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Después de una dura semana de trabajo, nada mejor que arrancar el fin de semana con el “viernes cultural”, esa reunión de amigos en las esquinas del barrio presagiando ya el descanso y la fiesta. Esta sección pretende hacer eso, arrancar nuestro fin de semana desde esta esquina virtual con cuentos y poemas de autores panameños para que los conozcan y los disfruten. Así que, ¡feliz fin de semana!, con sabor a literatura panameña de la buena.

Pedro Crenes Castro, coordinador del Viernes Cultural: Literatura Panameña [email protected]
Diseño: Carlos García Ponte

Dos cuentos de Dionisio Guerra

Dionisio Guerra


Dionisio Guerra (Panamá, 1983), es uno de los cuentistas emergentes con mayor proyección creativa. Posee la sensibilidad y el ritmo precisos para construir historias con un sólido manejo de la emoción. Ha ganado el Premio Nacional de Cuento en 2019 y el del Diplomado en Creación literaria 2018. Cuantos pixelados y Cuando éramos viejos, son sus dos colecciones de cuento.

Aguacero

Aquel verano, Juancho solo había pensado en dos cosas: en el olor a mango del cabello de Lupita y en el baile del día de la Patronal. Ahora, miraba triste desde la ventana cómo el aguacero que se escurría en su rostro también resonaba fuerte en el patio y hacía temblar de miedo a su hermanito que nunca había visto llover tanto.

Tenía las yemas de los dedos achurradas de tanto secarse las lágrimas y el cuerpo frío de estar aguantándose la rabia. Sus abuelos, apenas y se dieron cuenta de la tribulación del niño. Ellos estaban más preocupados por los estragos de la lluvia y por el guandú que se iba a pudrir en el monte de tanta agua.

Juan, el abuelo de marcha enclenque, iba por toda la casa poniendo tambuchos plásticos para recoger lo que se colaba por las goteras del techo y Ñita, su esposa, preparaba una torre de vasos y platos con agua para ahuyentar el diluvio.

Juancho se había hecho hombre esperando que el clima acompañara su deseo, pero volvía a ser niño cada vez que creía ver un ave volando en el silencio, convencido de que era una señal de que escamparía. La noche se asomaba detrás del palo de mango. El tío Toto no había venido a buscarlo y ya se adivinaban los pucheros en la comisura de sus labios. Su abuela le dijo que tal vez la quebrada estaba crecida y que así el caballo no podía pasar. Le contó que una vez esa corriente se llevó cinco vacas y que las encontraron río abajo aventadas en agua, que no era bueno que el tío se arriesgara y que era muy probable que se suspendiera el baile, porque nunca se había visto una lluvia como esa en el pueblo.

La señora decía esto y se persignaba repetidamente. Encendió una lámpara de querosín y le pidió al muchacho que entrara a la casa, que con el viento de agua que hacía iba a terminar resfriado. Juancho no le dijo nada, permaneció allí, abstraído.

Cuando la noche cayó completa, el niño se dio cuenta de que nadie vendría. A lo lejos, solo se veía el oscuro eco de la lluvia reventando sobre las vainas de guandú recién nacido. Se maldecía por haber venido a ese potrero retirado donde viven los abuelos a pasar un rato con su hermanito. Lamentaba que fuera justo un día antes del baile, el baile en que Lupita le dijo que lo esperaría y bailaría con él.

La lluvia perpetua decidió posarse sobre ellos, como un síntoma sordo de que la cosa no terminaría bien. Luego, la quebrada que siempre cruzó saltando entre las piedras de lo seca que estaba, decidió convertirse en río.

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Juancho entró a la casa en silencio. Se sentó en una silla y sintió cómo, de pronto, los soplidos lo dejaban en una oscuridad total. Se quedó dormido, arrullado por las gotas que salpicaban en las vasijas topadas de agua.

Los pájaros comenzaron a cantar en la madrugada como si nada. Los trinos le entraron temprano a Juancho por las orejas, como un bichito inquieto. Apenas supo que había dejado de llover, salió corriendo al camino con intención de acercarse al pueblo.

Iba descalzo, pero era como si volara, como si el olor a mango lo llevara en el aire. Corría sonriente, arrastrando por metros las lágrimas que ahora eran de felicidad. Recorrió de prisa el largo trecho que separaba la casa de los abuelos de la quebrada y entonces descubrió que ahora vivían en una isla.

De Cuentos pixelados


Hermanos

Nos tienen a los dos sentados aquí. A él porque es muy chiquito para saber de esto y a mí, por viejo. Viejo, pero no chocho, les dije, pero en el enredo y el tumulto de gente aquí me quedé. Con el bastón listo, el sombrero en la mano y los pies dormidos, eso sí, porque este carro es muy estrecho.

Al final, me vine con los vecinos. Cuando salimos de la misa estuve preguntando a tus hijos, pero me dijeron que todos iban ocupados con la familia. ¿Sabes en quién pienso cuando mencionan a la familia? Pues en ti. Es raro que eso tenga un significado distinto para cada persona. Pero no quise molestar y me quedé allí, esperando que todos se fueran y se fueron.

Sentí que simplemente se habían olvidado y que como que incomodaba, estorbaba, mejor dicho. Yo soy viejo, lento, un poco cojo, pero no necesito ayuda de nadie. No la estuve pidiendo tampoco. Me parecía oportuno que llegáramos juntos. Somos de la misma sangre, la misma gente. Pero estos, al verme allí, de pie en la entrada de la iglesia cuando ya todos se habían ido, seguro asumieron que necesitaba ayuda, así que para no ser descortés les seguí la corriente. Te lo juro que yo iba a agarrar un taxi. No podía faltar a esto.

Tenía que venir a despedirme, como Dios manda.

Eres mi hermano, coño. ¿Cómo no? Eras el último. El último de nosotros. Bueno, ahora soy el último. Pero qué importa, yo quería venir y vine. He estado escuchando como todos te alaban y te añoran y te lloran y te rezan, pero no recuerdo a ninguno de ellos haciendo eso por ti en vida. Ni a tus hijos.

Yo sí y te lo decía a la cara, directamente, mirándote a los ojos. Tú sabes la alegría que me daba que vinieras a la casa de visita. Yo siempre te guardaba un plato de comida. Te gustaba mucho mi comida. Te la comías toda y casi siempre me preguntabas si podías repetir. ¿Cómo no, hermano? Si yo aprendí todo de ti. El baile, las matemáticas, las malas mañas, a amar la salsita del pollo guisao por encima de todo.

Recuerdo cómo me defendías cuando éramos pelaítos.

Cómo te enfrascabas con cualquiera que me gritara cojito o se burlara de mí porque era tan flaquito que ni podía cargar el tanque de gas pa’ la tienda. Yo te admiraba, Polito. No solo porque hacías todo eso por mí, sino porque a mis ojos tú eras la representación del hombre que yo quería ser. El que debía, porque tú sabes que con todo esto a mí me costaba. Tú eras el bellaco. Yo solo miraba desde aquí, detrás tuyo.

Siempre iba tres o cuatro pasitos detrás. Entonces te casaste y después vinieron los pelaos y la cosa cambió un poco. Después, cuando comenzaste a trabajar en la construcción y comenzó a gustarte el aguardiente, hasta dejamos de vernos. La gente siempre me decía vi a Polito en esta esquina o en esta cuneta hasta la guacha, y yo lo negaba y les decía que ese no podías ser tú, que seguro se habían equivocado.

Después, cuando ellos se iban me daba la vuelta por esos lugares y a veces te encontraba, pero cuando no, hacía mi ronda hasta que te ubicaba y te llevaba a la casa. Todavía recuerdo escuchar a tu mujer relatar y maldecirte mientras me alejaba. Pero me quedaba tranquilo porque sabía que estabas allí y que ya nada te iba a pasar. Me parece mentira que ahora estés muerto, hermano. Me parece mentira haberte visto pálido allí en la iglesia, como si no fueras tú, porque tú siempre estabas rojo y sofocado. Me parece mentira que toda esta gente esté caminando hacia la que será tu tumba y yo no pueda bajarme del carro solo porque piensen que no puedo, que soy un inútil, porque no se acuerdan de mí, porque les doy pena, tal vez vergüenza y quién sabe si asco.

Me parece mentira, hermano, verme aquí, cuidando de este chiquillo que ni conozco. Que debe tener como dos años, pero que anda resfriado y no quieren que vaya al cementerio porque es un lugar muy frío. Ellos se iban a bajar del carro y cayeron en cuenta de que al niño no lo pueden dejar solo, porque seguro a esta edad también les estorba, y me preguntaron si me podía quedar con él, ya que no me iba a bajar. ¿Puedes creer, hermano, que me quedé callado? Yo me venía acordando de cuando éramos pelaos y tú lavabas el colchón y las sábanas para que cuando mi mamá llegara del trabajo no se diera cuenta de que me orinaba en la cama.

Justo veía en mi cabeza ondear las sábanas como una bandera grande y desteñida, cuando ellos me preguntaron si me podía quedar con el niño y me quedé callado. Pero ya se fueron y aquí estamos los dos sentaditos. Él porque está muy chiquito y yo, por viejo e imbécil. Tú sabes que yo no fui muy valiente, ni muy brillante, pero tengo la sangre hirviendo y un pitido en el oído que dice: Polito, Polito, Polito.

Hipólito, hermano, tú sabes una vaina, no me voy a quedar sentado. Este chiquillo, dicen que tiene dos años, pero está pesaíto, y bueno, ahora que vamos caminando me acuerdo que los papás no querían que él viniera al cementerio, pero aquí vamos. Yo no me podía quedar sentado, esta es la última vez. ¿Te acuerdas, hermano? Yo siempre voy unos pasitos detrás.

De Cuando éramos viejos

Coordinador del Viernes Cultural Literatura Panameña:
Pedro Crenes Castro

[email protected]
(Panamá, 1972), es escritor. Es columnista y colaborador en varios medios panameños y españoles. Ha ganado dos veces el premio Nacional de Literatura Ricardo Miró de Panamá y dicta talleres literarios. Vive en España desde el año 1990.
https://senderosretorcidos.blogspot.com/