Esta es la segunda entrega dedicada a esta académica y a la cultura que habita nuestro entorno panameño. Desde una mirada más íntima, busco trazar lo que poco a poco he comprendido de ella en la quietud de su andar cotidiano. Este es mi homenaje a la amiga con quien, desde hace ya dos décadas, comparto un pedazo de camino
Por: Mario García Hudson

El autor es investigador, encargado del Centro Audiovisual de la Biblioteca Nacional Ernesto J. Castillero R.
Desde Coclé, entre cerros y costumbres que aún se susurran bajito en la madrugada, emerge la figura de una mujer que ha hecho del pasado un puente, del saber un canto, y de la memoria, una brújula. Guillermina De Gracia no camina por los pasillos de la academia con el peso de los títulos, sino con la ligereza de quien reconoce el valor de las preguntas sin dueño y de los silencios que aún buscan traducción.
Nació entre relatos de tierra adentro, donde la historia rara vez queda escrita, pero cobra vida en la palabra hablada, el movimiento, los hilos y los cantos. Desde allí ha trazado su camino, entrelazando saberes antiguos con herramientas actuales, convencida de que el patrimonio no es un recinto cerrado, sino un espacio vivo, abierto a la comunidad.
Formada en la Universidad de Panamá y, más tarde, en tierras lejanas —Valladolid, Barcelona—, nunca dejó de mirar hacia lo suyo, hacia lo nuestro. Con cada regreso no traía solo saberes, sino también preguntas urgentes: ¿quién cuenta nuestra historia?, ¿desde dónde la narramos?, ¿para quién se preserva un hueso, una danza, una ruina, un cuento?
Su paso por el Instituto Nacional de Cultura, sus roles en museos y su presencia en los campos arqueológicos nunca fueron un simple ejercicio profesional, sino actos de militancia cultural: silenciosa, pero firme. Porque ella no concibe la antropología como una ciencia fría, sino como un compromiso profundo con las raíces y las ramas: con lo que fuimos, lo que somos y lo que podríamos llegar a ser si aprendiéramos a escuchar con más atención.
Guillermina es, para mí, como una hermana menor. Desde que nos conocimos, hubo una conexión inmediata —quizás por su franqueza al decir las cosas, o por esa forma tan suya de ser leal sin alardes, solidaria sin condiciones. Tiene ese tipo de carácter que no se compra ni se aprende: se trae del alma. Nunca olvida de dónde viene, y eso la hace más grande. Su nobleza toca a quienes la rodean, empezando por su familia y extendiéndose como eco hacia amigos, colegas y estudiantes. Con ella, la cercanía es sincera y el cariño, profundo. Porque no solo piensa con la cabeza: también lo hace con el corazón.
Fundadora de la Asociación de Antropología e Historia de Panamá, ha insistido en que no hay ciencia sin pueblo, ni pasado sin presente. Ha formado a jóvenes, no desde una cátedra vertical, sino desde el diálogo honesto. En su mirada, los museos no deben guardar objetos: deben liberar historias.
La imagino caminando por los pasillos del Museo Reina Torres de Araúz —ese espacio que tanto ha defendido—, acariciando con la vista las piezas de barro, los fragmentos de hueso, los vestigios de oro, y el silencio que clama por ser contado con respeto. La veo junto a comunidades emberá y guna, escuchando más que hablando, comprendiendo que la antropología también exige humildad. La escucho decir: “hay que aprender a apropiarse del patrimonio”, porque lo que no se siente propio, no se cuida.
Hoy, desde su cátedra en Coclé, sigue sembrando inquietudes. Porque para ella, la docencia es una siembra sin calendario. Y continúa luchando, desde artículos, foros y congresos, con esa voz pausada pero firme que invita a mirar de nuevo hacia adentro.

Guillermina Itzel es de esas figuras que no buscan reconocimiento, pero lo provocan. Porque su trabajo es íntimo y colectivo a la vez. Porque su mirada es puente entre los huesos del pasado y los corazones del presente.
Si la patria tuviera rostro de mujer sabia, seguramente tendría algo de su expresión serena, de su palabra certera, de su pasión paciente por las raíces. Es de esas personas que no hablan desde el ruido, sino desde la escucha.
Y es que hay quienes construyen país desde el poder; otros, como Guillermina, lo hacen desde el conocimiento, la dulzura tenaz y el gesto que dignifica la historia sin adornarla.
Porque ella sabe —como pocos— que no hay futuro sin pasado compartido, y que esta, cuando se abraza con respeto, se convierte en esperanza.
Y en cada joven que aprende a mirar con otros ojos, su legado florece. Porque Guillermina De Gracia no solo estudia el pasado: lo siembra en el presente para que mañana también tenga raíz. Y eso, en sí mismo, ya es futuro.
Mario García Hudson