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Dr. Miguel A. Cedeño T.

Hace poco más de un mes murió, en un hospital de California, Samuel McDowell, más conocido como Samuel Little. El que estaba considerado como el asesino en serie más sanguinario de la historia de los Estados Unidos, padecía de diabetes, problemas del corazón y otras dolencias, lo que aceleró su partida de este mundo a los 80 años de edad.

Al momento  de su muerte cumplía una sentencia de cadena perpetua por múltiples cargos de asesinato.

Little fue detenido en septiembre de 2012 en un albergue para personas sin techo en el estado de Kentucky y se le trasladó a California, donde lo reclamaban por delitos de drogas.

Una vez en Los Ángeles, las autoridades vincularon su ADN con el encontrado en los asesinatos de tres mujeres entre 1987 y 1989, todas ellas estranguladas y sus cuerpos arrojados a un callejón, un vertedero y un garaje.

A Little lo sentenciaron a tres condenas de cadena perpetua por esos tres asesinatos, pero la Policía quiso compartir su ADN y detalles de su modus operandi con el FBI para que realizara una investigación más profunda. Lo que el FBI halló fue un alarmante patrón y nexos convincentes con muchos otros asesinatos, en su mayoría mujeres vulnerables y marginadas dedicadas a la prostitución y adictas a las drogas.

Little medía 1.9 metros y normalmente noqueaba a sus víctimas a puñetazos antes de estrangularlas, sin dejar signos evidentes de homicidio, como puñaladas o heridas de bala. El cruel asesino empezó a confesar sus crímenes por primera vez en el 2018.

Recordaba con tanto detalle como frialdad asesinatos que había cometido hacía más de cuatro décadas.

Tenía además una memoria fotográfica que le permitió hacer retratos de sus víctimas. El otrora boxeador confesó 93 asesinatos en 19 Estados de su país entre 1970 y 2005, evadiendo la justicia por más de estas cuatro décadas.

¿Por qué existen seres humanos violentos?, ¿Qué hace que algunos de ellos se transformen en una especie de monstruos que matan a sus semejantes con tanta saña e impiedad?, ¿Por qué lo hacen?, ¿Qué pasa por la mente de los mismos?, ¿Qué sucede en su cerebro?, tan diversas son las preguntas como las explicaciones que han dado los neurocientíficos al peligroso, y muchas veces trágico, accionar de estos seres humanos.

Según la Organización Mundial de la Salud (OMS) la violencia puede ser autoinflingida (intentos y consumación de suicidios), interpersonal (familiar y comunitaria) y colectiva (económica, política, religiosa y social). Cada uno de estos tipos de violencia puede ser, a su vez, de naturaleza física, psíquica, sexual o por privaciones y desatención.

El grado de violencia de Samuel Little corresponde a  uno de los más extremos, el de los asesinos en serie.

A nivel evolutivo, los españoles Juan L. Arsuaga, profesor de Paleontología de la Facultad de Ciencias Geológicas de la Universidad Complutense de Madrid e Ignacio Martínez, profesor del Área de Paleontologia del Departamento de Geología de la Universidad de Alcalá de Henares, sostienen que “en nuestra especie, la agresión debe tener un sentido filogenético, ya que se ha preservado a lo largo de su proceso evolutivo.

Teniendo en cuenta su inferioridad en tamaño, sólo cabe explicar su éxito de supervivencia en función de su capacidad para estructurarse en grupos y del desarrollo de un gran potencial agresivo para el uso de armas para la caza y la lucha”.

A su vez, Burr Eichelman, jefe del Departamento de Psiquiatría de la Universidad de Temple, en Wisconsin, Estados Unidos,añade que “muy probablemente, la selección natural presionó para que las estructuras mesolímbicas cerebrales preservaran, en los sucesivos grupos de Homo, la agresión como opción del repertorio conductual”.

Al igual que el chimpancé, el hombre es considerado una especie agresiva, y por algo tenemos antepasados comunes. Se considera que venimos al mundo con diversa tendencia a la agresividad.

Esta tendencia puede estar determinada por el sexo, la herencia genética, la cantidad de alimento recibida a través de la placenta durante la vida intrauterina, el consumo de alcohol, medicamentos y tabaco consumido por la madre durante el embarazo, la pubertad, daños de la corteza cerebral a temprana edad, el entorno en el cual nos desarrollamos, incluso factores físicos como la luz solar y la temperatura se han considerado importantes en la génesis de actos violentos (D. Swaab. Somos nuestro cerebro).

Se considera que los chicos son más agresivos que las chicas porque el pico de testosterona que producen los varones a mitad de la gestación los convierte en personas más agresivas por el resto de la vida.

Variaciones del gen que tiene que ver con el metabolismo de algunos neurotransmisores pueden aumentar la propensión a la agresividad, por ejemplo, una mutación del gen involucrado en el funcionamiento de la serotonina se ha asociado a criminales violentos chinos y a personas con trastorno límite (borderline) de la personalidad.

De igual forma, niños con desnutrición de la madre durante el embarazo tenían doble probabilidad de sufrir un trastorno antisocial de la personalidad.

Igualmente, el uso de alcohol, tabaco y ciertos medicamentos por parte de la madre durante el embarazo, parece aumentar la probabilidad de conductas agresivas a futuro.

También el comportamiento agresivo, antisocial o delincuente aumenta durante la pubertad por el incremento de los niveles de testosterona durante esta etapa.

De la misma manera, daños en la corteza prefrontal, que controla nuestra conducta impulsiva y promueve nuestra conducta moral, favorece un comportamiento criminal.

Con respecto al entorno en que nos desarrollamos, las condiciones desfavorables, la falta de educación, la violencia doméstica, las películas y juegos de ordenador violentos, etc., se han demostrado favorecen el comportamiento violento.

Además, la luz y la temperatura se han asociado a reacciones agresivas. Se piensa que el calor,  y el exceso de luz solar, han facilitado la toma de decisión para iniciar la mayoría de las guerras de la humanidad.

Ampliando lo anterior, a nivel de estructuras cerebrales, David Seidenwurm y Albert Globus sostienen que “los núcleos amigdalinos, y las áreas mediales de los lóbulos temporales, han demostrado estar implicados en el disparo de la respuesta violenta.

La estimulación eléctrica de los núcleos amigdalinos en roedores y primates no humanos tiene efecto agresivógeno. En humanos, se ha observado incremento de conductas violentas en pacientes con lesiones en el núcleo amigdalar (Am J Neuroradiol. 1997 Abr; 18(4):625-31).

A un nivel más específico, como es el de los neutransmisores cerebrales en general, son muchos los hallazgos que se han encontrado en los cerebros de las personas violentas.

Así, la depleción de serotonina implica una disminución del aprendizaje de la cooperación y disminución en la percepción de la confianza. El aumento en la sensibilidad de los receptores noradrenérgicos puede estar relacionada a una hiperreactividad al ambiente, lo que indirectamente aumenta la probabilidad de agresividad.

La dopamina se involucra en la iniciación de la conducta agresiva y la disminución de los receptores D1 se ha implicado en los pacientes que presentan depresión con ataques de ira.

Las anormalidades en la actividad de la acetilcolina puede contribuir a la hiperactividad de las regiones límbicas subcorticales, resultando en que el individuo presente disforia o irritabilidad, lo cual puede llevar a agresividad.

El desequilibrio en la actividad del glutamato/ácido gama amino butírico (GABA), puede contribuir también a la hiperactividad de regiones subcorticales límbicas. Se ha visto que los moduladores de los receptores del ácido gamma amino butírico tipo A puede aumentar la agresividad, y la tiagabina, un inhibidor de la recaptura del mismo, disminuye la misma.

Igualmente, se ha encontrado que los neuropéptidos y hormonas también están involucrados en la conducta violenta.

Como ya he señalado, las altas concentraciones de testosterona han sido reportadas en poblaciones caracterizadas por ser altamente agresivas, incluyendo criminales con trastornos de la personalidad.

Las concentraciones de cortisol han sido encontradas bajas en los individuos altamente agresivos y esta agresividad se ha asociado con anticuerpos reactivos al factor liberador de la corticotropina.

El hallazgo en estudios de animales de densidades mayores de neuronas que contenían vasopresina en el hipotálamo anterior, se ha asociado con mayor agresividad selectiva.

La oxitocina, involucrada en la conducta de afiliación y confianza, reduce la actividad en la amígdala humana, por lo que su déficit podría contribuir a la hostilidad, miedo y desconfianza, todos estos elementos pre-condicionantes para el surgimiento de la agresividad.

Los esteroles y ácidos grasos, como el colesterol disminuido, se asocian con conducta agresiva, incluyendo crímenes e intentos de suicidio violentos (A. S. Velásquez. La mente del asesino en serie: Etiopatogenia).

Por último, a nivel epigenético, se ha visto que la interacción entre el cerebro y el medio ambiente es regulada, en parte, por cambios en los esteroides gonadales.

El estrés por dominación social, ya sea al ganar o perder luchas, altera los niveles de testosterona y las hormonas relacionadas con el estrés, afectando la transcripción y translación genética (Craig F. Ferris. Neuroplasticity and aggression: an interaction between vasopressin and serotonin in Biology of Agression. 2005).

Además, mecanismos epigenéticos inducidos por factores ambientales que determinan modificaciones en la expresión genética han sido recientemente implicados en varias patologías psiquiátricas y no psiquiátricas, así como en conductas violentas.

Si a todo lo anterior le agregamos factores genéticos y un entorno difícil, las vías para llegar a una personalidad violenta parecen ser diversas, por lo cual en la actualidad, la violencia humana se conceptualiza como una respuesta comportamental multifactorial, condicionada por elementos ambientales, biológicos, y psicológicos.

Dr. Miguel A. Cedeño T.

El autor de este texto es el doctor Miguel A. Cedeño T., psiquiatra y catedrático de Psiquiatría Clínica de la Facultad de Medicina de la Universidad de Panamá