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El sesgo de confirmación no desaparecerá: está inscrito en nuestra biología. Pero reconocerlo y diseñar procesos comunicativos que lo contengan es lo que permite que la ciencia avance

Por: Magister Nathalie Carrasco-Krentzien. Consultora en comunicación estratégica científica, neurocomunicadora y arquitecta de impacto.



La ciencia se define, en esencia, como la búsqueda sistemática de la verdad. Sin embargo, incluso en entornos donde la objetividad es el ideal supremo, los seres humanos seguimos siendo vulnerables a un sesgo cognitivo que puede torcer la brújula de la investigación: el sesgo de confirmación.

Este fenómeno, descrito desde los experimentos de Peter Wason (1960) y ampliamente revisado por Nickerson (1998), consiste en la tendencia a buscar, interpretar y recordar información que valida nuestras hipótesis, mientras ignoramos o desestimamos la que las contradice. Daniel Kahneman lo definió como la manifestación más evidente de nuestra “máquina de saltar a conclusiones”.

En la práctica científica, el sesgo de confirmación se infiltra en varias etapas: en la formulación de hipótesis, cuando tendemos a diseñarlas a partir de lo que ya creemos probable; en la recolección de datos, seleccionando los que “encajan mejor”; y en la interpretación, reforzando la narrativa que deseamos sostener. Incluso el proceso de revisión por pares no está exento, pues la comunidad científica también busca coherencia con teorías dominantes.

Los ejemplos abundan. Estudios clínicos descartados porque sus resultados no coincidían con lo esperado, teorías defendidas más allá de la evidencia empírica, investigadores que citan trabajos que fortalecen su visión y dejan fuera aquellos que la desafían. El peligro es claro: cuando el sesgo de confirmación no se reconoce, la ciencia corre el riesgo de convertirse en un espejo que solo refleja sus propias creencias.

La neurociencia de la comunicación aporta claves para entender por qué este sesgo es tan poderoso. El cerebro humano está programado para conservar energía: procesar información que contradice nuestras convicciones activa el córtex prefrontal, demandando esfuerzo cognitivo y generando incomodidad emocional. En cambio, confirmar lo que creemos activa los circuitos de recompensa dopaminérgicos, generando placer y refuerzo inmediato. No es casualidad que las teorías consolidadas resulten más atractivas que las ideas disruptivas.

¿Cómo puede la comunidad científica enfrentar esta trampa? La neurocomunicación estratégica sugiere varias prácticas:

  • Diseño de preguntas abiertas: formular interrogantes que no busquen validar, sino explorar posibilidades. Por ejemplo, sustituir “¿funciona este fármaco?” por “¿en qué condiciones este fármaco no funcionaría?”.

  • Diálogo disonante: legitimar espacios donde los equipos presenten tanto evidencia a favor como en contra de una hipótesis, equilibrando la narrativa científica.

  • Comunicación multimodal: contrastar datos mediante narrativas visuales y verbales que obliguen a reinterpretar hallazgos desde diferentes ángulos.

El sesgo de confirmación no desaparecerá: está inscrito en nuestra biología. Pero reconocerlo y diseñar procesos comunicativos que lo contengan es lo que permite que la ciencia avance, no que se estanque en sus propias certezas.

La pregunta, entonces, es provocadora: ¿qué tanto de lo que hoy defendemos en nuestras investigaciones es resultado de la evidencia… y qué tanto es fruto de una convicción previa que seguimos confirmando?

La autora es abogado, comunicadora y Business Process Manager, enfocada en gestión empresarial con tres maestrías en Comunicación: Máster en Comunicación Estratégica y organizacional, Máster en Neurocomunicación, Máster en Comunicación Científica. Vive en Canadá.