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Seguramente muchos no reconocen el nombre de Freddy Castillo Castellanos (1950-2020). En cierta medida, pasa porque él lo quiso así: era discreto, caballeroso, ajeno a la feria de las vanidades de nuestro tiempo. Lector culto y memorioso. Sorprendente humanista, poeta, prosista, abogado y ex rector de la Universidad Experimental de Yaracuy. Maestro que escuchaba y sugería. Generoso amigo. Gentilhombre que llevaba a la ciudad de Barquisimeto en su corazón, escribe Nelson Rivera, director de Papel Literario del diario El Nacional a propósito de un homenaje al gran intelectual que fue Castillo Castellanos. En este espacio, de nuevo en nombre de la generosidad, se reproducen dos textos, publicados de manera original en Papel Literario: “Juan Carlos Méndez Guédez -barquisimetano también-, publica Fragmentos de un diario que nunca escribió, donde evoca a su entrañable amigo”, cita Rivera. También un texto del poeta y músico Zakarías Zafra, en su memoria.

Fragmentos de un diario
que nunca escribió

Por encima de cualquier otra definición, un humanista generoso y refinado. Un caballero de las ideas. Freddy Castillo Castellanos (1950-2020) fue abogado, poeta, crítico, lector y rector fundador de la Universidad Nacional Experimental de Yaracuy

Por Juan Carlos Méndez Guédez

A Cuchi, Martín y Luisana

1-5-2021

Miro un mapa de Barquisimeto, distingo una mancha de un verde azulado; me pregunto si es el Parque Ayacucho, y los dedos se lanzan al teclado para preguntarle a Freddy Castillo Castellanos por ese mapa. Dejo las manos en el aire. Flotan.

Perder a un amigo es, entre otras cosas, extraviar para siempre las señales de un mapa.

2-5-2021

Sé que hubo un sábado reciente. Sé que caminé por El Retiro, que pasé por Atocha, que busqué en un hotel unos fragmentos del diario de Jules Renard publicados por la editorial colombiana Milserifas; sé que el editor de ese hermoso sello se llama Fredy.  Sé que desde alguna ventana de la calle Juan Bautista Sacchetti flotó una canción de Carlos Vives.

No hay mapa ni tiempo para esas horas en las que confirmé que Freddy Castillo Castellanos había fallecido. Pero una tras otras se sucedían las señales con las que él me rondaba.

Frente a mi cuaderno me detuve un buen rato imaginando que escribía un diario.

El cuaderno sigue en blanco.

5-5-2021

A finales de los años ochenta, una de las tantas singularidades de Castillo Castellanos era su interés y su conocimiento profundo de los diarios literarios.

Para mí esa pasión resultaba un abrumador enigma: la literatura venezolana de ese tiempo no se prodigaba en exceso con el género.

Como han acotado en su momento Salvador Tenreiro y Violeta Rojo, la literatura de nuestro país no ha tenido en su historia un diálogo particularmente extenso con los géneros del yo, con la escritura que construye y refiere una memoria propia sostenida en palabras.

En estos momentos, la visibilidad de los diarios es muy diferente. Al menos desde mi lejanía ibérica, disfruto la delicia de leer a Armando Rojas Guardia, Alejandro Oliveros, Victoria de Stefano, Rafael Castillo Zapata, Ana Teresa Torres, Ricardo Ramírez Requena.

Son escrituras en marcha que ya venían avanzando en el tiempo, pero que ahora ofrecen una idea de conjunto; un aire fresco; una vertiente en la que la palabra más que confesión es fulgor íntimo, dibujo de la inteligencia cotidiana, del milagro diario del leer, del vivir, de la escritura que asiste a su propio desdoblamiento.

Freddy amaba tanto el género que estoy convencido de que alguna vez me habló de estos libros antes de que varios de ellos existiesen. Castillo Castellanos lo había leído todo; tanto que, pienso era capaz de leer los libros por venir.

6-5-2021

Fue en Barquisimeto en el año 94 cuando Sergio Pitol nos contó a Freddy y a mí que se encontraba escribiendo una serie de libros basados en sus propias experiencias de vida.

Una reconstrucción de la infancia a partir de sesiones de hipnosis en las que recuperó la dolorosa imagen de su madre ahogada en un río.

Libros en los que también recuperaba las experiencias vitales que lo habían conducido a la escritura. Freddy me miró con irónica ternura: yo acababa de recibir otra embestida contra mis prejuicios de aquel entonces contra los géneros confesionales.

Mi idea (si es que puede llamarse así) de que la vida de un escritor es lo menos importante de un escritor comenzaba a matizarse, quizá intuyendo eso que Andrés Trapiello afirmó en alguna oportunidad: hay vidas bien escritas y vidas mal escritas.

7-5-2021

Paso el día hurgando en el desorden de mi biblioteca. Intento recuperar un poemario de un escritor chileno que me regaló Freddy en 2001. La tarea es inútil. Sólo recuerdo una portada gris, muy sobria. Los amigos se van y nos dejan llenos de extravíos.

9-5-2021

En 2001 vivía yo un episodio continuado de ansiedad. Experimentaba algunos síntomas, y al mirar en Internet dictaminé que me quedaban pocos días de vida. Freddy pasó por Madrid y me curé milagrosamente.

La existencia se transformó en libros, proyectos de escritura, paseos.

Recuerdo que entramos a un pub irlandés en la calle Alcalá, y allí disfruté de una irrepetible y espontánea charla suya sobre el Ulises de Joyce. Luego nos fuimos a cenar a la Plaza Santa Ana y en una mesa próxima se encontraba Caballero Bonald. Freddy, con discreción y en voz baja, recitó de memoria poemas enteros del autor andaluz.

Escuchar a Freddy era una fiesta irrepetible. No sólo su memoria prodigiosa, sino su manera de vincular con originalidad cualquier aspecto de la vida con un libro, un verso, una pieza musical, una película.

Desde adolescente lo llamaban el memorioso, pero lo fascinante era el modo en que esa memoria se conectaba con lo cotidiano.

También era un orador fascinante, pero no sólo por lo que exponía, sino por el brillo de esa voz en la que parecía convertir la realidad en un lugar amistoso.

El mundo contado en su voz resultaba un lugar celebratorio. Uno lo escuchaba y el pensamiento inmediato confirmaba esa idea de Jules Renard: la felicidad consistía en la inmensa lista de libros que nos faltaban por leer. 

9-5-2021

Anoche soñé con Freddy.

Acomodo un poco el caos de mi escritorio en la oficina, miro la Cibeles, y el sueño regresa nítido.

Freddy conduce un carro que viaja entre Barquisimeto y Caracas. El carro va lleno y soy el último en montarme. Los pasajeros estamos ansiosos por escucharlo. Entonces yo digo unas palabras y él sonríe: “hoy no hablaremos de excelentes poetas como Lezama, Sánchez Robayna y Borges… Hoy hablaremos de poetas solares”. 

Ignoro el sentido de mi sueño.

Celebro que Freddy haya venido a visitarme.

11-5-2021

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Gracias a Freddy Castillo Castellanos, Barquisimeto contó con montones de talleres de escritura, recibió y disfrutó la visita de fundamentales escritores nacionales e internacionales, tuvo revistas de sello cultural, columnas de temas literarios, concursos de cuentos, ediciones y presentaciones de libros.

Era una máquina de generar y apoyar iniciativas que mantenían viva la ciudad. Un lugar que amó con esa mentalidad universal, expansiva, amplia, de las personas que construyen ciudades en la propia ciudad.  

Tenía una ruta luminosa sobre la que hablaba con entusiasmo: la ruta Castillo Castellanos que él había impregnado con su energía luminosa: el Parque Ayacucho, la quinta Maida en la que aparece el fantasma de una bella mujer, la casa del poeta Álvaro Montero donde se reunían las voces venezolanas de los años setenta, la casa entre las calles 35 y 35 donde se hacen los mejores bienmesabes del mundo; la casa de las muñecas de la carrera 17, el cementerio de Bella Vista donde permanece el mausoleo al músico Rafaelito Gómez y la tumba de Eduarda Andrade: “la convertida”, sanadora que había conversado con Dios y recibió unos semerucos para el viaje de regreso a la ciudad.

Castillo Castellanos habitaba Barquisimeto con su entusiasmo y sus palabras. No importaba lo que vieran tus ojos; él lograba el fulgor al relatarte lo que uno era incapaz de mirar.

Memoria, datos, vasos comunicantes, y quizá hasta ficciones, porque en alguna ocasión, mientras nos caía el sudor por los treinta cuatro grados de temperatura, lo escuché hablar con ternura sobre esa neblina típica de Barquisimeto cuando llegaba el amanecer.

12-5-2021

Escucho veinte veces seguidas una canción de Escalona cantada por Carlos Vives. Suelo hacerlo. Pero ahora recuerdo que fue en casa de Freddy donde alguna vez tuve las primeras noticias sobre este cantante. La casa de Castillo Castellanos era el lugar de las primeras noticias sobre lo que sucedía en el mundo: filósofos, poetas, obras de teatro, películas.  

Sigo escuchando la canción: Recuerdo que Jaime Molina cuando estaba borracho ponía esta condición/ que si yo moría primero él me hacía un retrato/ o si él se moría primero le sacaba un son/ Ahora prefiero a esta condición, que él me hiciera el retrato y no sacarle el son.

13-5-2021

Por Freddy también tuve las primeras noticias de Bolívar Coronado. Contaba divertido las diversas falsificaciones que perpetró este autor insólito que era nadie y era todos.

Le apasionaba esa figura literaria de alguien que se expande en muchas voces y se oculta tras ellas.

En la tarde camino por Sol, recuerdo que Freddy me dijo que en sus tiempos de estudiante vivió un corto tiempo por allí.

Me pregunto si Bolívar Coronado también habrá pasado por ese lugar. Voy a revisar los mensajes de Freddy.

15-5-2021

Marcela Filippi me hace un regalo inolvidable. Un audio con la voz de Freddy Castillo Castellanos recitando a Borges. De nuevo su voz convirtiendo el asombro en más asombro.

Pienso ahora que las señales de su despedida estaban allí y no pude (no quise verlas). Hay un último mensaje que le envié: una lista de diarios literarios españoles. Esperaba sus comentarios; esperaba sorprenderlo con las referencias a diarios como el de Ignacio Peyró; Valentí Puig; José Carlos Llop. Imaginé su entusiasmo, su curiosidad.

Se la envié el lunes y no me respondió. El sábado siguiente supe que jamás conocería su respuesta.

Ahora dividiré los libros en dos tipos: los que pude comentar con mi amigo, mi padre, mi hermano, mi maestro, y los otros; los que jamás comenté con él.

17-05-2021

En mi contestadora automática quedó el eufórico mensaje que me envió cuando el primer título de Cardenales de Lara en el año 91.

A veces, en su casa, con algún whisky, escuchábamos la grabación que tenía con Alfonso Saer narrando ese momento de pequeña gloria. Nos emocionábamos como si estuviese sucediendo en ese mismo momento (¿Y no son los diarios literarios la escenificación de un tiempo cotidiano que ya se ha marchado? ¿No es el diario el volver a ser de lo que ya ocurrió?).

Era una de nuestras desolaciones compartidas. Me enviaba deliciosas crónicas deportivas en las que me relataba con detalles los juegos que al mudarme de país en el 96 yo ya no podía disfrutar de primera mano.

Y fuimos una inmensa risa, un inmenso llanto feliz en el 97 cuando me llamó a España sólo para decirme que el milagro se había repetido de nuevo. Robert Pérez, Robert Pérez, repetía como un mantra cuando apenas acababa de suceder el out 27 y sonaban los primeros cohetes en la ciudad.

Pero ya con él había aprendido la dignidad de la derrota, con él le di otro sentido a ese  equipo que nos hizo esperar 25 años para tener una celebración. Me lo explicó en una oportunidad: Cardenales de Lara era un equipo existencialista, era un equipo Camus, que atisbaba cierta vulgaridad en la victoria.  

18-5-2021

Algunas pocas veces discutimos: Lezama, Piglia, temas de política venezolana, pero él todo lo hacía con infinita elegancia. “Hablemos de otra cosa, Juan Carlos”, me decía. “Hablemos de otra cosa”, le respondía yo. 

En los últimos tiempos no volvimos a tener ni un solo desencuentro. Pero ahora extraño incluso discutir con él: no soporto a Lezama; no lo soporto; y lo mejor de Lezama era no estar de acuerdo con Freddy.

23-5-2021

Leo en estos días a Zakarías Zafra; autor barquisimetano. También leo unos textos que me ha enviado Alfonso Matheus, otro autor de la ciudad. De ambos he escuchado el testimonio y la gratitud infinita con Castillo Castellanos, la persona que les orientaba con lecturas, que les hacía comentarios sobre lo que proyectaban escribir, que les obsequiaba volúmenes difíciles de encontrar.

Era la misma experiencia que yo he vivido en mis treinta años de amistad con Freddy. Él era una de las figuras tutelares, él era la sabiduría y el ojo atento que siempre acompañaba. 

Cuando pienso en estos autores jóvenes, comprendo que Freddy era una continuidad, un hilo de sentido. Era la generosidad, el entusiasmo, la inteligencia, la memoria.

Con Castillo Castellanos comprendí que la literatura es una buena noticia que vale la pena compartir. Un resplandor de belleza que cobra su sentido cuando se mueve de una a otras manos, cuando se convierte en un obsequio.

19-5-2021

Freddy Castillo Castellanos decidió ante todo ser un gran lector. Pero no con esa melancolía que pueden tener quienes anotan sin fuerzas los proyectos de libros que nunca podrán concluir y prefieren refugiarse en la palabra de otros.

Castillo Castellanos no paraba de escribir. De él se conocen algunos textos que recuerdan cierta poesía española de los años setenta, con su discursividad llana, su juego de máscaras; poemas que Marcela Filippi está traduciendo al italiano. Se conocen sus ensayos refulgentes, mercuriales, y las brillantes notas de sus diarios que colgaba en sus blogs.

En una oportunidad le comenté el interés de un editor por un poemario suyo. Sonrió. “¿Dónde está? ¿Qué le digo?” pregunté.

“No le digas nada. El poemario está allí”, dijo señalando con vaguedad hacia su biblioteca.

También hablamos en otra ocasión de lo pertinente que sería publicar una selección de sus diarios. Lo que él había dado a conocer eran pequeñas joyas cargadas de erudición, belleza, lucidez. Reflexiones encapsuladas, divertidos juegos de asociaciones; una prosa perfecta, transparente, que cantaba con afinada voz. 

Me dio largas, dijo que ya nos pondríamos en ello. Yo en ese momento de los años noventa supuse que al ser el diario un género tan poco frecuentado por la literatura venezolana de aquellos años, él no veía claro la pertinencia de publicar esos escritos que eran parte de un remoto archipiélago.

Archipiélago que él mismo me advirtió tenía ya sus señales nítidas: el diario de Blanco Fombona, el de Argenis Rodríguez, el de Ennio Jiménez Emán, los textos de Rojas Guardia, los inconclusos esbozos del diario de Pedro Emilio Coll.

Pero al comprobar que en los últimos tiempos el diario ha adquirido entre nosotros un rango de primer orden, creo que hay en esos escritos suyos, dispersos, remotos, una semilla literaria que es indispensable conocer, redescubrir, frecuentar con ojos atentos.

Porque dispersión es una palabra esencial para entender su silencioso trabajo literario. En Castillo Castellanos la escritura era un cotidiano jolgorio: podía verse en sus blogs; en sus entradas del Facebook: brillantes, ingeniosas, con esa levedad propia de la inteligencia que surge de manera natural.

Micro-ensayos que sería maravilloso paladear agrupados en papel (como también me sucede con otro autor venezolano: Salvador Tenreiro, cuyas “borraduras” como él las llama son también deliciosas misceláneas).

En sus últimos días, Castillo Castellanos elaboraba pequeñas narraciones a partir de cuadros notables, también tuvo momentos de reflexiones gastronómicas, de anecdotarios sobre escritores, de impredecibles conexiones entre distantes lecturas, de creación de enigmáticos personajes reflexivos, de citas de libros que imagino subrayaba o borgeanamente inventaba para poder subrayar, de referencias a pequeños sucesos cotidianos con los que luego saltaba a una pieza musical, a una película inolvidable.

La lectura continuada de estos textos me remite a La lámpara de Aladino, las maravillosas notículas de Blanco Fombona publicadas en Madrid en 1915.

Una escritura en susurros: delicadas miniaturas; mixtura de géneros. Comprendo así que Castillo Castellanos había encontrado un modo ingenioso de ejercer su timidez literaria, de ocultar sus escritos sin dejar de trabajar en ellos. Una táctica que remite a La Carta robada de Edgar Allan Poe: esconder algo colocándolo a la vista de todos. 

Pensábamos que guardaba como un tesoro su escritura, porque la había colocado con persistencia diaria frente a nuestra mirada.

21-5-2021

Releo un verso de Elí Galindo que alguna vez compartimos con entusiasmo:

Hoy me siento un árbol cargado de lluvia

que alguien sacude bruscamente.

                                                                       (Isla de Bararida, 1966)

Obituarios concurrentes

“Caracas, 6 de diciembre de 1898. Freddy el astrónomo mira a las estrellas y anticipa la muerte que viene cada cien años. Freddy el poeta sabe que eso pudo ser un verso, pero prefiere no intentarlo. Respeta la poesía, la política y los astros. Aunque todos, alguna vez, hieran”

Zakarías Zafra

a Freddy Castillo Castellanos

Es mediodía en Buenos Aires. Freddy prepara la mesa. En minutos va a llegar el invitado y debe dejar los cubiertos en la posición exacta para que los adivine con el tacto.

A su cabeza llega el mapa de un laberinto donde hay un río turbio y un monumento que acumula las luces del sol. Una ciudad donde ha estado antes. «Come en casa Borges», anota Freddy en su diario antes de escuchar el timbre. Jamás dirá que Bioy Casares le copió esa frase.

Algunos dicen que en Mondoñedo, en la misma calle que Álvaro Cunqueiro, otros en el centro de La Habana y la mayoría en la región de Piamonte, a un costado de las colinas de Canelli. Las crónicas, sin embargo, dicen otra cosa.

Freddy nace en la Ciudad Mercuria, cerca de la esquina de Las Cuatro Lagunas, el día después de la séptima y última mudanza. Lo quieren llamar Javier Otárola, pero él elige su nombre: Freddy. El sabio Querales, quién sabe si como sentencia, dijo a los astros el día del bautizo: «Ha nacido un poeta que preferirá el silencio».

Lo contaron de esta manera: cuando murió Erik Satie, luego de pasar 24 años aislado en su casa de Arcueil, sus amigos descubrieron su cuarto lleno de paraguas, con miles de páginas y partituras escondidas en las cajas de dos pianos. Nadie sabía de su vida ascética, casi precaria. Uno de sus amigos, Frédéric Château, poeta y cocinero de la comuna, fue el primero en encontrar el cuerpo. En la caja de uno de los pianos, encontró un poema.

Dakota del Sur, 12 de diciembre de 1890. Deseo de ser piel roja. Freddy acompaña a Sitting Bull y lee unos versos con su voz de tambor tribal. Mira fijo, mueve las manos y chasquea la lengua. Deseo de ser piel roja. Han de morir los dos. Quizá lo mencionen en una revista literaria. Quizá repitan su hazaña en un homenaje por Zoom. El Estado, enemigo de los hombres públicos, hace silencio y entierra. Freddy Castillo ha muerto: no hay tambores que anuncien su llegada al Gran Río Cenizo. 

Lo llamaban Altazor Castillo en los tiempos de la caballería andante. Tuvo un blog. Escribió unos poemas en el medioevo italiano. Lo acompañaron una tiorba y una bota de vino espumoso. Dejó de escribir. Lo olvidaron. Prefirió dedicarse a la astronomía. Quería admirar la caída de las estrellas en el valle. Ahí, donde encontró un pedazo de piedra cósmica, levantó su casa. Escribe con tiza en el suelo: Carrera 17. Lo relata en su blog, en una entrada que desapareció el algoritmo.

Vivió en Sussex, a principios del veinte. Vio caer a Virginia Woolf con los bolsillos llenos de piedras en el río Ouse. Quizo decírselo a Nelly, su cocinera, mientras le servía un fool de ruibarbo en la cena. Freddy quiere contarle del telegrafista del Titanic, de comidas y hundimientos, de hambres y viajes astrales que hacen los cuerpos cuando flotan o duermen o leen. Pero prefiere masticar y saborear el silencio. Tal es su prudencia.

Plaza Lara, 1553. Es el primer cumpleaños de la ciudad. Llaman a Freddy, el sabio, para ser el pregonero mayor. Lleva una hoja en blanco y una piedra caliza para marcar el suelo. El consejo mayor no entiende. ¿Cómo es que no escribe? ¿Por qué hemos llamado a un ágrafo para contar la historia de la villa? Freddy responde que él solo es un vidente. Que nació ahí, en Variquecemeto, «donde vive y lee». Y nada más.

Basilea, 1536. Semanas antes de morir, Erasmo de Róterdam le encomienda a su discípulo que funde una universidad en los predios de Uadabacoa. Le pide que lo haga rápido, antes de que lleguen los bárbaros y arrasen el país. Freddy obedece y construye un salón de música, una biblioteca y una cocina. Los restos de esa universidad pueden verse hoy en San Felipe, a una profundidad de diez metros bajo tierra.

Caracas, 6 de diciembre de 1898. Freddy el astrónomo mira a las estrellas y anticipa la muerte que viene cada cien años. Freddy el poeta sabe que eso pudo ser un verso, pero prefiere no intentarlo. Respeta la poesía, la política y los astros. Aunque todos, alguna vez, hieran.

Turín, 1950. Freddy ha pasado todo el día encerrado. No abre la puerta, no atiende llamadas. Su habitación es una ruina en llamas. Él dice que desde ahí puede ver el valle –su valle– y está tranquilo. Hace un dibujo abstracto en las paredes. Parece la silueta de una ciudad con un obelisco. Está delirando y le duele la cabeza. Va a dormir de nuevo.

Plaza Lara, 14 de septiembre de 2052. Freddy celebra el cumpleaños 500 de Barquisimeto. Han mudado la ciudad por octava vez. Le ofrecen ser alcalde, pero se niega. «Alguna vez fui pregonero», dice. «Prefiero esa fama inútil, esa llave rota. Ser hijo de una ciudad que en el fondo no sabe cómo me llamo».

Panadería del París, 5 p.m. Freddy toma café con Florencio, el poeta Barrios y Bibiloni de Bullrich. Ella pide un scone con mantequilla. Habla disparates de las damas larenses, menciona una bola de fuego que le quemó las piernas en la Ribereña y repite al menos tres veces el número que va a jugar en la lotería de mañana. Todos saben que está en la mesa incorrecta. Ella quiere conocer gente rica, no poetas.

Hotel Albergo Roma, habitación 346. «La memoria non scrive oggi perché ha scritto tutto domani», escribe Freddy en el muro de Facebook –la pared de su ciudad imaginaria–. Horas después lo encuentran dormido con una piedra caliza en el bolsillo y una lista con los nombres de sus amigos. «No  dimentica», nos dice el conserje con un español precario, y regresamos tranquilos a nuestras casas.

Freddy culmina su taller de sextinas en Roma. Su mejor alumno es un hombre con una pancarta que dice Represión en los psiquiátricos. Freddy sabe que la poesía es locura, pero también verdad. Se lleva la sextina a la casa y se la envía por correo electrónico a Pavese. Algo quiere decirle con ese gesto, pero jamás lograremos descubrir qué.

11 p.m. Freddy le pide a Nelly Boxall que le cocine un cordero a la menta antes de irse a dormir al cuarto de huéspedes. Virginia lo está hospedando en casa. Freddy es su publisher, hombre fino y elegante. «Quite a gentleman», le dice la Woolf a Nelly antes de amenazar una vez más con despedirla.

Atenas. Le han pedido a Freddy que sea el rector de la nueva Ἀκαδήμεια. Con su gentileza habitual les pregunta si están seguros, por aquello de la «expulsión de los poetas». Los gobernantes vacilan. A juzgar por los hechos, no se esperaban aquella confesión. Freddy abre un papiro y se pone a dibujar un Aleph mientras los hombres deliberan. Lo van a expulsar de todas formas, lo sabe, pero espera su suerte con paciencia.

Cementerio de Plainpalais, Ginebra. Borges va a despedir a Freddy en su tumba. Le pide a la Kodama que lo siente en un banco porque está cansado. O triste. Su lápida, tallada en piedra, tiene una frase en un idioma incomprensible. Algunos críticos y traductores aseguran que dice «Fui a pasear al Ayacucho».

Octavio lleva a Freddy a comer al centro de la Ciudad de México. Los trompos encendidos, el copalli mezclado con el sudor de la gente, los tambores, el ruido subterráneo de los vagones del metro. Paz le dice algo sobre los pájaros. Freddy le habla sobre los manantiales invisibles del Río Turbio. Apunta un verso en una servilleta gastada: «La memoria y el azar poseen hilos secretos que se cruzan en su lugar predilecto: el laberinto».

Sábado. Freddy nos invita a su casa en West Egg. Escuchamos Gershwin, Nina Simone, Cole Porter, Sinatra. Cuchi sirve bagels de salmóncon soda italiana. En la casa de al lado hay una fiesta escandalosa. Reggaetón, salsa erótica, disparos, policías. «The dreadful shine of the nouveau rich, Old Sport», dice Freddy y cierra las ventanas para aislar el ruido.

Freddy en el Café Tortoni de la avenida Lara. Ha vuelto a salir de su casa después de mucho tiempo. Pide un guayoyo y una media luna con mermelada de zarzamora. A los veinte minutos el televisor anuncia la muerte del Barrilete Cósmico. Es raro este dolor, piensa, y se levanta de la mesa. Al volver a casa, frente a la pantalla, lo atrapa una certeza triste: el astro ha caído y esto es lo último que escribirá en su vida.

12 de diciembre. Freddy pasea con Borges por el Parque Ayacucho. Hablan de los pájaros y de una frase que le dijo Octavio Paz en una taquería de Isabel La Católica: «No solamente ignoramos qué dicen los pájaros, sino quién, qué pájaro lo dice».

Natalia Ginzburg sobre Freddy y Barquisimeto: «Ahora nos damos cuenta de que nuestra ciudad se parece al amigo que hemos perdido y que tanto la amaba; es, como era él, laboriosa, ceñuda en su actividad febril y terca, y, al mismo tiempo, apática y dispuesta a holgazanear y soñar. En la ciudad que se le parece, sentimos revivir a nuestro amigo dondequiera que vayamos».

En tiempos de exilios y tierras arrasadas, «de grandes y graves cataclismos», como escribió Kertész, qué afortunados son los hombres que nacen y mueren en la misma ciudad. «Son los azares concurrentes», le dice Lezama Lima en el patio de su casa en La Habana.

Si le ha ofrecido crema de coco y piña antes del cangrejo es porque quiere probarle que aquí, en la isla de la memoria, la palabra y el paladar son la misma cosa.

Nueva Segovia, viernes 11 de diciembre de 2020. Freddy está solo en su departamento. La noche es espesa y Freddy duerme o lee o viaja. Mañana la señora Dalloway irá a llevarle flores. El vigilante de la entrada, aunque nadie le atienda, tendrá que anunciar a la mujer de todas formas: es Meryl Streep. Subirá, tocará el timbre, se asomará por la mirilla de la puerta y sabrá lo que ya sabe: Freddy no está. Salió a dar un paseo por el parque.

La psicogeografía de Barquisimeto debe registrar que una parte de la ciudad se quedó a oscuras y otra desapareció del mapa. Como el río de Heráclito, la calle que caminamos hoy no parece la misma. Y la razón se adivina. Estos, por citar las palabras de un viejo amigo suyo, son los primeros pasos de un mundo sin Freddy.


Publicado de manera original en Papel Literario, diario El Nacional