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En un país que aún niega su racismo y romantiza su mezcla, Alina nos invita a mirar con otros ojos. A reconocer que lo afro no es solo herencia, sino presente

Por: Mario García Hudson

El autor es investigador, encargado del Centro Audiovisual de la Biblioteca Nacional Ernesto J. Castillero R.

Alina, la que atiende, no aprendió a mirar el mundo desde arriba.  Ella baja, camina, observa. Con ese andar atento, se adentra en los barrios, se sienta donde otros pasan de largo y escucha lo que muchos descartan.

Lleva su nombre como un tambor suave que suena donde los libros callan. Antropóloga, dicen, pero es más bien partera de verdades escondidas. Escarba en el silencio de los barrios, en las trenzas de una niña, en la piel quemada por el desprecio diario.

En El Chorrillo, en Veraguas, en Bocas, se queda. En esos espacios no impone preguntas; se integra y se vuelve parte. Come con los suyos, duerme con su gente, llora con ellos. Vivió entre hombres tatuados por el pasado, jóvenes que el mundo llama pandilleros, y que ella, simplemente, nombra por su nombre. No los estudió desde afuera: los sintió desde adentro. Y en ese sentir los dignificó.

Alina Torrero

Pregunta por el racismo como quien abre una herida con respeto. No acusa, pero tampoco guarda silencio. Nombra lo innombrado. Se planta en el centro de un país que niega su sombra y alza la voz: “El racismo no es historia: es estructura.” En cada foro y calle, pone el cuerpo, el nombre y la palabra. No como heroína, sino como espejo que devuelve humanidad.

En ese contexto, Torrero se levanta como una voz que no solo denuncia las ausencias, sino que las visibiliza con la precisión de quien ha vivido en carne propia el peso del olvido.

Hija de mujeres negras, madre de voces que sanan, hermana de la tierra que resiste, escribe con tinta de pueblo y firma con barro en los pies. No busca premios ni altares; anda sembrando grietas en el muro del olvido.

No se nombra: se siente. Es la voz ausente en la clase. Es la silla vacía que exige ser ocupada. Es tambor que piensa. Mirada que arde. Puente donde otros ven abismo.

Guillermina de Gracia y Alina Torrero

En un país que aún niega su racismo y romantiza su mezcla, Alina nos invita a mirar con otros ojos. A reconocer que lo afro no es solo herencia, sino presente; que lo femenino no es fragilidad, sino resistencia; y que la escritura puede ser trinchera, archivo y antorcha.

Su escritura no busca ornamento, sino grieta. No pretende explicar, sino interrumpir. Porque allí donde muchos se acomodan al relato oficial, ella decide bordear los márgenes, empujar las preguntas incómodas y, sobre todo, acompañar las luchas silenciadas.

Su ensayo, “Una aproximación antropológica a las mujeres afro panameñas (2022)”, no es simplemente un texto académico; es un acto de memoria política. En él, disecciona cómo el racismo —camuflado de cordialidad, anidado en lo cotidiano— modela las oportunidades, los cuerpos y los silencios de miles de mujeres afrodescendientes.

Más allá de la distancia y las miradas ajenas, es mi amiga. Es escucha que comprende y entiende sin necesidad de palabras. Compartimos cine y música, esos lenguajes que nos acercan y nos permiten habitar universos juntos.

Y si el mundo calla, Alina Torrero escribe. Si olvida, recuerda. Y aunque el mundo excluya, ella camina con los que nunca fueron invitados, porque no estudia la vida: la vive.

Por: Mario García Hudson