Guillermina De Gracia nació en Coclé. Es antropóloga, egresada de la Universidad de Panamá y tiene doctorado en Sociedad y Cultura de la Universidad de Barcelona (España). Este diálogo con quien es docente del Centro Regional Universitario de Coclé de la UP e investigadora asociada del Centro de Investigaciones Históricas, Antropológicas y Cultural (CIHAC-AIP Panamá), es una mirada a su alma desde la palabra contada por Mario García Hudson.
Por: Mario García Hudson

El autor es investigador, encargado del Centro Audiovisual de la Biblioteca Nacional Ernesto J. Castillero R.
Fue una tarde sin fecha ni lugar precisos, de esas en que el tiempo se detiene para escuchar. Entre cajas repletas de cintas, voces amenazadas por el olvido y recuerdos que aún respiran, Guillermina De Gracia y Mario García Hudson se encontraron sin buscarse. Porque quienes custodian la memoria suelen reconocerse sin necesidad de palabras.
Ella llegó con la mirada profunda de quien ha caminado senderos invisibles, donde las historias no se guardan en vitrinas, sino en cuerpos que bailan, sufren y resisten. Él, con la paciencia del que recoge sonidos perdidos, esas voces que no caben en libros ni museos, pero laten en el pulso vivo de la gente.
¿Por qué vuelves siempre al barro?, preguntó Mario, con la voz de quien sabe que allí están las raíces.
Porque el barro es mío, respondió Guillermina. Si no lo cuento yo, alguien más le pondrá otro nombre y le quitará el alma. Mi madre me enseñó que lo aprendido no se guarda, se comparte; que la memoria es un acto de amor y resistencia, una herencia que no se vende ni se olvida.
Mario asintió, como quien entiende que la historia no se escribe solo con palabras, sino con actos que se sienten en el cuerpo y se bailan con el alma.
Yo colecciono sonidos, dijo él, rozando con delicadeza una cinta amarillenta. Le temo al silencio que borra voces. Por eso rescato esas cintas mordidas, voces anónimas que, si nadie las escucha, se pierden para siempre. Cada grabación es un acto de justicia.

Y yo pregunto, añadió Guillermina porque cuando dejamos de preguntar, la historia se vuelve fábula. En mi tierra, cada risa vieja es un archivo, cada paso de cucuá un documento sin firma, pero con voz clara y memoria vibrante.
Leí algo tuyo una vez, murmuró Mario. Decías que el patrimonio no es un museo cerrado, sino una casa abierta.
Lo creo aún, dijo ella. Lo que se guarda sin compartir se momifica. Lo que se vive en comunidad se vuelve raíz.
Tú estudiaste fuera, ¿verdad?, preguntó él, mientras abría una caja con cintas rotuladas a mano.
Valladolid, Barcelona…, sonrió. Pero nunca me fui del todo. Me llevé las preguntas de Coclé y las traje de vuelta con más fuerza. Allá aprendí teoría, aquí verdad.
¿Y tus clases? ¿Aún enseñas?
Sí. Más que enseñar, siembro, respondió con calma. La docencia es una siembra sin calendario. No siempre sabes cuándo brotará, pero confías en que lo hará.
Mario la miró un instante, reconociendo en su voz esa dulzura tenaz que nace del compromiso, no del adorno.
A veces pienso que haces antropología como quien ofrece una ofrenda, dijo él. Escuchas más de lo que hablas.



La antropología sin humildad es arrogancia con bata, replicó ella. Si una comunidad no se siente dueña de su historia, lo que hagamos será ruido académico. Por eso insisto: lo que no se siente propio no se cuida.
Eso es lo que hacemos, añadió Mario. No rescatamos objetos, sino personas. Memorias vivas que laten en el presente. Porque un traje sin historia es solo tela, y una canción sin comunidad es solo ruido.
Recordaron su infancia, los viejos que enseñaban sin libros, el saber que se transmitía callado, como un rito sagrado. Hablaron del patrimonio que no se estudia, se vive; del tambor que no aparece en los libros de historia, pero late en las fiestas; del peligro de olvidar lo que no tiene sello oficial.
También tengo miedo, dijo ella, en voz baja. Miedo de que las voces que no gritan se pierdan. Por eso escucho, insisto, siembro.
Y yo restauro cintas sin nombre, dijo Mario, porque siento que devuelvo la voz a quienes el país no supo escuchar. Es un acto de amor, sí, pero también de rebeldía.
La tarde se llenó de palabras claras, mientras afuera un pájaro cantaba sin saber que también era parte del archivo.
No hubo discursos ni formalidades, solo una conversación que fue danza, testimonio y música lenta. Porque cuando dos guardianes de la memoria se encuentran, no solo hacen historia: la reparan.
Ese día, la memoria caminó descalza. Y en su andar reconoció que sigue viva, porque hay quienes escuchan lo que otros desechan, preguntan lo que otros callan, bailan lo que otros archivaron. Y así, sin buscarlo, Guillermina y Mario sostuvieron el país un rato más.
Por: Mario García Hudson