fbpx

Por: Andrés Villa

Por: Andrés Villa, escritor. Tomado del libro, Leyendas Cuentos y Tradiciones  500 años de la Ciudad de Panamá como una manera de honrar la memoria histórica a propósito del inicio del Mes Patrio: El 3 de noviembre se celebra la Separación de Panamá de Colombia (1903), el 4 de noviembre es el día de los Símbolos Patrios.  El 5 de noviembre, consolidación de la Separación de Colombia.  El 10 de noviembre, el Grito de Independencia de La Villa de los Santos (1821) y el 28 de noviembre la Independencia de Panamá de España (1821). Que la Patria viva en cada corazón.

Caminaba yo por las estrechas calles de mi ciudad. Recuerdo bien que era una mañana despejada del mes de noviembre. Eran esos días en que la lluvia de la noche anterior había lavado el ambiente y el cielo claro, azul intenso era iluminado por un radiante sol.

Iba y con mis escasos quince años, distraído, cuando choqué con una señora muy elegante que llevaba unos paquetes bajo el brazo. Fui tan torpe que se los tire al piso y algunos de ellos cayeron cerca de un trío de soldados que hacían la ronda cotidiana. Me disculpé y para enmendar mi error, la ayudé a recogerlos. No sé por qué, pero la señora se tornó nerviosa ante la presencia de los militares. Rápidamente se alejó olvidando uno que había quedado un poco más allá.

Antes que pudiera alcanzarlo, lo tomó un soldado y al levantarlo se pudo ver por una rotura de su envoltorio que guardaba un paño de color rojo. El soldado lo enseñó a sus compañeros con un gesto de disgusto. No sé si porque asoció el color de la pieza de tela con el Partido Liberal, eterno enemigo de los gobernantes.

Todavía no me explico mi reacción. Con un gesto muy natural se lo quité de las manos y con un simple, “Se lo voy a dar a la señora, la conozco”, doblé la esquina y me les perdí de vista.

Me gustaba caminar por esta parte de la ciudad, que mis padres llamaban “de adentro”. Era más ordenada que la parte “de afuera”, donde vivíamos. Acá se encontraban numerosas plazas e iglesias antiguas y con algunas calles que terminaban en la playa, en la que se podía disfrutar del mar. Gozaba corretear descalzo por la arena dorada o caminar por las grandes lajas de piedra que dejaba la marea al retirarse y capturar cangrejos o simplemente chapotear en los charcos de agua salada.

Recuerdo que siempre evitaba pasar cerca de la fortaleza de Las Bóvedas, donde se acuartelaba el batallón del ejército que llegaba desde alguna ciudad de Colombia y en el que ondeaba aquella bandera amarilla, roja y azul. Nos decían que era nuestra bandera, era bonita, pero no sé, algo pasaba con esos colores. En el arrabal, como también le llamaba a la parte de afuera de la ciudad gustaban de las banderas rojas como el color del paño que llevaba en mi frenética carrera. Me metí por un callejón y al tratar de mirar atrás para ver si me seguían los temidos soldados, ¡pandam! volví a tropezar, parece mentira, con la misma señora, dueña del paquete.

Desde el piso noté su cara de asombro y su alegría al ver que le alargaba su tela roja como desagravio, la que seguía asomándose por las roturas del papel que la envolvía. Me ayudó a levantarme y me hizo subir hasta su casa cercana. Allí me ofreció una silla y calmó mi agitación con un vaso de limonada. No sin antes salir al balcón y mirar con disimulo a la calle, creo yo que para ver si los soldados me habían seguido.

Yo pude ver, con el rabillo del ojo, en su mesa de costurera pedazos de telas azules y blancos que parecían estar unidos por la máquina de coser que se veía a un costado. Como pude me despedí, prometiendo tener cuidado de evitar a la ronda y olvidar las telas y los colores que sabía ella que yo había notado en el rincón de la costura.

Bajé y con gran precaución salí del zaguán a la calle y me dirigí a mi casa en el arrabal no sin antes, en el camino, fijarme en la bandera de Colombia que ondeaba en un edificio. En esa bandera veía los dos colores de la mesa de la señora y un color amarillo que no sabía interpretar.

Una oleada de desazón me invadió al recordar las historias de los enfrentamientos entre los rojos de afuera, contra los de azul de adentro que mi papá y los vecinos contaban de tanto en tanto y los sangrientos episodios de la guerra de mil días de la que sí me acordaba bien, pues no hacía mucho había terminado. En la escuela nos decían que pertenecíamos a Colombia y que éramos colombianos, pero a todos nos gustaba llamarnos panameños.

Por eso sentí una gran agitación cuando días después un gran rumor recorrió todo el arrabal y noté como todos se dirigían hacia la plaza de la Catedral donde se daba un gran acontecimiento.

Yo seguí a mi padre y a varios de los vecinos. Él que siempre fue mi cariñoso conmigo, al ver que los acompañaba me dijo firmemente que regresara a la casa, que podía haber violencia. Yo me retrasé, pero lo volví a seguir. Sabía que algo grande pasaba y que no me lo podía perder.

Me mantuve a alguna distancia. En la catedral había una muchedumbre, decían que celebraban un cabildo abierto en que el pueblo escogería su destino independiente.

Solo alcancé a oír muchas protestas cuando los notables anunciaron que el país se llamaría, La República del Istmo. Uno y después muchos comenzaron a gritar. ¡Panamá¡ ¡Panamá! ¡República de Panamá!

Nunca esa palabra había resonado más dulcemente en mis oídos, Pa- na-má, Pa-na-má. Un sonoro nombre que no se me parecía a ningún vocablo de la lengua española. Pa-na-má. Entonces recordé a la maestra cuando dijo que era de origen indígena, Pa-na-má. Que precisamente en el sitio de nuestra ciudad hubo indios que mencionaron a los conquistadores esa palabra.

De pronto un cañonazo y después otro retumbaron, por las cuatro esquinas de la plaza y todos corrieron buscando protección. Un poco después se supo que una cañonera colombiana estaba bombardeando la ciudad desde la bahía y que los soldados de Las Bóvedas la rechazaron. La calma volvió, el pueblo se fue dispersando, esta vez no peleaban entre ellos.

Al día siguiente, la ciudad amaneció envuelta en rumores. Se mencionaba que batallones del ejército colombiano llegarían desde Colón. Que ahogarían la revolución a sangre y fuego. Que colgaría y fusilarían a todos los que fueron a la Catedral ese 3 de noviembre, y tantas cosas, unas más terribles que las otras.

No obstante, valientemente, pensé yo, volvimos a agruparnos en la plaza frente a la Catedral. Esta vez mi papá me tomó por los hombros y mirándome a la cara me dijo: Ya tienes quince años es hora que hagas algo por tu patria.

Orgullosamente caminé junto a él y entramos a la plaza justamente cuando un patriota apareció desde otra esquina ondeando una enseña tricolor. Era la bandera más bonita que había visto jamás. Estaba dividida en cuatro cuarteles, dos con los colores azul y rojo unidos por otros dos blancos en los que destacaban sendas estrellas con los mismos tonos.

Entonces reconocí que aquellos pedazos de telas de colores que estaban en la mesa de la señora, a la que ayudé días atrás, se habían transformado en un símbolo. Que había sido ella la que cosiera la bandera de mi país.

La enseña fue aclamada pues todos, los de adentro y los de afuera se reconocían en la alegoría. Vi a gente llorando, y gritando loas a la bandera. Comprendí que bajo la sombra de ese pabellón nacía una nueva república y que nada, ni nadie coartarían su destino de ser libre y soberana.

Por: Andrés Villa