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Foto/Cortesía: @fabiansolymar

La solidaridad es el botón que lo reabrirá

Por: Faitha Nahmens Larrazábal

Faitha Nahmens Larrazábal es periodista venezolana, comunicadora social, escritora e investigadora. Es autora de los libros de amplio impacto Franklin Brito, anatomía de la dignidad y coautora de Ahora van a conocer al diablo

Una vez que fue inaugurado el 5 de agosto de 1982 en las áreas verdes de las torres caraqueñas de Parque Central, a ras con la avenida Bolívar (Venezuela), ese espacio de fachada festiva concebido para hacer entretenido el aprendizaje de las ciencias, volver divertido el desarrollo de las cualidades motoras finas —las manos como pinzas discriminando minucias— y convertir en regla el estímulo de la imaginación se ganó no solo la preferencia de jóvenes y chicos que iban en bandadas con sus familias o con sus maestros a pasarse horas y horas tocando botones y experimentando con la oferta de la puesta en escena que clamaba por participación: prohibido no tocar sería el lema.

Curiosos ante el fenómeno que parecía, más que un museo, panal de miel, comenzaron a acercarse también expertos, tanto locales como de otras latitudes, con la intención de conocer la experiencia y las razones del meteórico éxito de este centro educativo que enseñaba matemáticas jugando, permitía entender la vida desde el asombro, convirtiendo a los niños en par de ojos despabilados que no perdían detalle de los procesos en vivo de germinación, o comprender el cosmos a través de un viaje al espacio.

La NASA habría asesorado la puesta en escena para que fueran los simuladores, los equipos y sus nombres, y hasta los eventuales imponderables en el universo, circunstancias recreadas de la manera más realista posible.

Sin duda, la primera dama, Alicia Pietri de Caldera, asumía sin ambages ni medias tintas, el proyecto. Con la misma devoción que sembró la urbe con los Parques de Bolsillo hizo sonreír a los caraqueños con este sueño que identificaba un logo inolvidable autoría de Jorge Blanco: un arcoíris convertido en tobogán. Caracas estrenaría un territorio de sabidurías con la nobleza de una biblioteca y la seducción de una juguetería.

Para nadie fue indiferente este espacio que conquistó de manera absoluta la preferencia de los estudiantes, vecinos, niños de barriadas de Caracas y de diferentes regiones de todo el país.

Se debía apartar el día con antelación si se quería que solo los colibríes del tercer grado del María Inmaculada, del liceo Gustavo Herrera, o del Santo Tomás de Villanueva, estuvieran a sus anchas revoloteando por las áreas donde tendrían lugar los hallazgos: es que son 25 o 38 o 42 y queremos atención exclusiva. Así se hacía. La boletería se cerraba para el público en la fecha particular, cuando la agenda de clases se convertía en un recreo largo, de horario corrido.

Se convertiría el Museo de los Niños en un referente para el aprendizaje adquirido al ritmo de la libertad; una audacia entonces.

Y se transformaría en símbolo de la modernidad, esa que con ideas novedosas en la calidad de vida y con fachadas de estreno coqueteaba por las calles de la ciudad. Sin pupitres pero sentados en dinámica rueda, podían los niños concentrarse en torno a las hormigas.

O parados oír maravillados los efectos de sonido que podían hacer aparatos novedosos con la vibración de sus voces. O deslizarse por las rampas voladoras que por altibajos conducirían a nuevas incógnitas. Sorprendentes boquetes que te depositaban en una regla de tres o en aquel recinto donde, en coro, se podía croar. Como habitar un celu ampliado.

Y tan divertido que muchos niños que no se habían amistado hasta entonces en el cole, porque tal vez nunca habían coincidido en un equipo de trabajo, tras la experiencia compartida de risas, apoyos, asombros, salían convertidos en mejores amigos.

Víspera de su redondo aniversario, los cuarenta, el Museo de los Niños, sin embargo, no muestra su mejor semblante. La pena de no poder abrir sus puertas —protocolos de la pandemia mediante— es una contrariedad para los que tienen entre manos este legado.

“No se han podido preservar de manera óptima todas las unidades, el apagón de 2019 fue para nosotros un corto circuito fatal”, desliza Mireya Caldera, directora del Museo de los Niños, con intención no de alarmar sino de aproximar una respuesta. “No hemos podido abrir porque se necesita una cantidad de dinero que no tenemos ni remotamente para las conexiones eléctricas y refaccionar las redes de agua…”.

Mireya Caldera, directora del Museo de los Niños

Muy visitado per sé, el presupuesto de mantenimiento, en efecto, rebasa toda previsión y todo ingreso percibido por taquilla.

Ocurrencia sin fines de lucro y hecha posible gracias al capital privado, el Museo de los Niños que siempre fue una institución autónoma saca cuentas sin lograr que cuadren.

“¿Cuánto? ¡Muchísimo!”. Son miles de dólares, que pesan mucho en tiempos de productividad varada, economía comprometida y boyas aisladas de bienestar que lamentablemente son espejismo. 

Su hermosa tramoya constituida por un tinglado colorido de artefactos mecánicos y artilugios que empezarían a moverse luego de apretar un simbólico botón está detenida como el carrusel de la feria que nadie visitó por exceso de lluvia.

Pero no en balde los afectos que si bien instalan no se borran, y el Museo sin duda querencia de la identidad, es.

Olga Bravo, profesora de la cátedra de liderazgo gerencial en el IESA y doliente como todo venezolano de esta pausa de años que suma el Museo, y de la incertidumbre que tiene encima como nube gris, soltó en clases, casi como pensando en voz alta, que ojalá pudiéramos todos ayudar al querido museo, como si de un ejercicio de clases se tratara. Acababa de enterarse de su inminente aniversario y de su precaria circunstancia. “¡Es que el Museo es de todos!”, suspiró.

La alumna Emilie Candiales no esperó un segundo para alzar la mano.

Como gerente de mercadeo del espacio Modo, que concentra en un mismo contexto gastronomía y cultura —música en vivo, libros, diseño—, y tiene a su cargo la tienda que ofrece desde obras de arte hasta souvenirs, tuvo la idea de llevar los juguetes educativos, libros infantiles, rompecabezas y demás piezas y objetos creativos de la tienda del Museo, hoy cerrada, a su espacio para venderlos y que la ganancia fuera íntegra a la institución.

Espacio Modo ofrece las piezas lúdicas que el Museo de los Niños no puede vender por tener sus puertas cerradas. Todas las ventas son para la institución museística

Asimismo, que los interesados en colaborar usaran las formas de pago del lugar como sombrero con fondo profundo donde abonar a favor de la causa.

“Sí, la respuesta ha sido inmediata y sorprendente: sin duda que el amor al Museo de los Niños es un afecto común que nos convoca a todos, las piezas lúdicas y educativas que nos entregó la señora Mireya Caldera, y que en el Museo, con las puertas cerradas, no podían ser adquiridas, se están vendiendo como pan caliente, es una alegría”, dice.

“Pero se necesita más que un grano de arena”, añade resuelta, “los que quieran colaborar desde afuera pueden usar nuestras plataformas. Nosotros estamos recaudando de diversas maneras, de tal forma que quien esté afuera no deje de arrimar el hombro”.

Toca buscar en la cuenta de Instagram de Modo Concept Store y listo: allí los datos.

Aula sin muros, espacio difusor de valores que funcionó con la creatividad imbatible de un equipo de investigación, diseño y montaje que exhibió criterios de avanzada en las áreas primordiales, comunicación, ecología, física, biología y exhibiciones, aguardamos todos, pero sobre todo están atentos por solución los niños entre 6 y 14 años que quieren hacer uso como hicieron sus padres de esa inmensa y entrañable caja de colores con la que puede enmendarse la plana.

Quieren volver a zambullirse, como aventureros del espacio o exploradores de la realidad en ese baúl colosal de experiencias. Quieren descubrir lo posible, confirmar sueños, dar el salto.

Espacio que creció y creció hasta que fue necesario un edificio gemelo, que se inauguró el 12 de octubre en 1993, lamentable el frenazo ha reducido las actividades a las reuniones de whatsapp de cada lunes, ay, para contar cuentos. Se mantiene la expectativa y la esperanza, que no es poco, pero esta historia que comenzó como una idea en los setenta y fue gravitando hasta que de balbuceo pasó a ser el museo de los niños, maravillosa realidad, tiene que volver a ser libro abierto, albergue mullido de conocimientos flotantes, cita para el intercambio infinito y divertido de dudas por respuestas. Sí, hay que empujar esa puerta para que vuelva a abrir.

Y entonces, como dice el catálogo, regresarán a este mágico territorio de revelaciones, iluminaciones, emociones… todos los que sean capaces de ver que aquello que empieza por lo bajito, y a la mitad sube de tamaño para volver a descender, no tiene que ser necesariamente un sombrero, no, sino posiblemente, como diría el Principito, una boa que se ha tragado un elefante.

Por: Faitha Nahmens Larrazábal