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Después de una dura semana de trabajo, nada mejor que arrancar el fin de semana con el “viernes cultural”, esa reunión de amigos en las esquinas del barrio presagiando ya el descanso y la fiesta. Esta sección pretende hacer eso, arrancar nuestro fin de semana desde esta esquina virtual con cuentos y poemas de autores panameños para que los conozcan y los disfruten. Así que, ¡feliz fin de semana!, con sabor a literatura panameña de la buena.

Pedro Crenes Castro, coordinador del Viernes Cultural: Literatura Panameña [email protected]
Diseño: Carlos García Ponte

Cuento de Olga de Obaldía

Olga de Obaldía

Olga de Obaldía (Panamá, 1963). Ganadora del Premio Nacional de Cuento José María Sánchez y del Premio Diplomado en Creación literaria, la de Olga es una voz potente, de mirada ágil sobre la realidad y de una capacidad narrativa luminosa. Cuentos elementales (o los desafueros del aire, la tierra, el agua y el fuego), 2017 y Almas urbanas (2015), son excelentes muestras de su talento.

El desafuero del agua: nunca

En Cuentos elementales (o los desafueros del aire, la tierra, el agua y el fuego)

Su forma sobre el agua

A la hora equidistante del pez amanecido

con la primera espuma de la mañana, flota,

como un presentimiento de bostezo salino,

su forma sin aristas, deshilachada, fofa.

FIota, digo, la niebla, crispada de ladridos,

amarrando en Ias jarcias elásticas gaviotas.

Y, al recoger el hombre su red, semidormido,

quizá tema al espectro que va sobre las olas.

Rogelio Sinán

Ciudad de Panamá, 2015

Detestaba los funerales. Detestaba a los viejos. Detestaba los funerales de viejos. Los viejos, con ese tufillo peculiar y mirada acusatoria. Él no estaba viejo, cincuenta y seis no es viejo. Maduro, tal vez. Ya pensaría en ello cuando llegara a los setenta, la entrada oficial a la vejez. En todo caso él no sería como los demás, arcaicos. Siempre se pagaría de su gusto, al decir de su pueblo, teniendo consigo la mejor hembra que pudiera conseguir.

Recordaba las palabras de su propio padre, la última vez que lo vio: «Me siento tan joven como la piel que toco», y la nalgada que seguidamente le dio a la jovencita agraciada de pechuga y fundamento que lo acompañaba. «Otros aspiran a ser montañas imponentes e inamovibles, yo me veo líquido, un río que fluye y va encontrando caminos para comer libremente hacia donde me plazca».

Mientras caminaba con paso vivaz a lo largo de la Gran Terminal hasta la fonda en que tendría que verse con su hermana Justina iba devorando con ojos golosos cada muslo, cada barriga, cada nalga y cada par de tetas que le daba la gana. Se estiraba las solapas de su fino saco de hilo blanco y se llevaba dos dedos al ala de su sombrero Panamá y, con leve inclinación y guiño coqueto, saludaba a las que merecían su atención.

Alguna vez escuchó decir que su abuelo era un hombre del ojo alegre, eufemismo para la proclividad sexual desordenada, según el juicio ajeno. ¿En el juicio propio? Le gustaba esa expresión. Sus ojos se alegraban con las mujeres que veía y sus ojos alegraban a aquellas que le devolvían la mirada. Le fascinaba ver la turbación inicial, seguida del acuerdo tácito de las que en otro momento, otro día y otro lugar, podrían abrir para él esos muslos de agua. Sonrió para sí, recordando los únicos versos que aprendió en la escuela secundaria: «Sus muslos se me escapaban como peces sorprendidos…». ¡A cuánta casada no había hecho él infiel! Pero a ninguna le regaló un costurero, no se lo merecían por traicioneras.

Su hermana le esperaba sentada, con una expresión a leguas triste. El ceño fruncido, las comisuras de los labios hacia abajo, respiración ligera, como si las fuerzas le fallaran. Esa era la mirada de los viejos que él detestaba. Y Justina, que le llevaba trece años, estaba convertida en una vieja, una estampa casi idéntica de su mamá. Pensar que alguna vez fue su adoración. Cuando tenía cinco años no sabía cuál de las dos era su mamá o a cuál quería más.

—¿Por qué me has hecho venir hasta la estación a verte, Justina? Has podido venir a mi casa y te hubiéramos hecho una comida o algo —le espetó por todo saludo.

—No seas tan cínico, Aníbal. ¿A tu casa con la chiquilla esa ahí metida? Yo hace rato que no cambio pañales, ¡ni los de mis nietos!

—Yo tampoco se los cambio, a mí me gusta sin pañales…

—¡Qué ordinario eres! No estoy aquí por ti, ni por mí, sino por la Vieja.

—Aaah… la Santa Vieja. Te tomó veinte segundos llegar al punto que más te gusta, donde yo tengo la culpa de todo y soy un mal hijo, ustedes unas santas mártires y Garci un santo varón. Dale pues, goza tu momento… —esbozó una mueca que quiso ser sonrisa pero que deformó su rostro.

—Ni caso te voy a hacer. No has preguntado, pero igual te cuento: el funeral de mamá quedó bien.

—No tengo que preguntar, vi la ridícula esquela en el periódico, la señora viuda de tal… ¿cuarenta años después usando el apellido del viejo?

—Ella siempre fue la esposa, bien lo sabes. Eso no se lo podía quitar. En el funeral, el padre Sixto no regañó a nadie, hubieras podido ir, creo que no se hubiera percatado de tu presencia. La Vieja se lo decía cada vez que venía a darle la comunión: «No regañe a nadie». Segurito la pobre pensó que tú ibas a venir, pero eso no impor…

—¿Y el padre Sixto la enterró? —interrumpió crispado Aníbal —¿No que la iglesia no perdona a los suicidas?

—¡Mamá no se suicidó! ¡Fue un accidente!

—Justina elevó su voz y le pegó a la mesa.

—¿Ah no? ¿Tú crees que yo no sé que se te salió de la casa en camisón en la noche de aguacero y que se tiró en la quebrada del Vedado? —Aníbal escaló su voz— Yo soy periodista, tengo amigos en todas partes y tengo copia del reporte del forense. ¡No murió en su sueño, como me mandaste a decir, murió ahogada en tres pies de agua sucia mientras tú y la nana dormían!

—¡Murió de tristeza por tu desamor y el de papá! —la voz de Justina se quebró y cerró los ojos.

Respiró profundo y compartieron los hermanos un silencio rico en los sonidos de la fonda, el tintineo de cubiertos sobre platos, el rumor de palabras sueltas en conversaciones a su alrededor, el ruido de la caja registradora.

—Sixto jamás la iba a dejar desamparada, sin su misa —dijo Justina en voz queda, rompiendo la tregua —a una señora de 88 años con demencia senil. Ella tenía fascinación por el agua, bien lo sabes. ¿Se te olvidan esas idas constantes a los ríos y a Las Lajas cada vez que podía? Dios la puso a nacer en las montañas cuando debió haber nacido en una isla. Pero eso no viene al caso. La misa fue de cuerpo presente, cantada por el coro de las monjitas que tocan guitarra, que tanto le gustaba a mamá; la llevamos en procesión al cementerio y la enterramos al lado de mi papá, que era lo que ella quería. Igual que quería que te diera esto —y con cuidado deslizó sobre la mesa una bolsa transparente con dos libritos dentro, etiquetados en la inconfundible letra cursiva de su madre, aunque con trazos temblorosos: Entregar a Aníbal.

No los tocó. Miró largamente los libros, los reconoció enseguida. Pero igual, casi por principio, siguió fustigando a esa hermana que tanto lo castigaba a él con la lealtad de su presencia.

—¿Y qué son? ¿Mi herencia? ¿El perdón que no me dio en vida?

—¿Sabes qué Aníbal? El cinismo y el humor negro que todo el mundo te celebra, a mí me parecen una zoquetada. Ya me imagino cómo contarás la hazaña de ser el berraco que despreció a su madre hasta en la muerte y cómo eres tan macho que no fuiste a su entierro. Sí, sí, ya sé: La gente vieja hiede, te oí toda la parodia tragicómica esa en tu programa de radio sobre los viejos y la mierda que es la vejez, con las carcajadas grabadas que te ponen cada vez que dices una necedad. Le doy gracias a Dios de que mi Viejita buena no lo podía oír.

—¡Ja! Como si la santa vieja fuera a escuchar el programa de un pecador sin arrepentimiento.

—Eso hubiera sido lo lógico ¿no? Que renunciara a seguir sufriendo por tus vainas, pero no, nunca fue así. Hasta hace uno o dos años, antes de que la senilidad le robara la mente del todo, se pegaba al teléfono y le pedía a los nietos que te grabaran y le mandaran tus programas. Casi hasta el final tuvo a la nana buscando tu nombre en el periódico todos los días y si aparecías, lo separaba y lo ponía en la caja que tenía de tus recortes y fotos. Increíble. Garci pasaba a verla todos los días y lo confundía contigo. ¿Y sabes lo que hizo Garci todo el último año? La dejó creer que eras tú. ¿Tú entiendes que en la vida real no hay pistas con risas grabadas verdad?

—Claro que lo sé, bien te convendría a ti tener una risa grabada en alguna parte, ya que estás impedida de tenerlas espontáneamente. Frígida de risas, esa eres tú.

—No oigo, soy de palo. Aquí el único frígido eres tú, pero de corazón. Lástima que no vendan viagra para la impotencia de sentimientos. ¿No será que has tomado tantas para funcionarle a todas las mujeres que has preferido por encima de tus esposas, de tus hijos y hasta de tu madre, que te han atrofiado no solo el corazón sino la conciencia? ¿Pero sabes qué? Yo no vine a intercambiar chiquilladas contigo. Soy una señora. Una de esas viejas de las que te burlas en tu programa. Y a mucho orgullo.

—Serás vieja, pero no hiedes por vieja, el tufo a alcanfor lo traes desde joven. Siempre has tenido el ceño fruncido y el paréntesis a los lados de la boca, desde que me acuerdo. Tú no te pusiste vieja, Justina. Naciste vieja. Duerme bien en el expreso de vuelta a David ¿oíste? Tu misión está cumplida —lo dijo con una voz en la que no quedaba nada del terciopelo suntuoso de locutor, al tiempo que se paró de la mesa tomando la bolsa de los libritos.

Se fue sin mirar atrás. La expresión en los ojos de Justina era un yunque que amenazaba con guindársele al cuello y coartar la libertad que se había ganado a pulso con los dolores que le infligió su Vieja. Cuando en sus relaciones las mujeres llegaban al punto inevitable del reclamo trillado: ¿Es que no te importa hacerme sufrir?, la respuesta nunca expresada era: Tengo aguante para hacerte este daño y más, si mira lo que aguanté hacerle a mi vieja.

Aníbal caminó la distancia de vuelta al estacionamiento con un paso más lento de lo usual. Llegó hasta su auto, se sentó ante el volante, tiró el sombrero en el asiento trasero y no encendió el motor. Un desasosiego infinito le avasallaba el alma. Abrió el cartucho plástico y sacó los dos libritos. Olían al talco de lavanda de su vieja. Uno era el misal de su Primera Comunión, dentro estaba el recordatorio impreso y una foto suya, con saco y pantalón blanco, el cabello más peinado y acicalado que el de un gato, sosteniendo un cirio al lado de una Virgen de tamaño natural. El otro librito era el diario de pensamientos y oraciones que la monjita colombiana que les dio la catequesis les pidió que escribieran todas las noches, mientras los preparaba para la Primera Comunión.

Evocó cómo, después de cenar y bañarse, su mamá le hacía un chocolate caliente y lo dejaba sentarse en el escritorio grande de la casa, donde ella ponía su máquina de coser, a escribir en su diario.

Sonrió recordando a ese muchachito de nueve años, empuñando el lápiz y cuán laborioso era para formar palabras en una letra redonda y corrida, cómo se equivocaba y borroneaba hasta que la página quedara prolija. Cómo al día siguiente siempre le llamaban la atención porque apoyaba demasiado fuerte el lápiz y las subsiguientes páginas del cuaderno se marcaban. Ligera como una pluma, así se toma el bolígrafo —decía la monjita con su cantito bogotano, al tiempo que le tomaba la mano y le corregía la postura de los dedos. Recordó a su Vieja, años más tarde, yendo al Félix Olivares, un día sí y un día no, a hablar con los profesores de Matemáticas y de Español, para que tomaran en cuenta lo inteligente que él era y cómo todo lo entendía, antes de bajarle puntos por la letra desordenada y los números traspuestos.

Cerró los ojos, se llevó el diario a la nariz y respiró profundamente. No quería examinar esos pensamientos y sentimientos desordenados que se le agolparon. No era que no recordara la ternura de su madre, es que cuando fue convirtiéndose en hombre a los trece años, los mismos gestos, la misma voz, el mismo olor antes amado en su Vieja, comenzaron a provocarle una rabia que lo sobrepasa. Sentía una ira incontenible de que ella siguiera diciéndole mi rey y siguiera guardándole la comida caliente y teniendo bien planchadas las camisas celestes de algodón de la escuela, no importaba cuán rebelde y cuán grosero fuera con ella. Por tu culpa se fue mi papá, pensaba constantemente.

Abrió el diario al azar y encontró una página con la esquinita doblada y comenzó a leer:

Querido niño Jesús, te pido que cuides a mi mamá y a mi papá (aunque no sepa dónde esté y tal vez no venga a mi Primera Comunión). Cuida a mis hermanos Justina y Garci y a Bala, mi perro. Cuida a la madre Carmen y a todos los niños de la catequesis y a todos los del tercer grado C, especialmente a mis amigos Gordo y Ñato, y a la maestra Amparo. Tal vez voy a ser el único niño sin papá en la Primera Comunión pero dice Justina que Garci mi hermano ya es grande porque me lleva quince años y es como si fuera mi papá (pero yo sé que no es). El otro día mi papá estaba en un kiosco con una muchacha como Justina (pero no era Justina) y la vimos de lejos y mi mamá me hizo cruzar la calle para no tener que pasar delante de él. Yo quería correr a donde él, quizás no sabe que es mi Primera Comunión y yo le quería contar pero mi mamá me jalaba muy duro y yo no quería cruzar y por mi culpa se tropezó y se cayó y se le peló la rodilla y lloró y lloró y lloró. Y luego yo lloré también. Jesús, cuando yo sea grande yo nunca voy a hacer llorar a mi mamá de nuevo. Y cuando me case nunca voy a hacer llorar a mi esposa y nunca me voy a ir de la casa con otra mujer (dice Garci que por eso es que mi mamá llora y no por mi culpa, pero yo sé que un poquito sí es por mi culpa). También nunca nunca nunca voy a dejar de ir a nada importante de mi familia que pase en la iglesia, como mi Primera Comunión. Dice Justina que si le ofrezco a la Virgen la vergüenza que me da no tener papá, que ella me va a premiar con muchas cosas buenas. Bueno ya me tengo que dormir. Buenas noches, Jesús. Dice la monja que a los niños tú todo se lo perdonas.

Aníbal.

(También dice la monja que tú no tuviste Primera Comunión pero que sí tuviste papá y que tu papá es mi papá, pero prefiero a Garci que sí está aquí).

Era su letra, era su diario, pero nada era suyo hoy; era leer las palabras de un niño que no existía y solo vivía en la memoria de su mamá. En el vacío que sentía, una sola pregunta ocupó su mente y sintió desesperación por saber la respuesta. Marcó el teléfono de Justina en su celular, ella no contestó. Salió del carro y corrió hasta la sección de buses de la terminal, frenéticamente buscó el letrero que dijera «Expreso Panamá-David», al tiempo que escudriñaba entre los rostros de las mujeres el de su hermana. Comenzaba a llover. Alcanzó el bus cuando iba arrancando, vio a Justina tras una ventana. Brincó, manoteó y gritó, perdiendo su estudiada indolencia para llamar su atención. Vio la sorpresa de reconocimiento en el rostro de su hermana tras el vidrio sobre el cual corrían ya las gotas del aguacero y le gritó: —¿Por qué quería mi mamá que la enterraran al lado de mi papá? ¿Por qué?

A través del vidrio vio sus ojos tristes y el movimiento de su boca, pero no distinguió cuando los labios de Justina esbozaron su respuesta: Nunca lo vas a entender.

Mientras el bus se alejaba, su nariz y su alma se llenaron del humo del escape del motor, al tiempo que el agua del cielo arruinaba su saco de lino.

Olga de Obaldía

Cuentos elementales (o los desafueros del aire, la tierra, el agua y el fuego), 2017.


Coordinador del Viernes Cultural Literatura Panameña:
Pedro Crenes Castro

[email protected]
(Panamá, 1972), es escritor. Es columnista y colaborador en varios medios panameños y españoles. Ha ganado dos veces el premio Nacional de Literatura Ricardo Miró de Panamá y dicta talleres literarios. Vive en España desde el año 1990.
https://senderosretorcidos.blogspot.com/