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Mario García Hudson junto a Benjamín Ramón
Benjamín Ramón, colonense. En sus años mozos, estudiante de la escuela de Filosofía. Buen escucha. Estudiado en una obra de alto vuelo como Revelaciones de Pedro Correa Vásquez

Por: Mario García Hudson

Investigador, encargado del Centro Audiovisual de la Biblioteca Nacional Ernesto J. Castillero R.

A inicios de los años noventa del siglo veinte, por sugerencia de mi gran amigo Juan Antonio Gómez, comencé a estudiar con rigor la literatura panameña.

Fue un encuentro de aciertos y desaciertos, con escritores adscritos a tendencias o posturas literarias, de individualidades con luz propias renegados o defendidos por una crítica en demasía complaciente, o en extremo severa al momento de abordar o entender las ideas adscritas por nuestros creadores.

Para el período 1997 a 1999 voy descubriendo los aportes hechos por escritores panameños que nacen al mundo del decir en los años sesenta, donde se acrecienta otras posturas más allá del tema canalero o campesino, tan recurrente en otros momentos.

Llega a mis manos un libro de versos breves, con una marcada concepción filosófica del mundo, y un planteamiento estético que no radia en lo cursi, en palabras que no dan rodeos para contarnos qué pasa en el planeta.

Puta Vida fue ese libro, modesto en su presentación. Texto que mezcla en su discurso hechos del acontecer nacional e internacional.

Armado de recortes de figuritas, escrito por Benjamín Ramón, quien con el paso del tiempo será el padrino de mi primer libro, donde voy plasmando ideas producto de diez años de enamoramiento con la producción literaria de mi país.

Benjamín Ramón, colonense. En sus años mozos, estudiante de la escuela de Filosofía. Buen escucha. Estudiado en una obra de alto vuelo como Revelaciones de Pedro Correa Vásquez.

Con su chácara al hombro repleta de libros o revistas. Llegando con regularidad a la cafetería de la Facultad de Humanidades; punto de rigor para el encuentro de conspiradores políticos de chicha, empanada o café, jugadores de ajedrez, vendedores ambulantes de libros, prestamistas y escritores.  En algunas ocasiones de profesores a la espera de escuchar las reflexiones de sus estudiantes para recomendar nuevas fuentes de lecturas.

En ese mundo de aprendizaje mi encuentro con el maestro, aquella persona genial para mí, capaz de producir un libro revelador y provocador, de romper la frase de que en “Panamá no pasa nada, aunque lo provoque”.

Encontrándome con otros textos puntuales de Benjamín y de escritores de su generación, donde el tema de la patria y el arte, por el arte fueron dos visiones marcadas y antagónicas.

Conocí a través del poeta a otros escritores. Nos abrió otras puertas con genuino interés. Largas horas de diálogos viendo más allá los rostros, que en el transcurrir de los tiempos dejaron su marca en la literatura.

La oportunidad a través de su revista Camino de Cruces por dar a conocer mi comprensión de la historia literaria del país.

De compartir en seminarios, en programas radiales, en presentaciones y ser jurados en concursos literarios. De tener siempre entre sus manos una libreta para apuntar una idea, que trabajada da un poema.

De explorar los más variados temas, frente a una presa de pescado frito con chicha de limón con raspadura, con otros compañeros escritores como David Robinson, Rafael Álvarez y César Del Vasto, habitantes en algún momento del barrio de Juan Díaz, cercano a la morada de nuestro maestro.

Permítame, estimado Benjamín Ramón, agradecerle el valioso tiempo, donde la política, la cotidianidad, la transformación de la ciudad, lo amoroso, lo existencial, la pasión por la vida, la muerte y el crear siguen siendo parte de esas pláticas, que con el paso de los tiempos se han vuelto lecciones eternas, donde lo fraternal y el respeto hacia el otro es mutuo.  

Lecciones trascendentes con sus luces en un entorno complejo, pero de resistencias. Esas que dan el temple para soportar las adversidades y poder seguir creando.

Creación que se asemeja al gran fuego, donde a su alrededor se cuentan historias como legados de una generación hacia otra.

Por: Mario García Hudson