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Después de una dura semana de trabajo, nada mejor que arrancar el fin de semana con el “viernes cultural”, esa reunión de amigos en las esquinas del barrio presagiando ya el descanso y la fiesta. Esta sección pretende hacer eso, arrancar nuestro fin de semana desde esta esquina virtual con cuentos y poemas de autores panameños para que los conozcan y los disfruten. Así que, ¡feliz fin de semana!, con sabor a literatura panameña de la buena.

Pedro Crenes Castro, coordinador del Viernes Cultural: Literatura Panameña [email protected]
Diseño: Carlos García Ponte

El expediente, cuento de Consuelo Tomás

Consuelo Tomás


Consuelo Tomás (Bocas del Toro, Panamá, 1957), es una de nuestras más destacadas escritoras y una de nuestras más lúcidas intelectuales. Ha ganado en varias ocasiones el Premio Nacional de Literatura Ricardo Miró en las categorías de cuento, poesía y novela y ha escrito teatro. Agonía de la Reina (1995), Cuentos rotos (1991) y Lágrimas del dragón (2010) son algunas de sus obras.

El expediente

La primera vez que fue el Centro de Salud, el intruso era apenas un granito. Un punto rojo en el centro de su muslo que dolía y supuraba un agua verde. Pensó que se trataba de algún bicho que había logrado hincarle el aguijón y dejarle de paso algún huevo de recuerdo, por andar merodeando por allí, por sus territorios mínimos.

Había dudado mucho antes de decidirse por ir al médico. Con los remedios caseros que usaba desde chico había intentado curárselo, porque aunque era apenas un punto rojo le dolía. Primero intentó un emplasto con hojas de eucalipto. Como esto no resultó, buscó una piedra calentada bajo el sol que le quemó la piel, pero no logró vencer al intruso. Aplicó barro rojo, sábila, romero. Por último buscó un zapato viejo, le arrancó la suela, la hirvió en agua y se bebió la infusión de un solo sorbo, lo que le provocó una diarrea de tres días.

Probó el remedio de la indiferencia. No hacerle caso a la dolencia a veces conjuraba el mal. Pero el intruso crecía, apenas un punto rojo que picaba y dolía, se había prendido de su piel y se negaba a abandonarlo. Una leve cojera empezaba a delatar el efecto del intruso.

Alguien le había dicho que eso del Centro de Salud no servía para nada. Que lo único que hacían era darte menjurjes con sabor amargo y sacarle la plata. Pero el intruso crecía cada día y ya le estaba siendo difícil ponerse el pantalón.

Llegó al Centro y se detuvo en la entrada, perplejo. No sabía leer y no tenía la más mínima idea de qué hacer o a quién preguntar. Nunca había ido a un centro de atención médica, por miedo a las inyecciones, o a que le sacaran algo. Dejarse meter cuchillo era lo último que permitiría a nadie en la vida, había dicho alguna vez una de esas borracheras con las que ahogaba el cansancio de la semana y la frustración de la escasa paga. Entre su gente, existía además la creencia de que todo aquel que muere incompleto, está destinado a vagar buscando el pedazo que le quitaron. Buscando la totalidad con la que se vino al mundo.

Vio una mujer vestida de blanco con un extraño sombrerito en la cabeza, parecido al que usan las del Ejército de Salvación, y supuso que podría preguntarle.

―Vaya a esa ventanilla y muestre su cédula para que localicen el expediente.

Era la primera vez que escuchaba esa palabra y estaba lejos de saber lo que significaba. Pensó que era un nombre un poco raro para una enfermedad.

―Deme su cédula ―exigió la mujer sentada en la ventanilla, mientras revisaba papeles y formularios.

―No, mire, es que tengo un punto rojo aquí en el…

―Yo no soy el médico ―interrumpió de mala manera la mujer―. Deme su cédula para buscarle su expediente y darle la cita ―replicó y lo miró con dureza.

―Es que yo… no tengo ―titubeo apenado mientras barajaba la cabeza.

―¡Cómo que no tiene cédula! Entonces no se le puede atender.

―Pero es que yo…, nunca… ―intentó una explicación, pero en ese instante la mujer exigía al próximo en la cola el documento.

Salió de la fila desconcertado, y buscó con la vista a la mujer que lo había mandado a la ventanilla. Mientras la buscaba observó en el pasillo los enfermos regados en el piso, los niños que lloraban en la sala de espera, los letreros en las paredes que no podía leer, uno que otro médico con un aparato extraño colgado del cuello y la bata sucia. De repente la puerta de uno u otro consultorio se abría, y atisbando hacía hacia su interior, lograba ver un pedazo de camilla, algún frasco en un escritorio, o algún paciente con cara de dolor.

No pudo encontrar a la mujer del extraño sombrerito, y el dolor de su pierna, allí donde el bulto crecía, se fue haciendo más presente. La cojera involuntaria se pronunciaba a medida que avanzaba su búsqueda de alguna solución que justificara su presencia en ese lugar, que ya empezaba a parecerle feo y a olerle a muerte.

Miró hacia un rincón en el que había un médico joven, hablando con una mujer que también tenía el extraño sombrero y se dirigió cojeando hacia allá. El mal humor se había empezado a colar en el ánimo. No estaba acostumbrado a este tipo de situaciones.

―Usted es doctor ―le preguntó ignorando a la mujer.

―Eso creo, ¿por qué? ―le contestó el médico mientras aseguraba algo en el bolsillo derecho de su bata.

―Es que yo tengo un grano aquí que me duele mucho ―dijo señalando el punto de su pierna que crecía abultado la tela en ese punto.

― ¿Ya le hicieron su cita?

―Es que no me han hecho nada y esto ya me duele mucho…

―Pero es que usted tiene que ir a la ventanilla para que…

―Mire señor, yo ya fui a esa ventanilla y la señora esa me trató como si yo fuera una mierdita de gallina ―hablaba visiblemente contrariado, un enojo que el dolor de su pierna alimentaba.

―Cálmese señor, yo solo le estoy diciendo lo que tiene que hacer. Esas son las reglas aquí. El médico se tocaba el bolsillo derecho de la bata nervioso. La mujer intentó controlar la situación.

―Venga conmigo señor, vamos a sacarle la cita.

Con la esperanza de que por fin pudiera resolver el dolor de su pierna, ya que se estaba haciendo insoportable, siguió dócil a la enfermera. La pierna empezaba a pesarle como un saco de piedras, y más que cojear la arrastraba.

Nuevamente la ventanilla, la enfermera inquirió a la mujer sobre el expediente. La de la ventanilla le explicó, “el paciente no tiene cédula, y por lo tanto tampoco tiene expediente”

La enfermera dio instrucciones para que le hicieran la cita y le abrieran un expediente al señor. Lo pasaron a una oficina donde le hicieron preguntas, la mayoría de las cuales no pudo contestar. El dolor inundaba las fibras de su cuerpo, y un cansancio infinito se le colaba en la sien.

Lo dejaron sentado casi una hora mientras la mujer con el expediente daba vueltas por todo el Centro de Salud. Cuando regresó, estaba casi desmayado en la silla. Al despertar, se encontraba en una camilla y alguien lo cegaba con una linterna.

― ¿Desde cuándo tiene este tumor en la pierna? ―preguntó una voz que lo identificaba.

―Tres meses.

Recordó el día en que había ido a montear. Todo un día estuvo con el machete en la mano. Había hecho sol, había llovido, había hecho sol. Fue una jornada larga. El intruso apareció como a los tres días. Un puntito rojo. Nada importante, había pensado. Un poco de alcohol, o Bay Rum. Seguro era una coloradilla

En la semiinconsciencia, escuchó que la voz balbuceaba algo indescifrable, y percibió que movía la cabeza en sentido negativo. Lo sintió trabajar allí en el lugar de la pierna. A veces le llegaba una sensación de calor, a veces de frío. Comenzó a temblar y a sudar. Sintió sed, pero no se atrevió a pedir agua. Escuchó que las voces cada vez se alejaban más, gritaban y movían cosas. Alguien le agarraba la muñeca derecha. Sintió a su alrededor la presencia multiplicada. Lo revisaban, lo hurgaban, lo movían de un lado a otro. Ya no sentía la pierna y el dolor se había ido, pero el cuerpo era apenas una sensación gelatinosa que no respondía a su voluntad de incorporarse y mucho menos irse a casa

Ahora, río arriba, la lancha a motor avanza con un ruido sordo y monótono. De vez en cuando abre los ojos y alcanza a ver un pedazo del cielo que amenaza lluvia, trozos de los árboles de la orilla. Como en un eco, las voces hacen saltar palabras en sus oídos. Palabras que no reconoce, palabras como expediente, gangrena, como amputación. La pierna ya no duele, y él, antes de cerrar los ojos, sueña que regresa a casa.

Tomado de Inauguración de la fe

Coordinador del Viernes Cultural Literatura Panameña:
Pedro Crenes Castro

[email protected]
(Panamá, 1972), es escritor. Columnista y colaborador en varios medios panameños y españoles. Ha ganado dos veces el premio Nacional de Literatura Ricardo Miró de Panamá y dicta talleres literarios. Vive en España desde el año 1990.
https://senderosretorcidos.blogspot.com/