El Dr.Timothy Thomson, M.D., Ph.D. es director de INDICASAT-AIP (Panamá). Licenciado en Medicina por la Universidad de Salamanca (España). Doctor en Medicina y Cirugía por la Universidad de Murcia (España). Médico Especialista en Inmunología Clínica. Investigador en el Sloan-Kettering Cancer Center de Nueva York (EEUU) durante 5 años. Investigador en la New York University de Nueva York (EEUU) durante 3 años. Investigador Científico y Líder de Grupo en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (España), durante 33 años. Investigador Invitado en las Universidad de Harvard en Boston, Massachusetts (EEUU) y Universidad de Michigan, Ann Arbor, Michigan (EEUU). Miembro de la Plataforma Temática Interdisciplinar – Salud Global del CSIC (España). Autor de 75 artículos de alto impacto en revistas internacionales y co-inventor en 13 solicitudes de patente. Desarrolló su carrera investigadora en Inmunología, Biología y Metabolismo del Cáncer, Bioquímica, Genética, Descubrimiento de Fármacos y COVID-19.
A finales de diciembre de 2019, entre los especialistas dedicados a vigilar y estudiar enfermedades infecciosas que pudiesen llegar a ser un peligro para la población mundial, principalmente científicos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), se empezaron a propagar rumores de una nueva enfermedad respiratoria que estaba afectando a la población de Wuhan, una ciudad de más de 13 millones de habitantes situada en el centro de China.
El 30 de diciembre, el Centro para la Prevención y Control de Enfermedades de Wuhan (Wuhan CDC) emitió una alerta a los hospitales de la ciudad sobre evidencias de varios casos de una misteriosa y grave neumonía. Por sus características clínicas, desde el primer momento se sospechó que esta enfermedad tenía relación con una neumonía que también se inició y propagó en China en 2002, el síndrome respiratorio agudo grave (Severe Acute Respiratory Syndrome, SARS), de la que murieron 916 personas, de un total de 8,422 casos con infección demostrada (es decir, una tasa caso-fatalidad, o CFR, del 10.9%). Ahora bien, no se habían reportado nuevos casos de SARS desde 2004, por lo que esa epidemia se había dado por extinguida.
Un oftalmólogo del Hospital Central de Wuhan, Li Wenliang, que leyó la alerta de Wuhan CDC y un informe clínico de un paciente cuya enfermedad se había atribuido a un virus de “tipo SARS”, difundió, el mismo día 30, que se habían confirmado 7 casos de SARS en su hospital. Li fue la primera persona en alertar públicamente de la nueva enfermedad, por lo que fue reportado y reprendido por la dirección del hospital y por policía de Wuhan, ya que las autoridades querían evitar el pánico entre el público. Li Wenliang volvió a su trabajo y, el día 8 de enero, contrajo el misterioso virus de un paciente que no había sido diagnosticado. Murió el día 7 de febrero, por una insuficiencia respiratoria extrema e irreversible a pesar de recibir cuidados avanzados y extremos.
El nuevo virus fue identificado como un coronavirus semejante a SARS, con dos primeras secuencias de ADN publicadas el día 10 de enero de 2020, a las 00:41 y 00:44 (hora del meridiano de Greenwich, GMT).
Una tercera secuencia fue publicada el 11 de enero, a las 01:01 GMT. El 30 de enero, la OMS declaró una emergencia de salud pública internacional.
El 11 de febrero, el Comité Internacional de Taxonomía Vírica llamó al nuevo virus “severe acute respiratory syndrome coronavirus 2”, o SARS-CoV-2.
La enfermedad causada se denominó “coronavirus disease – 19”, o COVID-19. Para entonces, el nuevo virus se estaba propagando rápida e imparablemente por todo el planeta, a pesar de los confinamientos de la población decretados en numerosos países. Las únicas excepciones iniciales fueron Nueva Zelanda, Australia y otros países insulares, que impusieron estrictas restricciones de entrada de personas desde el exterior y una robusta política de “cero COVID”, que permitió ganar tiempo hasta que se desarrollaran vacunas eficaces.
Por un milagro de la biotecnología actual, en brevísimo tiempo se diseñaron, probaron y, desde diciembre de 2020, se administraron en todo el planeta vacunas revolucionarias que permitieron parar los devastadores efectos de este virus altamente infeccioso y mortífero.
A finales de 2024, se habían administrado cerca de 15 mil millones (15 “billones” en inglés) de dosis de vacunas anti-SARS-CoV-2. En 2023, se concedió el Premio Nobel en Fisiología y Medicina a los Doctores Katalin Karikó y Drew Weissman por sus descubrimientos en química del ácido ribonucleico (ARN), que permitieron el rápido desarrollo de eficaces vacunas “ARN mensajero” (ARNm) contra SARS-CoV-2, que, literalmente, salvaron a la humanidad de una catástrofe mucho mayor que la experimentada.
La dramática muerte de Li Wenliang tuvo repercusión mundial, pero solo fue una más de al menos 7 millones de muertes oficialmente atribuidas a SARS-CoV-2, siendo las cifras estimadas, probablemente más cercanas a la realidad, de entre 18.2 a 33.5 millones de muertes a finales de 2023.
A principios de 2023, se contabilizaron más de 750 millones de personas oficialmente infectadas por el virus (dando una CFR oficial del 0.9%), siendo seguramente mucho más alto el número real de personas infectadas.
Ahora bien, ¿por qué puede SARS-CoV-2 ser tan mortífero en humanos que no están vacunados? Este es uno de varios coronavirus que pueden infectar a seres humanos.
Se llaman así porque su “envuelta” presenta unas proteínas que rodean a la partícula vírica, dando la apariencia de una pelota con una corona de espinas, en imágenes de microscopía electrónica.
Se conocen 4 coronavirus que causan infecciones respiratorias estacionales leves, 229E, NL63, OC43 y HKU1.
Hay 3 coronavirus que causan enfermedad grave en humanos: SARS-CoV, causante del brote de SARS en 2002-2003, SARS-CoV-2, causante de la actual pandemia de COVID-19, y MERS-CoV, causante del síndrome respiratorio de Oriente Medio (Middle East Respiratory Syndrome, MERS) en 2012-2013. Este último, detectado inicialmente en Arabia Saudita, fue responsable de 859 muertes en 2,494 casos detectados, dando, por tanto, una CFR del 34.4%.
Es decir, SARS-CoV-2 (CFR 0.9%) causa una mortalidad relativa menor que SARS-CoV (CFR 10.9%) o MERS (CFR 34.4%), aunque, obviamente, es mucho más mortífero que los coronavirus estacionales.
La “ventaja” de SARS-CoV-2 respecto de los otros 2 coronavirus altamente patogénicos en humanos es que tiene una mucho mayor capacidad de ser transmitido entre personas.
Gracias a esa propiedad, SARS-CoV-2 ha infectado a más de mil millones de personas, y sigue infectando a miles de millones más, mientras que SARS-CoV y MERS han infectado a pocos miles de personas durante dos años cada uno y, a efectos prácticos, se pueden considerar extinguidos.
En consecuencia, la mortalidad absoluta causada por COVID-19 es altísima: una pandemia histórica, que continúa a día de hoy, en febrero de 2025.
Durante el primer año de la pandemia en 2020, hasta la llegada de las vacunas a principios de 2021, en muchos países se vivieron situaciones colectivas dramáticas, en escenarios más propios de una guerra: muchísimos pacientes graves, muchísimas muertes incluyendo familias completas, las urgencias hospitalarias y los sistemas de salud colapsados, hospitales de campaña construidos aceleradamente…
Los médicos y los patólogos empezaron a describir cuadros clínicos desconocidos hasta entonces: pulmones llenos de líquidos y destrozados por células inflamatorias, que daban imágenes inconfundibles por rayos X, y, al microscopio, descubrieron que los capilares pulmonares estaban totalmente rotos.
En los análisis bioquímicos y hematológicos, se encontró que los pacientes más graves presentaban una potentísima reacción inflamatoria, detectable no solo en la sangre, sino también en casi todos los órganos del cuerpo además de los pulmones, incluyendo el cerebro, el corazón, los riñones, el páncreas o el hígado.
Ante estas evidencias, y aún sin saber por qué se producía esa potente y grave reacción inflamatoria fuera de control, los médicos de varios países empezaron a tratar a los pacientes más graves, ya a principios de febrero de 2020 en España e Italia, hacia mayo-junio en el Reino Unido, y después en el resto del mundo, con fármacos anti-inflamatorios que usaban, desde hacía años, para tratar lo que los especialistas llaman una tormenta de citoquinas, un cuadro médico que se produce, por ejemplo, en pacientes tratados con ciertas inmunoterapias que activan el sistema inmune.
Así, fármacos como dexametasona (un potente corticoide con propiedades anti-inflamatorias) o Tocilizumab (un anticuerpo que bloquea la función de una citoquina inflamatoria, llamada interleuquina-6) salvaron muchas vidas de pacientes con COVID-19 grave.
Pero los médicos que salvaron tantas vidas con esos fármacos no sabían por qué la infección por SARS-CoV-2 causaba una inflamación tan potente que, si no se controlaba con los fármacos adecuados, podía matar a pacientes con COVID-19.
En otras palabras, lo que los médicos estaban demostrando con su aproximación pragmática, casi intuitiva y de tiempos de guerra, es que SARS-CoV-2 no mataba “solo” por ser un virus que entraba en (y dañaba a) células del pulmón y de otros tejidos, sino porque causaba una inflamación tan extrema que dicha reacción inflamatoria podía matar al paciente.
La pregunta era entender cómo (mediante qué “mecanismos moleculares”) este virus causa tal reacción inflamatoria, de modo que dicho conocimiento ayudase a descubrir nuevos fármacos capaces de impedir o mitigar ese aspecto, potencialmente mortífero, de la actividad del virus SARS-CoV-2, de modo más específico que fármacos como la dexametasona o Tocilizumab.
Al tiempo que los sistemas sanitarios entraron en estado de sitio en todo el mundo, cientos de miles de investigadores en medicina y biología dejaron todo lo que estaban estudiando y entraron de lleno en la lucha contra el nuevo virus y su mortífera enfermedad.
Por ejemplo, el mismo día en que se publicó la secuencia del nuevo virus, el 10 de enero de 2020, se inició en China, Alemania, Estados Unidos, Reino Unido, Cuba y otros países el diseño de vacunas que salvaron al mundo en poco más de 1 año. Y ejércitos de investigadores, generalmente coordinados en grupos que juntaban diferentes capacidades y conocimientos, empezaron a estudiar el virus, cómo se propagaba tan fácilmente y cómo causaba tanto daño.
Poco después de iniciarse la pandemia, los investigadores descubrieron que SARS-CoV-2 tenía la capacidad de impedir una respuesta efectiva contra el virus. En una persona sana, una célula que se infecta con un virus se defiende contra esta invasión produciendo unas moléculas llamadas interferones, más específicamente interferones de tipo I (IFN-I). Estos IFN-I impiden la proliferación del virus en la célula infectada. Pues bien, se descubrió que SARS-CoV-2 tiene moléculas (proteínas) propias del virus que impiden el funcionamiento de los sistemas de la célula para producir IFN-I. Ello permite a SARS-CoV-2 reproducirse sin impedimento en las células infectadas, matarlas y finalmente salir en grandes números para invadir otras células.
Además de descubrir este mecanismo por el que SARS-CoV-2 impide la respuesta de tipo IFN-I, los científicos descubrieron cuáles proteínas del virus, exactamente, son las responsables de impedir la respuesta IFN-I.
Todos los virus, y también SARS-CoV-2, tienen proteínas que les permiten reproducirse dentro de las células que infectan y formar nuevas partículas víricas infectivas (lo que se llama ciclo vital del virus). Estas se llaman proteínas estructurales y proteínas no estructurales. Pero SARS-CoV-2 tiene otras proteínas que no son necesarias para su ciclo vital. Estas proteínas se llaman proteínas accesorias, de las que nuestro virus tiene 11.
Pues bien, los investigadores descubrieron que algunas de estas proteínas accesorias, por ejemplo, las llamadas ORF6 o ORF3b, son las responsables de impedir una respuesta IFN-I en las células infectadas por SARS-CoV-2. Más aún, los investigadores descubrieron que estas proteínas accesorias chocaban con, y bloqueaban directamente a, las proteínas de la célula encargadas producir la respuesta IFN-I.
Si se eliminan estas proteínas del virus en experimentos de laboratorio, SARS-CoV-2 no inhibe la respuesta IFN-I, y por tanto no se replica tan bien como el virus completo. Por ello, muchos investigadores han dedicado sus esfuerzos a diseñar fármacos que puedan impedir la acción de estas proteínas accesorias, aunque hasta ahora no se ha descubierto ningún fármaco suficientemente eficaz para inhibir esta actividad del virus.
Estos descubrimientos fueron muy importantes para entender algunas actividades dañinas de SARS-CoV-2 sobre la respuesta de tipo IFN-I, pero no explicaban la inducción en los pacientes de una respuesta inflamatoria excesiva e incontrolada, que los podía llegar a matar.
Una inflamación consiste en la respuesta del organismo frente a infecciones, daño a los tejidos o agentes irritantes irritantes, en que el organismo intenta eliminar estos agentes potencialmente dañinos, atrayendo al lugar del daño a células inmunes y aumentando la circulación local de la sangre.
Como se puede deducir, la inflamación no es sinónimo de infección, puesto que puede haber inflamación sin que haya infección, por ejemplo, en respuesta a químicos irritantes.
La inflamación puede ser aguda, cuando sigue inmediatamente a la exposición a los agentes dañinos, o crónica, cuando no se consigue eliminar a los factores que han iniciado la inflamación, por lo que el proceso inflamatorio continúa durante largo tiempo.
En este sentido, la inflamación tiene una función positiva, es decir, eliminar agentes dañinos, pero frecuentemente causa daños colaterales, afectando a tejidos que inicialmente no estaban afectados. En condiciones normales, la inflamación se resuelve cuando se elimina la causa de la inflamación, y cuando se curan sus efectos colaterales.
Cuando un microorganismo invade un organismo, p. ej., un virus que infecta células pulmonares, no solo se produce una respuesta IFN-I, sino que la célula infectada activa varios procesos mediante los cuales acaba produciendo y secretando unas moléculas, llamadas citoquinas.
Estas proteínas atraen hacia la célula infectada células del sistema inmune, que inician el proceso inflamatorio. Una de estas citoquinas se llama interleuquina 1 beta (IL-1b). Una de las formas por las que SARS-CoV-2 causa que las células infectadas produzcan una alta cantidad de IL-1b es a través de una estructura que se encuentra dentro de todas las células, de tamaño nanométrico, llamada inflamasoma.
Varios investigadores encontraron que SARS-CoV-2 activaba excesivamente el inflamasoma en los pulmones infectados, y que fármacos que inhiben los inflamasomas mitigaban la inflamación y el daño pulmonar, y mejoraban significativamente la supervivencia de ratones infectados con el virus, estudiados en condiciones experimentales controladas.
Estos descubrimientos representaron un paso más en el conocimiento de cómo SARS-CoV-2 causa una inflamación descontrolada y potencialmente mortal, y abrían la vía para descubrir nuevos tratamientos, esta vez diseñando nuevos inhibidores del inflamasoma.
Ahora bien, aún no se sabía cómo, más precisamente, el virus causaba esta activación excesiva del inflamasoma. Por ello, nuestro equipo de investigadores decidimos estudiar cuáles de las proteínas accesorias de SARS-CoV-2 causaban una mayor activación del inflamasoma.
Encontramos que una de estas proteínas, llamada ORF9b, causa una potente activación del inflamasoma cuando ORF9b se introduce en varios tipos de células humanas, y que esta activación es muy superior a la causada por cualquier otra proteína accesoria del virus, o por todas las otras proteínas accesorias juntas.
Esto indicaba que ORF9b es el factor más potente usado por SARS-CoV-2 para inducir una fuerte activación del inflamasoma, a lo que sigue una alta producción de IL-1b por las células infectadas, y, finalmente, una excesiva reacción inflamatoria.
Esta evidencia nos movió a diseñar moléculas capaces de inhibir ORF9b y, por ende, de inhibir la excesiva activación del inflamasoma y la inflamación provocada por SARS-CoV-2.
Para ello, aplicamos inicialmente herramientas de Química Computacional. Esta es una disciplina en la que, en lugar de usar moléculas reales y tangibles, se usan las estructuras atómicas de las mismas. Una estructura atómica es la representación de todos los átomos de una molécula y sus propiedades físicas y químicas, pero en forma de coordenadas, formando un mapa tridimensional en que cada átomo está situado en donde le corresponde en la molécula real, y para el que se conocen todas sus propiedades, por ejemplo, sus cargas eléctricas, sus interacciones y las distancias con otros átomos de la molécula.
Las estructuras atómicas de las moléculas se pueden conocer (se resuelven) mediante métodos físicos, tales como la difracción de rayos X, o la microscopía crioelectrónica. Estas técnicas permiten conocer no solo la “forma” de las moléculas, sino también sus propiedades físicas y químicas.
En 2021 y 2022, varios laboratorios habían resuelto la estructura de ORF9b, concluyendo que esta molécula, normalmente, forma un par con otra molécula idéntica, lo que se conoce como homodímeros (homo = igual; dímero = dos; es decir, “dos de lo mismo”).
Nosotros razonamos que, si se pudiese impedir que ORF9b forme homodímeros, dejaría de funcionar activando inflamasomas. Por otro lado, se sabía también por otras investigaciones que, cuando SARS-CoV-2 infecta células y produce ORF9b, esta proteína del virus se une a unos orgánulos de las células llamadas mitocondrias, y que esta unión es importante para las funciones de ORF9b (que no se conocían hasta nuestro estudio).
De nuevo, razonamos que, para que ORF9b se uniese a las mitocondrias, necesitaría formar homodímeros, y que, si se impedía que se formasen, ORF9b dejaría de estar unida a las mitocondrias.
¿Cómo impedir que ORF9b formase homodímeros?:
Nuestra propuesta fue buscar otras moléculas que se intercalasen entre las dos moléculas de ORF9b que forman un homodímero, impidiendo o rompiendo el homodímero, lo que se conoce como “inhibición de interacciones proteína-proteína”.
En este caso, la interacción proteína-proteína que se quiere inhibir es entre dos proteínas idénticas, las dos moléculas del homodímero de ORF9b.
Para encontrar moléculas capaces de “romper” el homodímero de ORF9b, utilizamos programas computacionales que permiten simular la interacción de una molécula con otra, usando sus estructuras atómicas y sus propiedades físicas y químicas.
En las condiciones empleadas, solo algunas moléculas de una colección de cientos de miles de moléculas arbitrarias pueden interaccionar “correctamente” con ORF9b.
Los algoritmos y los computadores que usamos permitieron analizar la calidad y la fuerza de las interacciones moleculares (simuladas) de cientos de miles de moléculas de una colección arbitraria con ORF9b (su estructura atómica), en un período de tiempo relativamente corto.
Estos experimentos “virtuales” (así llamados porque no se usan moléculas reales y tangibles) dieron como resultado unas cuantas “pequeñas moléculas” para las que se predijo una interacción correcta y fuerte con la parte de la proteína ORF9b que interactúa con otra molécula de ORF9b. Por tanto, se predijo que estas pequeñas moléculas romperían el homodímero ORF9b.
Estas predicciones computacionales necesitaban una demostración experimental de que estas pequeñas moléculas realmente podían romper el homodímero ORF9b.
Para ello, expertos en Síntesis Química de nuestro equipo de investigación sintetizaron físicamente las moléculas predichas con los modelos computacionales.
Otros miembros del equipo produjeron la proteína ORF9b recombinante, y demostraron experimentalmente que dichas moléculas sintéticas rompían el heterodímero ORF9b.
Una vez demostrado esto, otros investigadores del equipo, usando métodos de Bioquímica, Biología Celular e Inmunoensayos, demostraron que estas moléculas sintéticas impedían la activación del inflamasoma estimulada por ORF9b en células humanas.
Además, demostraron también que estas moléculas impiden que ORF9b se una a las mitocondrias y, de forma muy importante, que mitigan mucho la producción de citoquinas inflamatorias como la IL-1b, cuando se introduce ORF9b en las células humanas.
Finalmente, demostraron que estas nuevas moléculas sintéticas inhiben la secreción de citoquinas como la IL-1b cuando células de pulmón humanas se infectan con el virus SARS-CoV-2. Esta última prueba es el paso final que demuestra que este largo proceso de investigación y de diseño y creación de nuevas moléculas inhibidoras de la homodimerización de ORF9b ha permitido crear nuevas moléculas que se podrían convertir en medicamentos para tratar las graves consecuencias de una inflamación descontrolada causada por una infección por SARS-CoV-2, en personas susceptibles.
Además de haber creado estas moléculas con un modo de acción muy específico sobre SARS-CoV-2, lo que este trabajo demuestra es que el concepto y las metodologías usadas se pueden aplicar a otras enfermedades víricas, no solo COVID-19, que también pueden estar asociadas a una reacción inflamatoria excesiva y dañina. Es decir, virus como dengue o influenza, que contienen sus propias proteínas accesorias, y que pueden causar enfermedad grave con manifestaciones de inflamación patogénica, se podrían abordar mediante pequeñas moléculas sintéticas que impidan los efectos dañinos de tales proteínas accesorias.
Referencia: Zodda, E., Pons, M., DeMoya-Valenzuela, N., Calvo-González, C., Benítez-Rodríguez, C., López-Ayllón, BD, Hibot, A., Zuin, A., Crosas, B., Cascante, M., Montoya, M., Pujol, MD, Rubio-Martínez, J. y Thomson, TM (2025), Inducción del inflamasoma por la proteína accesoria ORF9b del SARS-CoV-2, anulada por inhibidores de homodimerización de moléculas pequeñas ORF9b. Revista de Virología Médica, 97: e70145. https://doi.org/10.1002/jmv.70145