Encuentro imaginado entre Enrique Muñoz Vélez y Mario García Hudson
Por: Mario García Hudson
El autor es investigador, encargado del Centro Audiovisual de la Biblioteca Nacional Ernesto J. Castillero R.
Fue en un rincón sin coordenadas exactas, donde los mapas se agotan y las brújulas se rinden. Allí, frente a un mar que guarda secretos de siglos y canta con voz de olas viejas, se encontraron Enrique Muñoz Vélez y Mario García Hudson. No fue una cita programada ni fruto de alguna agenda académica; fue un cruce inevitable, como el de dos corrientes que llevan siglos buscándose, arrastrando historias que no caben en los archivos coloniales.
Enrique llegó con su sombrero ladeado y la mirada de quien ha escuchado mucho para luego escribir con sabiduría. Su andar sabroso, curtido de calles y plazas, hablaba por él. No traía libros bajo el brazo, sino preguntas en la punta de la lengua. Preguntas viejas como el monte, pero urgentes como el tambor.
Mario, en cambio, se acercó con su cuaderno austero, donde cada línea guarda un fragmento de historia arrancado al olvido. Llegaba como quien ha escarbado en los silencios, en los márgenes, en las notas al pie que la historia oficial nunca leyó.
Ambos traían música en la memoria:
—Enrique, los tambores de cabildo, las voces de puerto, el jazz que se cuela por las rendijas del Caribe.
—Mario, la salsa que denuncia, el reggae que recuerda, el calipso que enseña riendo.
Se miraron con ese respeto que solo se tienen quienes han caminado el mismo sendero con zapatos distintos. Y entonces, sin protocolos ni formalidades, comenzó el diálogo.
—¿Y tú, desde dónde cantas la historia? —preguntó Enrique, con esa voz que sabe más allá del callejón, que escucha el latido profundo de la gente.
—Desde los barrios donde la memoria no se escribe, se baila —respondió Mario—. Donde los nombres no están en bronce, pero sí en las canciones, en los altares de las abuelas, en las paredes pintadas con los rostros de quienes nos enseñaron a resistir.
Hablaron largo y tendido del tambor y del calipso, de la traición de los libros de texto que olvidan a la gente y glorifican a los verdugos, del poder redentor de una crónica bien contada, de esas que le devuelven el rostro a los invisibles. Recordaron a quienes no tuvieron micrófono, pero dejaron escuela; a quienes no salieron en televisión, pero llenaron plazas con su palabra cantada. Se citaron poetas sin apellido, cantantes sin contrato, cronistas sin diploma. Y mientras hablaban, era como si ese Caribe vivo y herido, partido por fronteras que no entiende, les susurrara al oído sus verdades más viejas.
Muñoz Vélez trajo una anécdota de Gabo, contada entre risas y asombro, como quien guarda un tesoro. García Hudson citó a Rubén Blades como si fuera un filósofo griego o un profeta de esquina, de esos que leen el mundo desde una tarima.
Mario García Hudson, Enrique Muñoz Vélez e Iván Ogando
Rieron con la complicidad de quienes saben que pensar el Caribe va más allá de un acto académico; es un compromiso con el alma popular. Que no basta con describir la herida: hay que cantarla, bailarla, narrarla hasta que deje de doler o duela con dignidad.
El sol se retiró despacio, como quien no quiere interrumpir lo sagrado. El mar, testigo silente, pareció asentir con cada ola. Al final, no firmaron manifiestos ni se tomaron selfies. No hubo discursos ni aplausos. Bastó el diálogo. Saberse aliados en una causa mayor: decir la verdad con sus propias palabras, lejos del folclor empaquetado, y más cerca de la dignidad que su gente merece.
Aquel día, el Caribe pensó en su lengua. Y en ella encontró no solo su historia, sino también un futuro donde las voces se entrelazan en un mismo latido, una memoria compartida que se niega a ser dividida.