El adiós de Telémaco, antología de la literatura venezolana actual publicada por la editorial Confluencias, y que reúne una selección de 39 escritores y escritoras de Venezuela, será presentada en Casa de América el próximo martes 18 de febrero a las 19.00 (hora de Madrid) por el crítico Carlos Sandoval, la poeta Verónica Jaffé (incluida en la antología),el escritor y director del Festival Hispanoamericano de Escritores Nicolás Melini y Juan Carlos Méndez Guédez, responsable de la selección y el prólogo de la obra. Durante la actividad, se le dará la bienvenida al nuevo director de programación de Casa de América, Moisés Morera Martín.
Presentamos en exclusiva para los lectores de La Web de la Salud, el prólogo de El adiós de Telémaco, un texto histórico, amoroso y esperanzador en la escritura de Juan Carlos Méndez Guédez.

Juan Carlos Méndez Guédez (Barquisimeto, Venezuela, 1967) es doctor en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Salamanca. Es autor de novela y cuento. Vive en Madrid. Este prólogo es la antesala de un texto que reúne a autores como Rafael Cadenas, José Balza, Yolanda Pantin, Ednodio Quintero, Rodrigo Blanco Calderón, Karina Sainz Borgo, Alberto Barrera Tyszka, Carmen Verde Arocha, Antonio López Ortega y Juan Carlos Chirinos, «todos ellos conocidos por el público lector español y traducidos a otros idiomas», reseña la editorial.«Se trata de una antología inusual, por cuanto incluye textos de diferentes géneros y trata de apresar y abarcar la literatura de toda una nación. Incluye cuentos, poemas y ensayos representativos tanto de los autores incluidos como de las temáticas identificadas en la literatura de Venezuela. En sus páginas sorprende gratamente cómo, a través de su literatura, se pueden mostrar las constantes de un país: el paisaje y el paisanaje, el clasismo y las tensiones sociales, la política y el caudillismo militar, y, en general, la idiosincracia de una sociedad toda desde personajes concretos e historias y poemas que evocan la realidad o la muestran, directamente».
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Mientras escribo estas notas, todavía fresco el olor a tinta de la última traducción de los libros de Karina Sainz Borgo (¿al coreano? ¿al rumano? resulta complejo seguir la pista de los 30 idiomas a los que está siendo vertida su obra), con muy pocos días de diferencia, Rodrigo Blanco Calderón presenta en Londres la traducción al inglés de su nueva novela, y Alberto Barrera Tyszka hace lo propio en São Paulo , pero en lengua portuguesa.
En el caso de Blanco Calderón, esta traducción viene a sumarse a las ya publicadas en francés, checo, ruso, y a las que están a punto de aparecer en ucraniano, serbio y turco. Por su parte, Barrera Tyszka, ha visto en los últimos años como sus libros también se publican en francés, inglés, chino, polaco, turco, alemán, holandés, italiano, danés y japonés.
No olvidemos, por otro lado, que en 2020 Yolanda Pantin ganó el premio García Lorca por el conjunto de su obra poética, y que el 2023 trajo a la literatura de Venezuela la infinita alegría de su primer Premio Cervantes otorgado al poeta barquisimetano Rafael Cadenas.
Del mismo modo, el pasado noviembre, en la Universidad de Salamanca se celebraron los treinta años de la Cátedra Ramos Sucre; y 2024 es el año en que por primera vez uno de los festivales literarios más importantes de España: el festival Hispanoamericano de Escritores que se realiza cada año en La Palma, tiene a Venezuela como tema central de su programación.
Algo bueno está pasando con la literatura venezolana.
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Pero es necesario dar un salto en el tiempo; alejarnos por unos instantes de los hechos literarios y asomarnos a la historia de ese país situado al norte de sur américa para poder tener cierto contexto del pasado de esa nación cuya realidad ahora mismo es una de las más dramáticas del mundo actual, y cuya literatura, paradójicamente, parece ser uno de los espacios más prometedores y vivos del presente.
El momento puede ser el caluroso 16 de septiembre de 1950. Frente al puerto de La Guaira, el velero Telémaco se aproxima con 171 pasajeros españoles que de manera ilegal intentan entrar a Venezuela; no traen permisos ni papeles de ninguna especie. Su travesía a través del océano ha sido terrible, tal y como contó para el diario Canarias ahora Teresa García Arteaga, la única mujer de aquella expedición: “Jamás imaginé que iba a pasar algo semejante. No se lo deseo a nadie. Aquel huracán, las olas que metían el agua por todos lados, el barco que parecía una cuna en un terremoto, la gente toda apretujada rezando en la bodega… […] Y luego el hambre, la falta de todo, la incertidumbre, el no saber si íbamos a sobrevivir”.
La aparición de este velero con nombre de reminiscencias clásicas no era un hecho extraño en esos años. Tal y como nos refiere el volumen: Al suroeste: la libertad de Javier Díaz Sicilia, desde 1948 decenas de precarias embarcaciones hicieron un viaje semejante para huir de la pobreza del franquismo y acceder a la pujante y prometedora vida venezolana de ese entonces.
Pero lo que singulariza el viaje del Telémaco fueron las décimas de sabor popular que uno de sus pasajeros: Manuel Navarro Rolo, escribió sobre aquella peligrosa gesta. En ellas, después de enumerar los sinsabores del viaje incorporaba unos optimistas versos de cierre: “Ya terminó la jornada/ No hay que dudar del Destino/ que nos conduce al camino/ de la extranjera morada,/ esta tierra codiciada/ hija fue del pueblo hispano/ y como somos hermanos/ de esta rama positiva,/ nos alienta a darle un viva/ al pueblo venezolano”.
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¿Por qué aquel grupo de españoles eran capaces de correr tales riesgos para llegar a Venezuela? ¿Por qué este país se convirtió luego a través de procesos de migración menos accidentados en un foco de atracción palpitante, tal y como evidencia una novela como Venezuela Imán de José Antonio Rial?
Un artículo de Tomás Páez y Manuel Hidalgo en la revista Araucaria condensa algunas respuestas:
“Con la explotación del petróleo por parte de las empresas líderes de Europa y Estados Unidos a partir de la segunda década de dicho siglo, el país aprovechó los recursos que poseía para integrarse en el mercado petrolero internacional. Para la tercera década del siglo XX se había convertido en el segundo productor del mundo y primer exportador de petróleo… El ritmo frenético de la expansión económica a partir de los años treinta, aunado a cambios en las políticas migratorias de otros países latinoamericanos en el periodo de entreguerras, ayudan a entender cómo este país se convirtió en un polo de atracción para migrantes de todo el mundo, en particular a finales de 1940”.
¿Pero qué pasó con Venezuela para que las imágenes noticiosas que ahora nos depara sean tan desoladoras y contrastantes con las que proyectaba a mediados del siglo XX?
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Escuché de niño el modo en que Venezuela tomó conciencia de que tenía petróleo debajo de su tierra.
Un terremoto en Colombia abrió grietas al otro lado de la frontera y en una hacienda llamada “La alquitrana” surgió de manera espontánea el oro negro que signaría la vida venezolana en el siglo XX y XXI.
Cierto es que los primeros habitantes de ese territorio en tiempos pre-hispánicos ya lo utilizaban para calafatear barcos, pero es a partir de este fenómeno natural que se sientan las bases para que en 1914 se desarrolle la primera refinaría de gran envergadura a partir del pozo Zumaque.
Otro elemento fundamental que debo exponer para hablar de esa Venezuela es resaltar que nuestra formación como país se desarrolló simbólicamente a partir de la figura militar de Simón Bolívar, líder de la gesta independentista, figura omnipresente en la realidad nacional a la que se denominó el Padre de la patria.
La combinación de estos dos elementos configuró el país que han conocido los autores incluidos en esta muestra literaria: un lugar rico durante largos períodos de tiempo y amparado bajo la paradójica figura de un militar conservador al que se le asignó el paradójico papel de “padre”, pese a que en su vida jamás tuvo descendencia biológica.
Este par de elementos produjo efectos positivos, pero también siniestros en nuestra condición íntima como comunidad. La Venezuela que conocí y en la que viví era un lugar de gran movilidad social, infraestructuras modernas, excelente educación pública, fácil acceso al mundo universitario, convivencia entre personas de diferentes orígenes geográficos, y escasas tensiones sociales y raciales. Allí se desarrolló además un mundo cultural de gran riqueza con excelentes museos, orquestas, festivales de teatro, librerías, una editorial esplendorosa como Monte Ávila y recitales poéticos que se encontraban al alcance de personas de cualquier condición social.
Del mismo modo, junto a estos elementos positivos, fuimos conformados por la idea de la riqueza como una casualidad merecida, un juego de azar en el que siempre debíamos resultar ganadores, una idea del presente como lugar de derroche; y un futuro inevitable de prosperidad y ascenso. Éramos ricos porque sí, porque hasta los terremotos en otros países abrían la tierra del nuestro para regalarnos la opulencia; pero además, éramos los descendientes de Bolívar; el padre de la patria; una suerte de “segundo Jesucristo” como decía una canción de la época.
Explícita o implícitamente, nos sentíamos parte de un pueblo elegido por la providencia, en la que nuestro heroísmo militar decimonónico nadaba en un mar de riqueza y vanidad.
Pero a esto debe sumarse un elemento fundamental para la comprensión de la cultura y la sociedad venezolana del siglo XX. Entre 1958 y 1998 vivimos al amparo de una democracia civil que logró constreñir a la casta militar a los cuarteles y los alejó relativamente de las decisiones nacionales y de la riqueza petrolera. Visto desde ahora y sin la infantilización a la que nos sometió la figura omnipotente del militar Simón Bolívar, se trató de un período esplendoroso, también lleno de problemas, contradicciones, inexplicables bolsas de pobreza, improvisación y nuevorriquismo, pero con resultados positivos que facilitaron la estabilidad política y el crecimiento social.
Mal que bien, el modelo funcionaba, pero como ha explicado Eduardo Fernández (entre muchos otros) era un modelo atado a los precios del petróleo. Cada vez que subían se experimentaba un esplendor económico, y cada vez que bajaban se entraba de lleno en una nueva crisis, pues no existían planes de contingencia, previsiones o proyectos alternativos para superar los baches.
El quiebre
La ruptura general y el comienzo de la gran tragedia que configura la actualidad del momento en que escribo estas notas tiene una fecha muy concreta. 27 de febrero de 1989.
Ese lunes siniestro, una revuelta popular generada por un insignificante aumento del combustible, produjo el caos en zonas populares del país y demostró el agotamiento del modelo del Estado Benefactor, el hastío ante la corrupción administrativa, el divorcio de la clase política de las realidades en marcha, y terminó por entregarle el control de las calles a dos de los factores más sombríos de nuestra historia como país: la turba saqueadora que se apropia de la riqueza ajena mediante actos de fuerza y la insaciable casta militar.
Desde ese momento, los ciudadanos desarmados perdimos el espacio de las ciudades.
Existen estupendos estudios sobre aquella fecha que analizan desde perspectivas diversas aquel momento trágico, pero no puedo dejar de resaltar el libro de Alonso Moleiro: La nación incivil, en el que se subraya cómo en ese momento la democracia y sus líderes se echaron a un lado para permitir que los cuerpos militares y policiales reestablecieran el orden a cualquier precio, saltándose cualquier vestigio de respeto a los derechos humanos, a la constitución, y a las leyes e instituciones que conformaban el país.
Desde el 89 los militares recuperaron la visibilidad pública, olieron la fragancia del poder y de las finanzas públicas que habían controlado durante la mayor parte de la historia venezolana, y finalmente, descubrieron que si sumaban su capacidad de fuego a la energía de las turbas hamponiles a las que inicialmente reprimieron, ya no debían compartir el mando del país con los civiles a quienes debían obediencia y respeto desde 1958.
La nueva Venezuela consolidada por las elecciones de 1998, y sostenida después a sangre y fuego por una oficialidad ajena a la constitucionalidad, se regiría como en el pasado: por la adoración bolivariana a los cuarteles y a la fuerza de las balas militares y paramilitares. Situación para la que las fuerzas armadas se venían preparando desde décadas atrás, como refieren las investigaciones de Domingo Irwin sobre el desarrollo de las logias militares que nunca aceptaron el juego democrático.
Ruptura que fue posible por el paisaje que hemos esbozado, y que de algún modo resumen títulos indispensables como La herencia de la Tribu de Ana Teresa Torres y el volumen Historia de un encargo: La catira de Camilo José Cela, de Gustavo Guerrero, en los que intuimos como aquel país de economía refulgente, siguió ocultando siempre dentro de su interior las semillas del caudillismo, la impostura de una identidad heroica, y la presencia de centauros invencibles que mágicamente se ofrecían para solucionar las contradicciones de la realidad con un gesto de fuerza y una dadivosa repartición automática de la riqueza.
La abundancia de informaciones sobre la Venezuela actual que existe en los medios de comunicación tal vez hace innecesario que me extienda en detalles sobre el presente propiciado por el poder militarista. Asomo tan solo tres elementos que pueden condensar el momento en que escribo estas notas: la diáspora roza la cifra de nueve millones de personas; el más reciente escándalo de corrupción que implica a altas autoridades del régimen venezolano refiere la “desaparición” de 21 mil millones de dólares, y el sueldo mensual de un jubilado se mueve entre los 10 y 15 dólares.
También el citado artículo de Páez e Hidalgo resume la situación de manera muy gráfica: “En la segunda década del siglo XXI Venezuela ha retrocedido en términos de PIB per cápita a los datos de las primeras décadas del siglo XX venezolano (Ecoanalítica, varios años) y se ha transformado en país de emigrantes”.
La literatura venezolana
Pese a la fortaleza económica del pasado, la riqueza de su mundo cultural y la relativa estabilidad política vivida entre 1958 y 1989, cuando la democracia logró vencer intentonas de la extrema izquierda y de la extrema derecha para destruir la convivencia ciudadana, es necesario acotar que hasta hace muy poco Venezuela tenía una figuración internacional muy restringida en cuanto a la difusión de su literatura.
De hecho, circula desde hace años una especie de leyenda urbana que atribuye a un irritado Guillermo Cabrera Infante la frase: “Ah, Venezuela, tanto petróleo y tan poca tinta”, que podría condensar esta invisibilidad.
Pese a eso, estoy convencido de que esa opacidad no respondía a razones artísticas, sino a las circunstancias derivadas del breve panorama expuesto en estas notas. La estabilidad social significó que no se desarrollaron exilios políticos masivos que permitiesen la difusión de la literatura venezolana en contextos universitarios o en los conjuntos editoriales de otros países. Por otro lado, el canto de sirenas producido por esa mezcla de petrodólares y la adoración a Bolívar, tal vez generó una suerte de ombliguismo en la que los autores del país no sintieron una curiosidad especial por proyectar sus obras más allá de sus fronteras.
Pese a esto, mi generación, y las generaciones inmediatamente anteriores y posteriores, crecieron al amparo de una literatura que, gracias a los escritores de la década del sesenta, tuvieron una alta conciencia artística en la que lo ficcional y lo poético guardaban sentido en sí mismos y se mantenían ajenos a las utilidades periodísticas o sociológicas que pudieron signar la literatura venezolana anterior. Eso explica la pervivencia de una creación de altas aspiraciones estéticas que, pese al horror político del presente, no ha descendido a los territorios del panfleto o de la pedagogía redentora, pero que tampoco ha dado la espalda a sus realidades más inmediatas.
Parecieran seguir vigentes las aspiraciones creativas que apenas superados la mitad del siglo XX desarrollaron voces fundamentales como Rafael Cadenas, Salvador Garmendia, Elisa Lerner, Adriano González León, José Balza y que provenían de una tradición de alta exigencia conformada por voces como las de José Antonio Ramos Sucre, Guillermo Meneses, Luz Machado, y especialmente la que considero la figura esencial del siglo XX: Teresa de la Parra, que pese a su brevísima obra, cerrada por su prematura muerte en Madrid en 1936, esbozó los lineamientos de una creación sostenida en la ironía cervantina, la inteligencia compositiva, la exactitud de las imágenes y la sutil iluminación de aspectos ocultos de la realidad de su tiempo.
El diagnóstico sobre lo que distingue a la literatura venezolana actual lo encontrará el lector interesado en investigadores como Carlos Sandoval, Miguel Gomes, Gustavo Guerrero, Carmen Ruiz Barrionuevo, Florence Montero, Luz Marina Rivas, Violeta Rojo, Paulette Silva, Gina Saraceni, Grégory Zambrano, Jorge Romero León, Gisela Kozak, Chiara Bolognese, María José Bruña, Tatiana Capaverde o Vicente Lecuna, entre otros, pero desde luego, las evidencias actuales hablan de una expansión internacional y de una recepción crítica y lectora cada vez más entusiasta y sostenida, de la que este volumen pretende dar una condensada muestra.
Rapsodia
Recuerdo que en febrero de 1989 puse a todo volumen la Bohemian Raphsody de Queen. Un modo de apagar el sonido de las ráfagas de ametralladora con la que el ejército estaba retomando el control de mi barrio. En ese momento permanecí acostado en el suelo leyendo tres libros: los cuentos de José Balza, unos ensayos de Manuel Caballero y un poemario de Eugenio Montejo.
La música y los libros, que devoraba a trozos saltando de una a otra página, eran como una continuidad que me daba una idea de orden, de inteligencia e imaginación superponiéndose a la barbarie.
Cuando me propusieron preparar este volumen imaginé así sus páginas. No las tradicionales divisiones por géneros, y la ficha biográfica previa de cada autor; sino el intento de una musicalidad sujeta por una continuidad hecha de diversidades y cambios de registro. Palabras que en mi mente su buscaban las unas a las otras.
La idea de este volumen es mostrar algunas voces en activo y en pleno ejercicio de su capacidad creadora. De haber podido expandir esta muestra a géneros como el teatro, la novela, la crónica y el diario literario habría sido indispensable también contar con la presencia de figuras como Elisa Lerner, Milagros Socorro, Oscar Marcano, Rafael Castillo Zapata, Ricardo Ramírez Requena, Federico Vegas, Marcos Tarre Briceño, Norberto José Olivar, Luis Yslas, Héctor Torres, Gustavo Valle o María Elena Morán, por solo citar algunos nombres.
En las siguientes páginas aparecerán lo que considero algunas de las líneas de fuerza que constituyen la contemporaneidad de la literatura venezolana: el duelo, la presencia irritante de un poder omnímodo, la construcción de territorios rurales y urbanos que se retroalimentan, la diáspora, la presencia de mundos mágicos; los discursos nacientes del siglo XXI, las voces que reprodujeron las contradicciones del esplendor petrolero del siglo XX: y las revisiones lúdicas, transgresoras de un siglo XIX ya no visto como el tiempo de la épica patriótica, sino como tiempo para el pensamiento y la reinvención humorística del rígido panteón nacional.
Sin realizar ningún esfuerzo para lograr este resultado, las voces que protagonizan estas páginas son herederas directas de los procesos humanos que definieron los años recientes del país caribeño. Escritores venezolanos nacidos fuera del país como Krina Ber, Blanca Strepponi o Doménico Chiappe; venezolanos descendientes directos de las migraciones del pasado siglo como Miguel Gomes; Lena Yau; Antonio López Ortega o Slavko Zupcic; escritores que residen en Venezuela como: José Balza, Carmen Verde Arocha, Sonia Chocrón, Silda Cordoliani, Santos López, Rubi Guerra, Yolanda Pantin, o autores que habitan desde hace años fuera de sus fronteras como Liliana Lara, Gustavo Guerrero, Verónica Jaffé, Leonardo Padrón, Alejandra Banca o Juan Carlos Chirinos, entre otros.
La literatura venezolana es un espacio natural de pluralidad: un lugar unificado y a la vez diverso. Puede leerse como un todo disgregado por la diáspora reciente, pero conectado alrededor de un cometido invisible: preservar los fulgores de una palabra sostenida en el asombro, la perplejidad, la duda, la multiplicidad de enfoques y sentidos alrededor de la condición cambiante de lo humano.
Frente a la univocidad que emana del poder, la literatura venezolana se abre en múltiples brazos, en múltiples interrogantes; al punto de que la contemplo ya no como la palabra de un país hinchado por sus delirios épicos del pasado, sino como el susurro de quien se interroga por su lugar en el mundo.
No hay en esta escritura, en estas voces, el sentido de ese hijo eterno que espera la salvación por la llegada milagrosa de un padre heroico que solucione y llene de bondad el presente y el futuro, sino muy por el contrario la ironía, el dolor, el escepticismo ante los grandes discursos de la historia, la cruda verdad de quien hace de la fragilidad el cimiento para reedificar su paisaje humano.
Frente a un mundo en el que la creación parece entregarse al “buenismo artístico”; “la ramplonería política” y “el moralismo azucarado” como menciona el ensayista colombiano Carlos Granés, pienso que la literatura venezolana ofrece un espacio divergente y libre: ella es lugar para el vértigo, las penumbras, las ambigüedades, el furor sexual, las perversiones, la belleza acorralada, la inesperada ternura, la culpa y el espanto.
Una literatura, tal vez signada por el poema: Fracaso de Rafael Cadenas:
Me has brindado solo desnudez…
Gracias por quitarme espesor a cambio de una letra gruesa.
Gracias a ti, que me has privado de hinchazones.
Gracias por la riqueza a que me has obligado.
Gracias por apartarme.
Gracias.
Algo bueno está pasando con la literatura venezolana.
