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Después de una dura semana de trabajo, nada mejor que arrancar el fin de semana con el “viernes cultural”, esa reunión de amigos en las esquinas del barrio presagiando ya el descanso y la fiesta. Esta sección pretende hacer eso, arrancar nuestro fin de semana desde esta esquina virtual con cuentos y poemas de autores panameños para que los conozcan y los disfruten. Así que, ¡feliz fin de semana!, con sabor a literatura panameña de la buena.

Pedro Crenes Castro, coordinador del Viernes Cultural: Literatura Panameña [email protected]
Diseño: Carlos García Ponte

Por los ciclos de los siglos

Cheri Lewis

Cheri Lewis (Chitré, 1974), una de nuestras mejores escritoras contemporáneas, retrata con este cuento fantástico nuestra actual circunstancia. Voz brillante de nuestras letras, su obra crece y madura con cada libro publicado. El último, “Esto no es vida”, Premio de Narrativa Ariel Barría Alvarado 2021, al que pertenece el cuento que publicamos.

Cansados de los políticos corruptos, la injusticia y la impunidad, los habitantes de Urbastengüen optaron por nombrar como alcalde a un vampiro.

Al momento de la votación, obtuvo una mayoría absoluta.

El conde Vasilisco había llegado caminando desde Verèguiston en el año 1357. Pasó por el pueblo cargando su ataúd a cuestas y se instaló en un viejo castillo abandonado sobre una montaña cercana. Eso les había gustado. Un ser capaz de recorrer cientos de kilómetros a pie, con un sarcófago sobre sus hombros, les parecía admirable y, según ellos, todo lo que pudiera admirarse les era digno de confianza. Se decía que pertenecía a una familia noble, aunque no existían papeles que certificaran su ascendencia ni su edad.

Desde su llegada, el conde Vasilisco se había comportado como un ciudadano ejemplar: pagaba sus impuestos a tiempo, no hacía bulla ni se metía con nadie. Salía poco. De vez en cuando bajaba al mercado a comprar pan o alguna otra cosa y, cuando lo hacía, era respetuoso, amable y de modales gentiles.

En los más de trescientos años que tenía de vivir en el pueblo nunca se registraron ataques de su parte, por lo que habían descartado que se hubiese mudado con la intención de hacerles daño.

El vampiro se enteró de que había sido nominado al puesto cuando ya lo había ganado. La muchedumbre subió con antorchas el camino empedrado hasta la entrada del alcázar para darle la noticia. Estuvieron tocando a la puerta durante un largo rato hasta que, al fin, observaron un movimiento en la cerradura. Con lentitud, la silueta larga y encorvada del conde Vasilisco se abrió frente a ellos. Apareció envuelto en su capa de terciopelo que le cubría desde el cuello hasta los pies. Avanzó unos cuantos pasos. Los aldeanos retrocedieron en igual medida. El exalcalde, un hombre avaro y cobarde de apellido Jenkinstenkins, nervioso y con voz temblorosa, estiró un antiguo pergamino y leyó en voz alta los deberes y derechos del oficio. Mientras leía, el vampiro lo miraba de arriba abajo y luego posó sus ojos sobre la multitud que lo acompañaba. Cuando el viejo Jenkinstenkins terminó su lectura, el conde reflexionó por algunos minutos y anunció que estaría dispuesto a aceptar el cargo con una única condición: que la ejecución de los sentenciados a muerte fuera que él les chupara la sangre.

El desconcierto reinó entre los presentes. Para calmar la conmoción, el vampiro pidió la palabra. De forma serena y pausada, procedió a detallar las razones de su demanda. Empezó señalando que entre los métodos más comunes de la época —la horca, la hoguera y el desmembramiento—, una mordedura en el cuello le parecía, en todo caso, el castigo menos bárbaro.

Advirtió, además, que para un criminal no existe gran diferencia entre padecer una muerte u otra. Al final, el resultado vendría a ser el mismo. Recalcó, también, el hecho de que esta condena se aplicaría únicamente sobre aquellos que osaran desafiar el orden público. «¿Por qué les asusta un castigo que será aplicado solo a los delincuentes? Quienes vivan cumpliendo con los mandatos de la ley no tienen nada que temer», aseguró.

Al escuchar al vampiro hablar de esa manera, la muchedumbre encontró cierto grado de razón en sus motivos. Mientras debatían al respecto, el conde manifestó que no tenía necesidad de percibir el salario que le correspondía como alcalde, por lo que estaría dispuesto a donarlo para obras a beneficio de la comunidad.

Con esa declaración, el panorama lucía menos siniestro. No hacía mucho habían recibido un decreto real que les obligaba a pagar más impuestos, con el supuesto fin de efectuar mejoras en un puente. Era tanto lo que debían retribuir a la corona que a muchos se les hacía preferible que les chuparan la sangre a que les siguieran chupando sus ahorros.

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La multitud estuvo de acuerdo con la petición del vampiro y accedieron a que la nueva condena fuera incluida en la legislación de Urbastengüen.

Así, el conde, con sus dedos pálidos y huesudos, recibió de Jenkinstenkins los documentos oficiales que lo hacían acreedor al cargo, junto con una placa dorada de metal en forma de estrella, que le fue colgada en el pecho. El vampiro se despidió con una reverencia y cerró la puerta.

Los urbastengüenenses permanecieron inmóviles afuera del castillo, aún consternados con lo que acababa de ocurrir. Una brisa helada sopló con fuerza y apagó la mayoría de sus antorchas. Como presintiendo que un peligro los acechaba en la oscuridad, se apresuraron a regresar a sus casas. Esa noche las calles estuvieron vacías.

Al amanecer, los ciudadanos volvieron a poblar las avenidas, aunque con una cautela mayor a la habitual. Así estuvieron por algunos días, en los que no se registraron crímenes. El conde Vasilisco tampoco fue visto en el poblado.

Con el paso del tiempo, los urbastengüenenses se fueron relajando y retornaron a sus antiguas costumbres, ya sin tanto temor a una represalia repentina.

La primera disputa se dio en una taberna, varias semanas después. Dos hombres se agarraron a golpes y uno terminó matando al otro con un hacha. En el juicio, el asesino fue declarado culpable y condenado a morir esa misma tarde. Lo trasladaron a la plaza donde se llevaban a cabo las ejecuciones.

El reo, en medio de la tarima, con sus manos y pies atados a un mástil, fue el primero en avistar al vampiro. Sus gritos alertaron al resto de la concurrencia, que se había congregado en los alrededores. El conde Vasilisco se aproximaba con rapidez, envuelto en su capa negra. La estrella de alcalde prendida en su torso destellaba desde lejos con el resplandor de los últimos rayos de sol. Era tal la velocidad con la que se acercaba que muchos pensaron que venía volando.

Al llegar a la plaza, el conde subió a la tribuna y soltó las ataduras del acusado, quien cayó de rodillas, suplicando perdón. «Levántate», indicó con voz grave y firme. Tan pronto el condenado obedeció, el vampiro se abalanzó sobre su presa, le clavó sus colmillos en el cuello y lo inmovilizó, envolviéndolo en su capa. Durante algunos minutos, los alaridos de aquel hombre eran lo único que se escuchaba en la plaza y sus inmediaciones. Sus gritos aterrorizaban a los espectadores, quienes, no pudiendo distinguir con exactitud los detalles de la tortura, solo podían dejar a su imaginación el horror de la escena. Del acusado solo se alcanzaba a ver el movimiento tembloroso de sus piernas, por las que bajaba un hilo de sangre. A medida que el tiempo transcurría, sus gritos se fueron apagando y sus extremidades dejaron de agitarse hasta quedar inertes en medio de un charco rojo.

El conde colocó con cuidado al occiso sobre el tablado, se limpió la boca, saludó a los presentes con una reverencia y se fue.

A partir de ese día, las ejecuciones en la plaza siguieron ofreciendo el mismo espectáculo sanguinario.

Desde que el vampiro era su alcalde, la tasa de criminalidad en Urbastengüen disminuyó de forma drástica. Solo bastaba con que el conde saliera a caminar por el pueblo y se detuviera a observar la venta de una vaca o una discusión entre hermanos, para que enseguida los involucrados llegaran a un acuerdo o hicieran las paces.

El conde mantuvo su palabra y todos los meses donaba su salario a la comunidad. Con ese dinero construyeron una escuela, repararon la torre de la iglesia y adecuaron las instalaciones del mercado. El vampiro se ocupó de organizar y dirigir a los trabajadores encargados de realizar esas tareas. Por ello, todas las obras lograron concretarse en los tiempos acordados y con una calidad inmejorable, pues nadie se atrevía a desafiarlo, ni mucho menos a desobedecerlo.

A pesar de que Urbastengüen se había convertido en un pueblo más seguro, muchos de sus habitantes coincidían en que, así como el conde les había chupado la sangre a sus víctimas, también les había chupado la alegría al resto de los pobladores. Temían que cualquier error, con intención o sin ella, les costara la vida y, por eso, solían andar cautelosos, cuidando cada mínimo detalle de lo que hacían o decían con tal de no alterar el orden público. Les era difícil relajarse, incluso en los ratos de ocio, y eso les entristecía.

El conde, por su lado, lucía cada vez más lozano y vigoroso. El hecho de haberse estado nutriendo de sangre humana por tanto tiempo le había devuelto el color, la energía y, quizás también, la juventud. Era probable que fuese el único ser feliz en todo Urbastengüen.

El vampiro, con el pretexto de velar por el bienestar de los pobladores, empezó a adquirir la costumbre de hacer justicia por sus propias manos.

El primer caso se dio cuando una mujer fue atacada en un camino por un desconocido. Había sido golpeada en la cabeza y arrastrada por el bosque hasta un área alejada. Cuando la mujer volvió en sí, el hombre le apretaba la garganta. La dama, desde el suelo, vio cómo una sombra oscura cayó desde el cielo, le quitó al agresor de encima, lo tiró contra un árbol y, cuando cayó al suelo, le chupó la sangre hasta dejarlo sin vida. Al terminar, el vampiro fue donde ella, se aseguró de que estuviera bien, la ayudó a levantarse y desapareció.

Casos como esos se repetían con frecuencia. Se rumoraba también que, en su mayoría, los ataques del vampiro no justificaban la muerte de sus víctimas: un costo abusivo, un envío hecho con retraso, un jarrón mal elaborado, en fin. La insatisfacción en relación con el comportamiento del alcalde no hacía otra cosa más que crecer.

Muchos consideraban al conde un justiciero, mientras otros lo veían como un aprovechador.

Los habitantes pasaron del miedo a la duda, y de la duda al descontento.

Con la celebración del fin del ciclo de cosecha, se organizaron nuevas elecciones. Sus habitantes, añorando antiguas épocas de alegría, fiesta y derroche, nombraron como alcalde al viejo Jenkinstenkins. Sabían que era un usurero avaricioso y miserable, pero al menos sus colmillos tenían un tamaño normal.

El vampiro se enteró de la votación cuando ya había perdido el puesto. Los urbastengüenenses volvieron a subir con antorchas el camino empedrado hasta la entrada del alcázar para darle la noticia. Con la misma actitud serena con que asumió su cargo, se separó de él. Devolvió los documentos oficiales que había recibido junto con la estrella que colgaba en su pecho, se despidió de los presentes con una reverencia y cerró la puerta.

Dentro del castillo, el conde Vasilisco se acomodó satisfecho en su sillón. Contaba con reservas suficientes para tolerar una larga «abstinencia». Además, estaba seguro de que esta vez no sería necesario mudarse de pueblo cargando su ataúd ni esperar otros trescientos años. Solo debía tener paciencia y confiar en el criterio de la mala memoria colectiva.

Coordinador del Viernes Cultural Literatura Panameña:
Pedro Crenes Castro

[email protected]
(Panamá, 1972), es escritor. Es columnista y colaborador en varios medios panameños y españoles. Ha ganado dos veces el premio Nacional de Literatura Ricardo Miró de Panamá y dicta talleres literarios. Vive en España desde el año 1990.
https://senderosretorcidos.blogspot.com/