fbpx

Después de una dura semana de trabajo, nada mejor que arrancar el fin de semana con el “viernes cultural”, esa reunión de amigos en las esquinas del barrio presagiando ya el descanso y la fiesta. Esta sección pretende hacer eso, arrancar nuestro fin de semana desde esta esquina virtual con cuentos y poemas de autores panameños para que los conozcan y los disfruten. Así que, ¡feliz fin de semana!, con sabor a literatura panameña de la buena.

Pedro Crenes Castro, coordinador del Viernes Cultural: Literatura Panameña [email protected]

Cuentos de Carolina Fonseca

Carolina Fonseca


Carolina Fonseca (Venezuela, 1952), ha publicado en Panamá los libros de cuentos Dos voces, 30 cuentos (junto con el escritor panameño Dimitrios Gianareas), y A veces sucede (Premio Diplomado en Creación Literaria 2014); en Costa Rica, Impulsos indomables a plena luz del día (cuento). Ha sido antóloga y antologada en varias ocasiones, y ha sido editora en Foro/taller Sagitario Ediciones. Una excelente cuentista, sutil y elegante, de una perspectiva intimista en su escritura que la sitúa como una de las importantes voces de la diáspora venezolana.

Contando ovejas

Para Alfredo, una estampa.

Una noche Benito soltó como si nada mañana sacrifico a las ovejas. Yo lo miré incrédula. Él no pestañeó; su cara no cambiaba de expresión nunca, o casi nunca. Tan solo cuando le hablaba a un niño o cuando venía del pueblo con unas cervezas encima. Pero yo no era un niño y el gallego estaba sobrio. Sus ojos azules fijos en los míos al responderme porque me dan mucho gasto y trabajo. Me cansé de ellas. De mañana no pasan.

En cada uno de los sueños que tuve esa noche miré doce ovejas colgando de una viga del techo de los corrales por sus patas traseras; todavía calientes, sus ojitos amarillos en una muda interrogación; de sus cuellos manó la sangre que apenas gotea manchando el piso de cemento cubierto de paja. La brisa no logra mecerlas de tan gordas; hubiera sido triste verlas columpiarse degolladas.

Me gusta pensar que Benito no las colgó para evitarme ese cuadro la mañana del martes. Que lo hizo por mí un poco; al fin y al cabo, me vio crecer. Que sintió lástima al intuir que iban a pasar los años sin que pudiera yo desprenderme de la imagen.

Pero en el fondo sé que no fue así; en la tarde supe que les hizo el tajo amarradas sus patas y dispuestas en la tierra donde iban cayendo porque ningún otro peón se dispuso a ayudarlo. No quiso la sangre, no quiso la lana, no quiso nada más de ellas después de criarlas en un corral inmenso como a unos perros.

Publicidad

Confiadas, las ovejas se le habrán acercado a comer de la mano como lo hicieron los tres años que las oímos balar, y ágil, él habrá tumbado a la primera, sujetado con la soga, y pasado el cuchillo en el punto justo para que la sangre le tiñera las manos. La segunda y el resto, ya mañosas de miedo y sorpresa, habrán resistido un poco. Pero él es bueno con el lazo y una a una caen sin que yo pueda evitar que las paredes de la oficina en que trabajo a unos metros de distancia dejen pasar sus balidos de desespero, el corretear discontinuo, la voz del gallego murmurando maldiciones cuando alguna escapa, sus botas golpeando la tierra, un forcejeo inicial a veces silente, a veces acompañado del balido de pavor; esa sonoridad que tiene la violencia sobre la sabana muda que presencia la muerte.

El campo y sus criaturas porque José y los demás pasaban indiferentes a un lado de la cerca que las contenía. Inmersos en el calor de la hora que se iba haciendo mediodía seguían camino a sus faenas esperando que el tiempo corriera para irse como vinieron, encaramados en el camión de la finca de vuelta al pueblo, en el que también se fueron las doce ovejas cuya carne sería repartida entre ellos.

Con las botas encima de los cuerpos, riendo y fumando partieron todos. Nos quedamos el gallego y yo, y el corral vacío con su tanquilla de agua en medio, sus matas de samán y de mango, la reja abierta por la brisa de la tarde.

Pasaron los años y Benito enfermó y volvió a Galicia, solo y vencido. Sé que murió porque he dejado de soñarlo.

Hoy no existe nada. No existe el gallego. Ni existe el corral inmenso donde pastaron, ese pequeño potrero que mi padre hizo cercar para que Benito, su más fiel trabajador, tuviera su propia cría de ovejas. Tampoco los samanes a cuya sombra se acostaban a pasar la hora difícil del llano. No existe el camino de tierra bordeado de veraneras de colores intensos. No existe el galpón donde el hombre pasaba el día inventando máquinas inverosímiles para cortar pastos, o abonar potreros o abrevar agua.

No existe la casa grande ni la pequeña oficina de la finca de mi padre donde me encerré entre facturas y papeles inútiles la mañana de un martes para escapar de la visión de una matanza sin saber que el eco del sacrificio me iba a acompañar en mis insomnios impidiéndome contar nada distinto a las ovejas que van apagándose ahogadas en su sangre; una, dos, tres, hasta llegar a doce. Un número eterno que tengo que volver a repetir una y otra y doce veces doce hasta caer como ellas.

Tomado de Impulsos indomables a plena luz del día.

Cosas de barcos

                                                                               A mi amigo el griego, que sí entiende.

La tarde que el viejo capitán se marchó a su tierra enfermo y sin un peso en los bolsillos, su barco quedó amarrado e inquieto. Se cuenta que en la noche se le oyó crujir profundamente, como si quisiera zafarse las amarras quién sabe para qué. Cosas de barcos. Nadie en el puerto pudo dormir, ni esa, ni las noches que siguieron. Así de fuertes eran sus dolores y estremecimientos.

Los nuevos dueños, ajenos del todo a estos asuntos de mar, se habían hecho de él por el cobro de deudas. La mañana que aparecieron en el puerto quedaron mudos de sorpresa ante la imagen de su pobre garantía: La Esperanza había envejecido. El peso de todos sus años de duro trabajo cayó sobre él en cuestión de horas.

Estos dueños, incapaces de sentir ni de entender nada que no sirviera al brillo de sus zapatos de cuero, maldijeron al viejo y al barco; maldijeron a la gente descalza y curtida que miraba con ojos hundidos por el insomnio cómo sudaban dentro de sus camisas blancas de lino; maldijeron al absurdo mar, al olor detestable de sal y de pesca que comenzaba a marearlos; y se fueron para no volver porque el inmenso cacharro no daba ni para pagar los gastos del desguace.

Entonces la gente, conmovida, atendió a su ruego, e ignorando normas y trámites, cortó las amarras y lo dejó ir. Esa noche todos soñaron el mismo sueño, un sueño de barcos hundidos, ladeados en lo profundo del mar, meciendo suavemente su esqueleto; barcos que a su vez soñaban con viejos capitanes.

Tomado de Dos voces, 30 cuentos.


Pedro Crenes Castro, coordinador del Viernes Cultural Literatura Panameñ[email protected]

Pedro Crenes Castro (Panamá, 1972), es escritor. Columnista y colaborador en varios medios panameños y españoles. Ha ganado dos veces el premio Nacional de Literatura Ricardo Miró de Panamá y dicta talleres literarios. Vive en España desde el año 1990.