Hoy comparto algunas reflexiones sobre el tambor, tan fundamental en los sonidos que dan voz y vida. Más allá de su presencia sonora, es un vínculo con lo invisible, un espacio donde se encuentra cuerpo y espíritu. Es el palpitar que despierta memorias dormidas, una esencia ancestral que se transmite sin necesidad de palabras.
Por: Mario García Hudson | Fotos: Benigno Quintero

El autor es investigador, encargado del Centro Audiovisual de la Biblioteca Nacional Ernesto J. Castillero R.
I
El origen

En el golpe que nace del cuero late una sabiduría ancestral que no se escribe ni llega a leerse, sino que habita y respira en la piel. Este texto es un homenaje a esa corriente que atraviesa épocas y entrelaza cuerpos y espíritus. No se trata de una historia dicha: es una danza; no de una voz, sino un aliento que vive en el movimiento.
Somos resonancias que evocan, una invitación a escuchar ese clamor profundo que nos convoca a existir, a perseverar, a ser parte de un mapa sin fronteras, tejido con vibraciones compartidas.
Cuando el sonido vibra en el aire, se convierte en un puente invisible entre generaciones, un hilo que une el pasado con el presente. La tierra bajo los pies despierta como un territorio vivo, dibujado no con tinta, sino con el trazo de quienes caminan sobre ella. No es algo que la razón pueda explicar; es un conocimiento que el cuerpo reconoce sin dudar.
II
El cuerpo como archivo

Esa pulsación vital habla directo al espíritu, sin necesidad de traducción. Es un susurro sin voz que penetra cada gesto instintivo. En esa frecuencia sagrada habita una huella ardiente, que no se encuentra en libros, pero que queda grabada en la piel. La fuerza que impulsa la cadera, el despliegue que brota en la danza, son el idioma antiguo que la sangre conserva en silencio.
El pasado no duerme en papeles; renace en cada paso, en la manera en que los pies narran lo que las manos no alcanzan a tocar. Es una onda tenue que atraviesa los seres, una marca indeleble inscrita en cada músculo y hueso.
Ese saber corporal despierta cuando la cadencia llama: es la llave que abre lo oculto y revela lo que el silencio quiso enterrar. Por eso, cuando la melodía asciende, no avanzamos en soledad: caminamos junto a quienes vinieron antes y con aquellos que aún no han llegado.
III
El territorio como danza compartida

Y allá, en las costas y campos de Panamá, también retumba ese tambor. Canto del alma negra, fuego que no se apaga. En cada toque de cumbia, bunde y tamborito, resuena la dignidad de quienes convirtieron el dolor en danza y el exilio en ecos de parche. Es el vibrar que rompe el olvido, que desafía la indiferencia, que preserva vivo el flujo de una cultura que se rehúsa a desaparecer.
Esa claridad no solo ilumina: envuelve, respalda y transforma. El instrumento no es solo vibración; es una forma de resistencia que palpita en la cocina, en el barrio, en ese abrazo que no se nombra, pero retumba en silencio.
Donde otros oyen ruido, algunos escuchan un legado: el ritmo que sostiene y levanta. Es el lenguaje que no se traduce, el canto que no se olvida, que se siente en la piel estremecida.
IV
Sonidos que no se rinden

No somos descendientes de fronteras, sino del sonido compartido, de la herencia que se entreteje en el andar. Cuando el llamado suena, comprendemos que pertenecer no es una línea en un mapa, sino un vínculo que cruza el tiempo y une lo que fue con lo que vendrá.
Es un compromiso con lo que está vivo, el presente que se edifica al son de tambores y el futuro que toma forma en cada paso que damos juntos.
No llegamos a pedir permiso para existir, sino a responder. Avanzamos con la certeza de que ese eco profundo es lo más auténtico. Y aunque el mundo intente silenciarlo, renace en cada presencia que vibra, llena de vida, que lleva siglos cantando.
El cuero sagrado es más que energía: es un llamado a crear, a escribir con los pies, a habitar el tiempo como un territorio consagrado. Siempre que alguien escuche y responda, mientras el corazón permanezca abierto al pulso vital que brota desde lo profundo, la llama seguirá viva. Es la chispa que ilumina las noches oscuras, el impulso que rompe cadenas invisibles, la fuerza que nos invita a levantarnos y continuar danzando, a pesar de todo.
La voz ancestral no se apaga: respira encendida. Porque donde el compás ancestral habla, la huella camina con nosotros.
Por: Mario García Hudson | Fotos: Benigno Quintero

