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Después de una dura semana de trabajo, nada mejor que arrancar el fin de semana con el “viernes cultural”, esa reunión de amigos en las esquinas del barrio presagiando ya el descanso y la fiesta. Esta sección pretende hacer eso, arrancar nuestro fin de semana desde esta esquina virtual con cuentos y poemas de autores panameños para que los conozcan y los disfruten. Así que, ¡feliz fin de semana!, y aquí arranca, el “viernes cultural” con sabor a literatura panameña de la buena.

Pedro Crenes Castro, coordinador del Viernes Cultural [email protected]
Diseño: Carlos García Ponte

La noche del grito

Rogelio Guerra Ávila

Rogelio Guerra Ávila (Panamá, 1963), es quizá, uno de los mejores novelistas de su generación. Dueño de una prosa sutil y poética, ha ganado los premios literarios de novela y cuento más importantes del país y de la región centroamericana (el Ricardo Miró en novela, el José María Sánchez de cuento y el Rogelio Sinán de novela). “Una corona con cantáridas”, “Lo que me dijo el silencio” o la recientemente convertida en radio novela “La puerta de arriba”, son algunas de sus obras imprescindibles.

El hombre despertó asustado con las primeras detonaciones que retumbaron en la lejanía. Se había quedado dormido en una de las banquetas del parque, enroscado para resistir mejor el aire frío que por ráfagas llegaba desde el mar.

Junto a él, protegidas en su regazo, estaban las rosas que no había podido vender aún. Al principio pensó que se trataba de avisos de tormenta, pues el cerro Ancón estaba ensombrecido por una nube gris que semejaba un enorme barco atravesando su cumbre, y solo algunas estrellas errabundas se descolgaban, pensativas, en el firmamento. Pero no pensó lo mismo cuando alcanzó a ver los repetidos fogonazos que iluminaban el cielo dormido sobre El Chorrillo.

No había sido un buen día para vender flores. Desde el atardecer andaba con su ramillete de rosas recorriendo los parques para ofrecer a los enamorados un pequeño símbolo de cariño a un precio razonable. Su método generalmente era eficaz. Interrumpía los idilios para apelar a la galantería del novio y resaltar los merecimientos de la novia mientras declamaba con fallido candor un madrigal aprendido de memoria por tantas veces repetido, que le servía de pregón. Pero hoy la suerte no estaba de su lado.

Las detonaciones volvieron a repetirse, ahora con mayor intensidad, y su ruido despertó en el hombre un callado presentimiento. En el parque ya no quedaba nadie. Los amantes se habían marchado en busca de otros lares. Ninguno se había quedado a languidecer de amor sobre el muro que bordea el mar sin horizonte ni a estrecharse dentro de sus automóviles, espantados quizás por la incertidumbre del clima. Las explosiones se escucharon ahora hacia los lados del Casco Viejo. El hombre imaginó que podría tratarse del preludio de las fiestas navideñas. Bebió un trago largo de su botella de aguardiente y encendió un cigarrillo mientras contaba las rosas.

—Doce amarillas y quince rojas —dijo con un suspiro. Es hora de volver a casa.

Pero no se movió de la banqueta porque recordó que ya no tenía casa. Como todo el mundo, la había tenido, pero desde hacía algún tiempo ya no. Era más bien un cuarto muy reducido en una derruida casona de madera en el barrio del Chorrillo, con un baño comunal cuyas aguas sépticas se desbordaban hacia el patio interior y un techo arruinado que se desprendía con el simple roce del viento.

Allí había intentado ser feliz con su mujer y los hijos que uno a uno fueron naciéndoles, mientras él se descoyuntaba trabajando como un mulo abriendo y cerrando fosas en el cementerio municipal de Amador durante el día y vendiendo rosas en los parques y semáforos durante la noche para que no les escaseara el sustento.

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Pero su mujer lo había echado de la casa por borracho y poco juicioso. Eso fue lo que ella le dijo ese día, cuando regresó de sus menesteres en Amador y se encontró su ropa empacada en dos fundas junto a la puerta.

—Te vas con tu música para otra parte —le había dicho como una sentencia—. No seguiré con un hombre que es más bruto que la pared de enfrente.

Eso le había dicho ella mientras planchaba una tamuga de ropa ajena. A él de muy poco le sirvieron los ruegos. Ni siquiera consiguió la esperanza de una segunda oportunidad. Apeló por los niños, quienes permanecían absortos en un rincón viéndolo lloriquear y suplicar el perdón. Pero su mujer estaba más decidida de lo que él se imaginaba porque, sin decir una palabra más, hastiada de sus ruegos, tomó los fardos con ropa y los arrojó por el balcón, y tras ellos también el mazo de rosas envueltas en periódicos que él acababa de comprar en el mercado.

De eso hacía cosa de un mes. Un mes vagando como un mendigo por esas calles, sin el amparo de un techo ni el calor de su familia. Al principio, después de mercar con sus flores, regresaba al cementerio para pasar la noche entre las tumbas. Pero luego ni ánimo le quedaba para volver allá. Así que dormía donde lo encontrara el sueño y donde más cómodo se sentía: frente al mar, seducido por el ruido de sus olas al desmigajarse contra las piedras y sofocado con su olor a mierda.

No había perdido la esperanza de recuperar todo lo perdido. Por eso volvía a diario a su casa con el pretexto de ver a sus muchachos y llevarles el dinero para las pitanzas. Pero antes de marcharse, con la voz enternecida y el corazón en una pieza, le pedía a su mujer la reconciliación. Y ella se la negaba siempre, con gritos y malas palabras al principio, luego con más tolerancia, pero igual firmeza. Volvió a rogarle sin condiciones, le comentó su decisión de cambiar, de dejar el aguardiente y la marihuana, y hasta olvidarse de las apuestas de caballos, la lotería y la chinguia con los dados. Le prometió ser un hombre distinto si ella se lo permitía, pero no hubo manera de disuadirla. Él cayó vencido ante su determinación de hierro.

Hace poco alguien le dijo que su mujer andaba de romance con un militar al que recibía en el cuarto que una vez fue suyo, y que la habían visto entrar en algunas cantinas de Santa Ana vestida con trajecitos estrechos y platinados y maquillada como las artistas.

Pero él no lo creyó posible porque sabía que a su mujer no le gustaban esos julepes. Él la había sacado nueva de su casa, siendo casi una niña, y se mantuvo ocupada cuidando su hogar y criando muchachos, así que ella desconocía el gusto por aquellas frivolidades. «Deben ser habladurías de la gente perversa y envidiosa», había pensado sin darle mayor importancia a los comentarios. Llevaba, sin embargo, varios días sin ir a su casa.

El hombre volvió a acomodarse sobre la banqueta y casi al instante lo ganó el sueño. Soñó con su mujer. Soñó que descolgaba sus vestidos del perchero y los empacaba en dos fundas, pero no para arrojarlas por el balcón, sino para regalarlos a quien los quisiera. Despertó en la madrugada, sacudido por el ruido que como un trueno retumbó debajo de él. Abrió los ojos y vio el lado viejo de la ciudad iluminado por un siniestro centelleo y una enorme columna de humo que se elevaba por encima del Chorrillo y era llevado por aire mar adentro. Escuchó gritos de histeria en la lejanía y aullidos de sirenas y el aleteo de helicópteros sobre la cumbre del Ancón. El hombre volvió a cerrar los ojos y se dispuso a seguir soñando. «Mañana la iré a buscar otra vez para hacerme perdonar», murmuró. «No soportará pasar estas navidades sin mí». Y con esa certidumbre se dejó arrebatar por el sueño.

Ahora lo despertó el frío del amanecer. Las rosas, cobijadas en su regazo, empezaron a abrir sus pétalos para recibir las caricias del rocío que llegaba con la neblina fugaz.

El hombre ni siquiera intentó moverse, pues sabía que aún le quedaba tiempo para seguir soñando bajo el cielo florecido de estrellas, frente al mar de aguas tranquilas y al arrullo de la brisa, y feliz, además, por haber conocido la tristeza de reír y el dulce alivio de llorar. Era el 20 de diciembre de 1989, día desde el cual ninguno de nosotros volvió a ser el mismo.

3 de agosto de 1995.

La tumba sin sosiego.

Premio Nacional de Cuento José María Sánchez, 1996

Coordinador del Viernes Cultural:
Pedro Crenes Castro

[email protected]
(Panamá, 1972), es escritor. Es columnista y colaborador en varios medios panameños y españoles. Ha ganado dos veces el premio Nacional de Literatura Ricardo Miró de Panamá y dicta talleres literarios. Vive en España desde el año 1990.
https://senderosretorcidos.blogspot.com/