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Después de una dura semana de trabajo, nada mejor que arrancar el fin de semana con el “viernes cultural”, esa reunión de amigos en las esquinas del barrio presagiando ya el descanso y la fiesta. Esta sección pretende hacer eso, arrancar nuestro fin de semana desde esta esquina virtual con cuentos y poemas de autores panameños para que los conozcan y los disfruten. Así que, ¡feliz fin de semana!, con sabor a literatura panameña de la buena.

Pedro Crenes Castro, coordinador del Viernes Cultural: Literatura Panameña [email protected]
Diseño: Carlos García Ponte

El viejo y La Esperanza de Dimitrios Gianareas

Dimitrios Gianareas

Dimitrios Gianareas (Panamá ,1967). Ha publicado Dos Voces 30 cuentos (2013). Gana en 2013 el Concurso Nacional de Literatura “Ricardo Miró” con la espléndida novela La chica que conocí el día que mataron a Kennedy, y este 2022 ha ganado también el Ricardo Miró en la categoría cuento con 500 kilómetros. Un narrador elegante, dueño de su oficio, y en un excelente momento como escritor.

El viejo y La Esperanza

No tengo un nombre que escribir. Será apenas el viejo, como todos lo llamaban, como le decía yo. «¿Se le ofrece algo, viejo?». «No, muchacho. Estoy bien», me contestaba sin mirarme, sin apartar la mirada de la línea del horizonte, con las dos manos apoyadas en la rueda del timón, aferrándose a lo único que respondía a su voluntad. Por decir algo, contaba que tenía sesenta.

Mentía. Nunca supo con certeza cuándo nació. Llegó sin papeles. En 1920, el 11 de febrero, contestó en la secretaría de migración. Se restó en ese momento al menos cinco años.

Al principio se sentía orgulloso del engaño y hacía alarde de la edad que aparecía en sus documentos, sobre todo en los bares. La vergüenza de envejecer.

«A las mujeres no les gustan los viejos si no tienen dinero, muchacho», me decía. No pensó que el tiempo posee un diseño inmisericorde que tarde o temprano le arrebataría el vigor, y que cuando llegara ese momento no tendría edad suficiente para recibir la jubilación. «Viste, por pendejo», le decían al verlo perder el aliento templando un cabo.

«Querías ser un chiquillo, ahora te vas a morir trabajando como un perro». «Allá ustedes, parásitos, que necesitan vivir a costilla del gobierno. Yo todavía puedo trabajar, y jódanse, porque en mi casa me está esperando una mujer de treinta», respondía a las bromas de los otros pescadores (que pueden parecer muy crueles, aunque no lo sean), quienes en medio de risas lo veían alejarse, intentando caminar erguido, a pesar de su espinazo duro y torcido, como un fierro oxidado, que lo obligaba a encorvarse al andar.

«Caminas así por los cuernos que llevas, viejo», alguno le gritaba, pero él, fingiendo no haber escuchado, continuaba su camino sin contestar.

No tenía una mujer de treinta aguardando por él. En verdad, no vivía con ninguna, aunque siempre había alguien que le quitaba lo que ganaba en la pesca. Otras debilidades compartieron con su incapacidad de quedarse con una sola mujer (contaba que había dejado pagadas siete casas a lo largo de su vida) la responsabilidad de llevarlo a la ruina. En cuanto regresaba del mar se entregaba a otra pesca en la que no tenía opciones de ganar: los casinos. Sin embargo, por vergüenza renegaba siempre de ese hábito y atribuía por completo al sexo la razón de sus miserias.

«No pierdo mi dinero en vicios. Trabajo para las putas.» Ni siquiera tenía un lugar propio. Fortunas habían pasado por sus manos y vivía alquilado. No se malinterprete todo lo dicho; de lo buena gente que era, no se puede dudar.

Yo era joven y no tenía trabajo. «Embárcate, los pescadores ganan bien», me dijo un tío. Eché dos mudas de la ropa más gastada que tenía en una bolsa y al puerto me dirigí. Cuando pregunté en la capitanía, alguien me dijo: «arrímate a ese barco», señalando un pesquero más ocre que blanco, con un bonito nombre pintado en el costado: La Esperanza. «Ahí siempre falta tripulación». Dubitativo me acerqué. Dos hombres sin camisa preparaban las redes en cubierta.

«¿Sabes trabajar?», me preguntó el más gordo. «Un poco». Mentí. Nunca había experimentado la sensación de flotar que se siente la primera vez que uno se hace a la mar. «Espera a ver qué dice el viejo».

Cuando lo vi caminando despacio por el muelle de tablones supe que era él. Un hombre blanco de cabello blanco con una gorra de béisbol. «Este muchacho se quiere embarcar, pero creo que nunca ha trabajado», dijo el más gordo cuando el viejo se detuvo en la escalera.

Sonrió al verme. «No importa, ya aprenderá. Somos cinco, estamos completos, nos vamos», fue todo lo que dijo. Zarpamos un par de horas después. Conocí el mar, aunque nunca me hice marino. Lo que me faltaba de experiencia me sobraba de voluntad, de modo que antes de una semana había aprendido a desempeñarme en cubierta y hasta a hacerme por algún tiempo de la rueda.

El viejo me tomó cariño. Probablemente por mi juventud y porque yo era distinto a los otros. Doce días después regresamos a puerto. Entonces comprendí por qué le costaba tanto trabajo conseguir tripulación. La media tonelada de camarón que habíamos capturado, de la que yo me sentía orgulloso, era motivo de mofa en el puerto. «¿No hubo suerte, viejo?», le preguntaban con sorna los otros capitanes. En aquel primer viaje, después de descontar los gastos de faena, cada uno de nosotros recibió cincuenta dólares.

Alguna vez había sido un buen capitán. Muchos años antes, cuando él era joven, nuestro mar era virgen y cualquier marea era generosa. Estuvo entre los primeros que exploraron el litoral, confiando su destino a la brújula y a la experiencia adquirida en aguas lejanas. «Este es igual que aquel. El mar es uno solo», decía.

Recorrió todos los rincones del golfo y más allá. En sus exploraciones temerarias fue arrastrado por las corrientes varias veces, castigo por dejar su vida a merced de un viejo motor. «Nunca tuve miedo. El mar es mi amigo», dijo cuando regresó con dos semanas de retraso de aquel viaje en que los habían dado por muertos. Esos eran otros tiempos. Cuando lo conocí había perdido la pasión por la aventura y ya no era ambicioso. Conforme pasaron los años, sus áreas de pesca se fueron reduciendo hasta que se confinó a lanzar sus redes en torno a una isla llamada Caballos.

Zarpábamos con el rumbo fijo en ciento veinte grados. Ocho horas después aparecía en el horizonte un punto que crecía hasta convertirse en la isla que yo desde cubierta tantas veces había explorado sin encontrar en sus playas los caballos galopantes que su nombre hacía evocar. Muchos años después habría de enterarme que así había sido llamada porque vista desde arriba semejaba la cabeza de un equino.

De vez en cuando arrastraban redes por allí algunos otros pesqueros. Cuando disminuían las capturas se marchaban. La Esperanza, sin embargo, permanecía allí día tras día, así fuera mísera nuestra pesca. Un día me atreví a preguntarle al viejo, ¿por qué? Por el modo en que cambió su expresión me percaté de que había tocado una fibra sensible.

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Primero percibí el disgusto en su mirada y luego vi cómo los músculos en su cara se aflojaban para dejar ver la nostalgia que sentía por los momentos de gloria dejados atrás. «Porque aquí va a haber camarón. Aquí un día pesqué lo que nunca había pescado en mi vida. En dos calas llenamos los depósitos. Había tanto camarón que tuvimos que arrojar parte al mar, muchacho. Y estoy seguro de que un día como aquel va a regresar».

Esa historia me la contó varias veces. Se le veía feliz cuando relataba los detalles, como si los volviera a vivir. Se refería a algo que le había ocurrido treinta años antes y que en su memoria se había vuelto más extraordinario y más difícil de creer con el paso del tiempo.

Terminó haciendo de ese recuerdo lejano una obsesión. Por eso sus redes nunca dejaban de dar vueltas a la isla, como si aquel trozo de mar guardara algún tesoro que solo le sería dado al que fuera lo suficientemente paciente. Después me contarían que le tomó una semana, no dos calas, y que si bien su pesca fue fantástica, en verdad nunca llevó los depósitos del barco repletos a puerto, como aseguraba.

Mis vivencias en el mar duraron apenas unos meses. Iniciamos a media mañana el último viaje. El viejo se hizo de la rueda y gobernó durante todo el trayecto, cediendo apenas el mando durante cortos intervalos. El tiempo era claro y La Esperanza partía el mar en dos con la seguridad de una criatura que conoce el camino a casa.

Al atardecer, mientras el sol se apagaba en el mar, nuestra ancla se hundía en la turbiedad del fondo laxo. Cielo despejado, noche para descubrir constelaciones. Antes de irnos a descansar, el viejo fumaba recostado en la borda de proa. Cuando me vio, con un gesto me invitó a hacerle compañía.

Leí en el modo en que desvió la mirada cuando me acerqué, que en ese momento no le bastaba su costumbre de hablar solo y que necesitaba, al menos en esa ocasión, que sus palabras fueran más que ecos perdidos en las olas. «Sabes, muchacho, este barco es todo lo que tengo. No tengo una casa. Desperdicié todos mis años de trabajo. Quién sabe si alguna vez alcance a recibir un cheque de jubilación. Si llego a perder La Esperanza…» Dejó salir un suspiro y comprendí, antes de que me diera pormenores, las angustias que llevaba a cuestas.

«La suerte. La suerte de nuestro lado. O que el mar me dé algo de vuelta… Como si pudiera exigirle algo más a quien todo me lo dio…» Continuó hablándome, aunque en verdad se hablaba a sí mismo, haciendo de mí un simple testigo de su confesión. «He acumulado deudas… Firmé unas letras que se vencieron… Si no logro reunir quince mil malditos dólares en este viaje…» Después, puso una mano sobre mi hombro y me miró directo a los ojos, aunque en lugar de verme a mí, parecía que enfrente tenía un espejo. «¿Conoces las Termópilas?… Yo soy Leonidas, y no voy a entregar nada sin antes dar la pelea».

Al día siguiente comenzamos la faena, o su última batalla. El mar parecía haberle dado la espalda puesto que las redes dejaban caer sobre cubierta, una y otra vez, cantidades exiguas de camarón. Leonidas cercado por los persas. A pesar de ello, no sé si por pura obstinación o porque había decidido que si iba a caer habría de ser aferrado a su obsesión, insistía en no separarse de la isla Caballos. Transcurrieron así los días. La angustia visible en su rostro era la expresión de que las cuentas no le salían.

A menos que ocurriera algo extraordinario, o que se atreviera a explorar otras aguas, lo que sería aún más extraordinario, cuando llegáramos a puerto el departamento de asuntos legales de una empresa se encargaría de arrebatarle a La Esperanza.

«El viejo es atravesado, de aquí no nos vamos a mover», decían los compañeros cuando yo buscaba en ellos alguna salida. Muchas veces me vi tentado a ser atrevido y sugerirle una aventura, pero desistí. ¿Quién era yo para aconsejarlo sobre nada, a él que había pasado toda su vida luchando contra el mar?

Cuando amaneció, el maquinista reportó que el combustible restante reducía nuestras posibilidades a tres días como máximo de oportunidad. Ese día, hasta yo, que no sabía nada de los misterios del mar, me percaté de que las aguas que nos rodeaban eran distintas a las del día anterior, a las de todos los días anteriores. «Esta corriente ha traído camarón», me anticipó el viejo desde temprano, aunque la verdad sea dicha, aquello, más que una predicción, me pareció el delirio verbalizado de un hombre que se encontraba entre la espada y la pared.

La Esperanza se movía sobre un mar sereno de aguas turbias que despedían un vaho tibio con un olor impreciso, como de origen vegetal. Cuando nos dispusimos a levantar las redes de la primera cala de aquel día supimos que tendríamos que estar atentos, que nuestro modo rutinario de proceder no valía para lo que nos habría de lanzar el mar. Del malacate se escuchaban chirridos, como si cada uno de sus engranajes resintiera los esfuerzos que hacía para subir la pesada carga que habíamos sustraído del fondo.

El viejo abandonó el puente y ordenó utilizar ambos ganchos en la maniobra. A pesar de las precauciones, los dos cabos, de lo tenso, vibraban produciendo un zumbido inquietante mientras subían poco a poco el bolso. La pluma principal, oscilante, amenazaba con venirse abajo y La Esperanza, barco viejo desacostumbrado a trabajos pesados, temblaba como una bestia asustada.

«¡Despacio, muchachos!», gritó el viejo cuando un tirón precipitado de los cabos provocó que se escorara peligrosamente el barco. La carga quedó en ese momento suspendida en su totalidad fuera del agua. Era una enorme bolsa, muchas veces más voluminosa que cualesquiera de las que había visto con anterioridad.

Una infinidad de filamentos que emergían a través de las mallas conformaba un entramado rojizo que anunciaba lo que llevaba dentro. Entonces lentamente se fue elevando, deslizándose sobre el costado de popa. Con un peligroso jalón de uno de los dos cabos superó la borda, para quedar por fin suspendida sobre cubierta.

«¡Ya es nuestra!», dijo el viejo. La pesada bolsa se bamboleó un par de veces desafiando la resistencia de las pastecas que la sostenían, hasta que fue dejada caer. Pocos segundos después los cabos volvieron a templarse, suspendiéndola solo los centímetros que hacían falta para que pudiera ser vaciada. «¡Suéltala, muchacho!», me ordenó el maquinista.

Corrí hacia ella, tomé un extremo de la cuerda que hacía el nudo de cierre y tiré de él con fuerza dos o tres veces. No conseguí soltarlo. «¡Apresúrate!», me dijeron. Volví a intentarlo. Esta vez le imprimí la energía de cada fibra de mi cuerpo, como si, durante ese instante, mi vida dependiera de que fuera capaz de soltar aquel nudo. Tiré una vez sin éxito. Volví a tirar del extremo, y en el mismo instante en que sentí que algo había cedido, la bolsa se vació abruptamente, dejándome sumergido hasta las rodillas en su contenido.

«¡Se los dije!», repetía una y otra vez el viejo al aproximarse. La catarata de camarones que inundó la cubierta había formado un montículo de casi un metro de altura por cuatro o cinco de diámetro. Jamás he de volver a ver un espectáculo tan maravilloso como aquel. Alucinado observaba cómo miles de crustáceos de ojos brillantes movían sus bigotes y brincaban a mi alrededor. «Sal de ahí, muchacho, que vamos a subir la otra», me gritó el viejo. Tal era la fascinación que me abrumaba que olvidé la carga de la otra red, aún en el agua. Repetimos entonces la maniobra y, aunque el contenido de la segunda red fue casi igual de generoso, el proceso se efectuó con mayor fluidez y menos tensión, merced a la experiencia previa.

En la pesca del camarón el tiempo es oro. Cuando una marea es buena no se pueden perder segundos valiosos celebrando el gol. «¡Preparen las redes que van de nuevo para el agua!», gritó el viejo mientras se dirigía a paso apresurado hacia el puente. «¡Muévanse!», escuchamos decir al maquinista, indicación que sobraba, porque en ese momento no nos hacía falta recibir órdenes de nadie para actuar.

Entusiasmados por el porcentaje que nos tocaría, o simplemente por lo excepcional de lo que vivíamos, procedimos con la celeridad de un equipo de mecánicos en una carrera de fórmula uno: en menos de un minuto nuestras redes estaban de vuelta en el agua.

La pesca fue fantástica hasta el atardecer, así como en los días que se sucedieron. Cuando el maquinista anunció que el combustible restante solo bastaba para el viaje de vuelta, con la carga que habíamos conseguido reunir, haciendo las cuentas, el viejo tendría más que suficiente para pagar los gastos de viaje y los quince mil dólares que le hacían falta. Parecía que Leonidas había vencido a los persas esta vez.

No compartió con ninguno la rueda durante el recorrido de vuelta. «Acuéstense y duerman, han trabajado duro estos días». La Esperanza no era un barco grande; nuestros camarotes estaban justo detrás del puente. Durante la noche lo escuché hablar solo con más frecuencia que de costumbre. «¡Pendejo!», le decía a alguien. «Creías que me ibas a quitar el barco». Un ir y venir de pisadas en mis oídos anunciaba que esperaba con ansias el retorno.

Cuando llegamos a puerto, el sol ya comenzaba a calentar. Nos fuimos directo al muelle y recién atracamos, el viejo subió las escaleras de prisa. «¡Muévanse!», dijo a los descargadores que lentos se aproximaban desde el otro extremo. «¡Tenemos mucho trabajo por delante!». Aunque vociferaba, no había imposición ni autoritarismo en su voz.

Hay quienes tienen modos particulares de compartir su entusiasmo. Cuando se inició la descarga, orgulloso supervisaba el proceso. «No dejaste nada para nosotros», le decían los otros pescadores. «Eso es para que vean que este viejo todavía sabe dónde duerme el camarón», contestaba. Tomó varias horas vaciar los depósitos. Terminado el trabajo, consiguió el dinero para darnos un adelanto generoso y antes de despedirnos nos dejó una última instrucción: «Los veré pasado mañana en la oficina».

Cuando hablaba de su oficina se refería a un bar frecuentado por los pescadores, ubicado en la calle que conducía al puerto. Allí, en la esquina más alejada de la rocola, hacía de una mesa su escritorio, con un trapo limpiaba el tablero en donde colocaba los recibos que nos indicaba firmar, sin darnos mayores detalles de sus cuentas, y repartía los billetes que antes habían hecho bulto en sus bolsillos. Sin embargo, el día acordado el viejo no apareció. Tampoco lo hizo al día siguiente. Algo andaba mal. Le podían ser atribuidos mil defectos, pero su palabra valía más que un contrato. Anduve por los lugares comunes preguntando por él, pero nadie me supo dar razón. Haciendo esas averiguaciones me llegaron las primeras noticias: al principio, solo rumores que hablaban de un secuestro a punto de caer sobre La Esperanza. Regresamos al sitio convenido, ya entrada la tarde, y el encargado del bar nos dijo que el viejo había llamado para pedirnos que regresáramos dentro de unos días, el día exacto ya nos lo haría saber.

Apenas amaneció me dirigí a La Esperanza a recoger mis cosas. Permanecía atracado en el muelle. Al aproximarme a su proa y observar los reflejos de la mañana en las ventanillas del puente, puedo jurar que percibí en la nave el desconsuelo de un animal atado.

Descendí las escaleras, pero antes de poner los pies en cubierta, una voz me indicó que me detuviera. «Está prohibido el ingreso a esta embarcación». Le expliqué a un hombre que no conocía que yo era parte de la tripulación. Entonces recibí la confirmación de aquel rumor: «Este barco está secuestrado. No quiero líos. Dése la vuelta». No pude obtener mayor información. «Yo solo estoy aquí para achicar el barco y no dejar pasar a nadie, así que márchese».

Transcurrió casi una semana sin tener noticias del viejo. «Está gravemente enfermo», «murió», «lo asaltaron y lo golpearon». Esas y otras especulaciones que intentaban explicar su sorpresiva ausencia iban de aquí para allá. Una de ellas, sin embargo, de tanto repetirse parecía acercarse a la verdad: «El zorro pierde el pelo, pero no las mañas. El viejo se jugó todo en el casino».

El sábado, camino al puerto, me encontré con el maquinista. «Ándate al bar. El viejo te está esperando». Cuando le pedí detalles, me miró a los ojos como sorprendido por mi ingenuidad. «¿Acaso no sabes lo que hizo?», me dijo. «Sí, sí, ya sé. Pregunté para asegurarme», contesté con voz titubeante, pronunciando muy mal la mentira. Él hizo unos gestos de apremio con las manos mientras decía: «Si no te apresuras, no lo vas a volver a ver». Siguió su camino y yo aceleré la marcha pensando qué significaba aquello de que no lo vería.

Cuando entré al bar alguien dejó caer una moneda en la rocola y segundos después el sonido de un acordeón se adueñó del lugar. En la mesa que servía de oficina al viejo había tres hombres sentados y una docena de botellas vacías. Mientras exploraba el resto del interior, escuché una voz con marcado acento extranjero que me llamaba. Miré en dirección a la barra y encontré al viejo haciéndome señas desde una mesa.

«Acá, muchacho». Caminé en su dirección. Cuando me acerqué a su mesa, él empujó una silla y me invitó a sentarme. «Dos cervezas», le dijo al cantinero. Una sonrisa puede expresar sentimientos muy distintos a la alegría. El viejo sonreía, pero detrás de su expresión había tristeza y algo de vergüenza. Charlamos un poco antes de que me dijera que era el único tripulante pendiente de cobrar, y me entregara uno a uno los billetes que cancelaban mi paga. Después de llevar la botella hasta la mitad me dijo que aquel había sido su último viaje. «Se acabó para mí. Me voy. Regreso a mi tierra. Voy a ver qué encuentro después de cuarenta años».

No le pregunté por qué. Tampoco me atreví a preguntarle por La Esperanza. Le dije que había sido grato haber trabajado para él y le agradecí por haberle dado la oportunidad a alguien que del mar no sabía nada. «No me des las gracias. Fuiste un buen marino, muchacho». Después charlamos acerca de lo que ocurrió en la isla Caballos mientras terminaba mi cerveza. «Te prometí que lo volvería a vivir, ¿verdad?», me dijo. «Fue tal cual usted lo había prometido», le respondí.

Cuando mi botella estuvo vacía me dispuse a despedirme. Nos pusimos de pie y nos dimos un apretón de manos. Después, creo que por un momento ambos pensamos en darnos un abrazo, pero algo nos detuvo y el gesto se limitó a una palmada de hombros.

En ese momento, con su mano aún sobre mi hombro, me miró a los ojos, borró la sonrisa de su rostro y pronunció las palabras de despedida más honestas que se pueden decir cuando se tiene la certeza de que no habrá un nuevo encuentro: «Que tengas una buena vida, muchacho».

Fue esa la última frase que me dirigió. Entonces me despedí, atreviéndome a llamarlo por su nombre por primera vez:

«Lo mismo le deseo a usted…, señor Basilio».

Tomado de Dos voces 30 cuentos, 2013


Coordinador del Viernes Cultural Literatura Panameña:
Pedro Crenes Castro

[email protected]
(Panamá, 1972), es escritor. Es columnista y colaborador en varios medios panameños y españoles. Ha ganado dos veces el premio Nacional de Literatura Ricardo Miró de Panamá y dicta talleres literarios. Vive en España desde el año 1990.
https://senderosretorcidos.blogspot.com/