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Después de una dura semana de trabajo, nada mejor que arrancar el fin de semana con el “viernes cultural”, esa reunión de amigos en las esquinas del barrio presagiando ya el descanso y la fiesta. Esta sección pretende hacer eso, arrancar nuestro fin de semana desde esta esquina virtual con cuentos y poemas de autores panameños para que los conozcan y los disfruten. Así que, ¡feliz fin de semana!, con sabor a literatura panameña de la buena.

Pedro Crenes Castro, coordinador del Viernes Cultural: Literatura Panameña [email protected]
Diseño: Carlos García Ponte

Un cuento de Nicolle Alzamora Candanedo

Nicolle Alzamora Candanedo

Nicolle Alzamora Candanedo (Panamá, 1992), ha publicado tres libros de cuentos, Caminando en círculos (2016), Desandanzas (2018), con el que ganó el Premio Diplomado en Creación Literaria, y El temblor (2022), todo ellos de una precisión técnica y narrativa de muy alto nivel. Una de las voces con más proyección en el panorama narrativo panameño.

Exploraciones, en el libro El temblor

Abrió los ojos a las siete de la mañana. Era sábado, pero el cuerpo ya estaba acostumbrado a madrugar. ‘Hoy es 12’. Fue su primer pensamiento. El primer doce de mayo que pasaba sola en diez años. Él se fue un dieciséis de julio, dándole casi diez meses de gracia antes de tener que enfrentarse a un aniversario. No sintió la punzada de llanto que solía atacarla los primeros meses después de la separación. Más bien sintió algo parecido a la pereza, al hastío, tal vez.

En su mente revisó su lista de compromisos y mandados pendientes y confirmó con una sonrisa decepcionada que no tenía absolutamente nada que hacer. Podía quedarse ahí, echada en su cama todo el día. Y no como en las películas, llorando, comiendo helado y viendo comedias románticas estúpidas. Sería un proceso de descanso y regeneración, algo así como una crisálida de veinticuatro horas.

Le gustó la idea. Como no se trataba de un enclaustramiento depresivo, había que organizarse. Decidió levantarse de la cama, prepararse un desayuno ligero, lavarse los dientes y darse un baño, todo lo más rápido posible para, cumplidos los compromisos biológicos de rigor, volver a acostarse.

A las ocho ya estaba de vuelta en la cama. Esta vez ya sin sábanas, eso sí. Pasó la primera hora viendo su celular. Revisó todas sus redes sociales. Vio cada foto en Instagram, cada meme en Facebook y cada noticia y discusión estéril en Twitter. Hasta pasó por Linkedin a ver los artículos más importantes. Agregó algunos pines nuevos en Pinterest y vio videos de gatos en YouTube. Al cabo de un rato soltó el teléfono y estiró la mano hasta encontrar su laptop. La prendió y abrió Netflix. Dobló las rodillas para usar sus muslos de apoyo para la computadora y empezó a buscar algo que ver.

Se decidió por un documental de asesinos en serie. Una hora y media más tarde, mientras pasaban los créditos del final, ya tenía en mente la siguiente película que vería. Una de esas de la Segunda Guerra Mundial.

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Cuando terminó, ya casi al mediodía, la computadora empezaba a calentarse. La apartó y se quedó así, con las rodillas dobladas, los ojos mirando al techo y la mente vacía. Paz. Silencio. Descanso. Estaba sola, tan sola que pareciera que no hubiera más nadie en toda la torre de apartamentos, en todo el planeta. No se escuchaba ni un carro pasar, ni un vecino esperando el elevador. Nada. Se quedó inmóvil por un tiempo que pareció eterno. Tan quieta estaba que, sin que se diera cuenta, una arañita empezó a recorrerle uno de sus muslos erguidos; subía y bajaba por su piel, midiendo, inspeccionando, calculando las distancias para construir su telaraña.

Ella sintió el hormigueo y la vio, sesuda. Parecía una ingeniera en una obra. Al principio le causó algo de respeto, la valentía del animalito de trepársele encima y convertirse en precarista en el cuerpo ajeno. A los pocos segundos, sin embargo, la atacó la picazón que da cuando se sabe que se tiene un bicho encima, la que viene con la terrible sensación de que se tiene insectos por todo el cuerpo. Bajó el muslo abruptamente y la araña, asustada, salió huyendo.

Se quedó pensando en la osadía del animal. Luego la excusó. ‘Seguro estuve inmóvil por tanto rato que la pobre no se dio cuenta de lo que hacía, creyó que yo era una cosa, un lugar, no una persona’. Pensó en lo inerte que debía verse su cuerpo en ese estado, al menos para la araña. En los tantos lugares de su cuerpo que llevaban meses de inactividad total, tramos de piel que habían pasado tanto tiempo sin ser atendidos, sacudidos; en cómo la araña prófuga de hoy podría ir a decirle a las otras que había encontrado un lugar desierto, vacío, casi completamente quieto que podrían inspeccionar, un lugar donde podrían vivir.

No. No lo podía permitir. Se desvistió. Sentada en el borde de la cama, completamente desnuda, empezó a palparse. Con las yemas de los dedos se tocó el cuero cabelludo, sintió las gruesas hebras cerrándole el paso. Puso sus dos manos sobre su rostro, distinguió cada granito, cada minúscula línea de expresión, esas que solo ella veía en las mañanas mientras se lavaba los dientes. Los labios resecos. ‘Tengo que comprar bálsamo de labios’.

Bajó a su cuello largo, se sintió los huesos del pecho, las clavículas, el esternón pronunciado, los hombros filosos. Se miró los brazos, largos y más flácidos de lo que quisiera admitir. Bajó la cara y se topó con sus senos, pequeños y puntiagudos; los tocó y enseguida sintió los pezones achicarse, endurecerse. Palpó su abdomen, las lonjas de grasa que se le asoman por los costados, el ombligo que siempre le ha parecido feo. Siguió bajando. Se tocó con la minuciosidad de quien está limpiando una casa. Tanteó cada milímetro y, en el camino, una sensación inesperada la recorrió desde la base de la espalda hasta el cerebro.

Tomó un desvío hacia los muslos. Sus dedos caminaban de puntillas entre los vellitos recién nacidos hasta llegar a las rodillas. Pasó por la curva firme de sus pantorrillas y volvió a subir, ahora por la parte interna de los muslos. Se sintió palpitar. Una de las manos decidió continuar la exploración. Palpó, acarició, jugó hasta que una sensación de calor la sacudió y la hizo estirar. Por un segundo se sintió torpe, como quien va por un sendero descuidado y se va tropezando a cada rato. Se permitió trastabillar, tantear en la oscuridad hasta encontrar los sitios donde aumentaba el calor, el goce. En el silencio absoluto de su apartamento vacío solo se escuchaba su respiración acelerada, el pulso trepidante de sus venas.

El recorrido de sus manos terminó unos minutos más tarde. El hastío de la mañana había desaparecido. Con una sonrisa se levantó de la cama y se puso un vestido azul. Iría a almorzar. Comida peruana. Tal vez una copa de vino. Mientras se ponía las sandalias pensó en la decepción que sufriría la araña cuando regresara y descubriera que el terreno baldío donde pensaba asentarse había desaparecido.

Tomado de “El temblor” (2022)


Coordinador del Viernes Cultural Literatura Panameña:
Pedro Crenes Castro

[email protected]
(Panamá, 1972), es escritor. Es columnista y colaborador en varios medios panameños y españoles. Ha ganado dos veces el premio Nacional de Literatura Ricardo Miró de Panamá y dicta talleres literarios. Vive en España desde el año 1990.
https://senderosretorcidos.blogspot.com/