que sabrá escuchar en Freddy no solo a un colega, sino a un igual. Rubber Legs, con la maestría que pone en cada nota de su instrumento. Harrold Patterson, el insuperable Shazam, genio de la percusión.

Imagino esa reunión: las primeras notas flotando en el aire, las miradas cómplices entre músicos que no necesitan presentación. Y, en algún rincón del cielo, un coro celestial —tal vez incrédulo al principio— comenzando a danzar, a moverse al compás del grave pulsar de Freddy. Porque incluso allá, donde todo es perfecto, el ritmo de Anglin tiene algo nuevo que decir.
Su arte no fue ruido, fue raíz: tierra húmeda tras la lluvia, calle viva, tambor que convoca, abrazo que reconcilia. Fue la historia de un país contada sin palabras. Y aunque sus cuerdas ya no vibran aquí, su eco persiste: en cada tarima donde otros bajistas intentan recrear su swing generoso, en las grabaciones que aún estremecen, en los recuerdos vivos de quienes compartieron la música a su lado.
Freddy no se fue. Solo cambió de latitud sonora. Y quizás eso es lo más hermoso de los músicos: que la muerte no los calla, solo los convierte en melodía perpetua.

Hoy no solo despedimos a un maestro del bajo. Se va un pedazo de historia. Un creador de puentes entre generaciones. Un hombre que entendió que la música no es solo sonido, sino gesto, silencio, compañía… y a veces, consuelo.
Y aunque nos duela su ausencia, sentimos que algo irremplazable se ha apagado.
Pero también sabemos que el pulso no se ha detenido. Porque el legado de Freddy Anglin no es una nota final, sino un compás que sigue, avanza y nos acompaña.
Hasta siempre, maestro de maestros. Gracias por su arte. Por su generosidad. Gracias por quedarse, incluso cuando partió.
Y que allá donde esté, siga afinando el bajo. Porque este mundo —y el otro— siempre necesitará de su ritmo.
Por: Mario García Hudson