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Por: Luis Ylas Prado Fotos | Cortesía de la autora

@luisyslas
Luis Yslas Prado (Lima, 1972), docente en la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela (UCV), fundador de la editorial Lugar Común y Madera Fina, presentó el 18 de agosto de 2022, en la reciente Feria Internacional del Libro (FIL) de Panamá, el texto Carosis, Premio Nacional de Literatura Ricardo Miró en la categoría Cuento, de Ela Urriola, escritora, filósofa y pintora. Investigadora de Estética, Bioética y Derechos Humanos y docente de la Universidad de Panamá. En este texto que compartimos por generosidad de ambos escritores, el autor aborda la escritura de Urriola desde diferentes referentes. Una antesala gozosa antes de entrar en la lectura de Carosis. Disfruten esta fiesta de palabras.

Hace tres años visité esta ciudad y conocí a Ela Urriola. Nos vimos poco, y de ese breve encuentro recuerdo que conversamos sobre Kafka. También la oí recitar en la Universidad de Panamá algunos de los poemas de su libro La edad de la rosa, ganador del Premio Nacional de Literatura Ricardo Miró 2018, que tuvo la gentileza de obsequiarme. Y ya luego no supe más de ella. Es decir, de Ela solo me quedé con un puñado de bellos poemas sobre mujeres creadoras y combativas, y con el recuerdo de una charla sobre las angustias kafkianas que en ella evocaban la experiencia del exilio en Praga.

Hace un par de meses retomamos el contacto, y desde entonces un hilo de causalidades ha ido tejiendo las palabras de este reencuentro. Marco Ponce y Ela me invitaron a presentar Carosis en la Feria del Libro de Panamá y el primer mail que me escribió Ela comenzaba con una referencia a Kafka, como si nuestra conversación de hace tres años prosiguiera con total normalidad.

Luego aparecería otra causalidad, acaso más apremiante, en ese mismo correo. Ela me contaba que hacía seis meses había fallecido su maestro, colega y amigo, el docente y escritor Pedro Luis Prados, quien llegó a saber que Carosis había sido merecedor del Premio Miró —el tercero que obtiene Ela— e incluso iba a ser el encargado de escribir el prólogo y de presentar hoy el libro.

Luego de un tiempo de duelo, Ela se detuvo en la coincidencia de dos nombres: el de su profesor, Pedro Luis Prados; y el mío, Luis Yslas Prado. Y entonces me escribió lo siguiente: «Hay un Luis en el centro del nombre completo de mi profesor. Hay un Prado al final de Luis Yslas, seguramente sin la «s» final porque ya las «yslas» son múltiples, bastaría entonces un «prado», no más. Y toda «isla», es de alguna manera una piedra (Pedro, pietra) en el mar; de modo que cuando todo esto pasó por mi mente solo pude desear que aceptaras… Si fuera creyente diría «porque estaba escrito»».

            Al recibir ese correo entendí dos cosas. Que Ela, como buena poeta, creía en el conjuro de las palabras, en su poder no solo evocador, sino de convocatoria. Esa fe en la red arácnida en la que misteriosamente se entretejen el lenguaje y nuestras vidas es una de esas creencias que yo también comparto porque, al igual que Ela, soy un devoto fiel de esa religión politeísta llamada literatura.

Lo otro que entendí es que yo no tenía ya nada que decidir, la articulación de un par de nombres semejantes había decidido por mí, por Ela: de manera que había que acatar el llamado de las palabras con la responsabilidad que ello amerita, pues ese llamado provenía de ese ámbito donde se fraguan los destinos. Acepto la invitación, me dije yo también, como si fuera creyente y porque ya estaba escrito.

Así que aquí estamos, siguiendo el curso de este hilo que como un río de sincronías nos invita ahora a hablar de ese otro caudal de la experiencia humana que es el arte de contar cuentos.

La historia literaria del cuento es también la historia de las metáforas que han intentado explicarlo. Pensemos, por ejemplo, en la imagen del cuento como una fotografía, o en la figura del cuentista como un sprinter, un paracaidista o un boxeador que gana siempre por nocaut. O también, en el relato concebido como afilado dardo, esfera tornasolada, lento despertar, orgasmo textual, luz de linterna, mano que se abre o se cierra al arribar a su desenlace.

El catálogo metafórico es vasto, pero yo prefiero la imagen del cuento como una casa donde algo ha ocurrido o está a punto de ocurrir. La perspectiva narrativa de cada relato sería así la ventana por donde el lector se asoma para intentar ver, o entrever, la historia secreta que esa casa oculta tras las palabras.

Siguiendo el rastro de esta imagen casera, un volumen de cuentos vendría a ser un conjunto residencial que brinda al lector la posibilidad de fisgonear ya no en una, sino en varias ventanas de ese plural universo arquitectónico.

¿Cómo presentar entonces Carosis de Ela Urriola, un edificio narrativo tan heterogéneo, tan rico en registros, atmósferas y motivos?

¿Cómo hablar de un todo en el que cada una de sus partes, de sus recintos, contiene asombros de inigualable autonomía?

Para intentar responder a esta interrogante permítanme recurrir a una hipótesis formulada no hace mucho en redes sociales por Rodrigo Blanco Calderón, novelista y cuentista venezolano, quien fue además uno de los miembros del jurado que concedió el Premio Miró a esta obra que hoy nos convoca.

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Sugiere Blanco Calderón la idea de que todo buen libro de cuentos contiene un relato que narra en clave un tanto alegórica la poética del cuento del autor en cuestión.

Surge entonces la pregunta: ¿Cuál sería ese cuento de cuentos donde cristalizaría la poética de Carosis? Con la libertad, a veces osada, que ampara a la subjetividad del lector, pienso que ese cuento es el que lleva por título «Lo ínfimo», del que, por cierto, se ha elegido una imagen representativa de su trama para ilustrar la cubierta.

Este relato además se halla ubicado estratégicamente hacia la mitad del volumen, como si la autora hubiera señalado, de modo consciente o intuitivo, el lugar exacto donde palpita el corazón de su libro. Sin develarles pormenores cruciales de ese cuento, voy a describirles apenas ciertos pasajes de su historia, que acaso nos permitan comprender, o al menos atisbar, el espíritu y la carne de Carosis.

            En «Lo ínfimo», el narrador es un psicoanalista cuya paciente es una mujer llamada Lorna que ha quedado atrapada en una fotografía de la infancia. De entrada, la imagen resulta sugerente como metáfora del acto de contar: el psicoanalista como lector/escucha de un relato que alberga un íntimo y decisivo secreto. La casa/cuento sería aquí el espacio del consultorio, y el misterio que ha de ser revelado, la fotografía en blanco y negro de una niña asustada.

En esa imagen del pasado, Lorna tiene siete años, viste un bañador y está parada al borde de un deslizadero ubicado en el centro de un lago. Sus ojos miran directo a la cámara que sostiene su padre en la orilla. Leo un pasaje de ese instante en el cuento:

Lorna se siente sola en la cúspide.

Su padre aguarda detrás del lente.

Aguarda a su niña que saltará.

Aguarda.

Se impacienta.

Lorna muerde su labio.

Es allí cuando flexiona su pierna. La rodilla quebrada en la imagen, el labio con los dientes incrustados contiene el llanto.

Lorna tiene miedo. El padre grita.

Siete años paralizados en el séptimo escalón. Lorna no saltará.

El miedo al lago, a decepcionar a su padre, a caerse, a fracasar… detiene a la niña en ese borde limítrofe del espacio y el tiempo. No su inmersión en el lago, sino la duda y el temor han quedado registrados en esa fotografía que Lorna guarda con incomodidad en su memoria. Y aunque han pasado algunos años, ella continúa atrapada en ese instante. Por eso acude al psicoanálisis, al relato de una historia en la que ella es narradora y protagonista: para volver a ese recorte de su niñez, intentar suturar su trauma y librarse de esa foto que lleva dentro en calidad de sopor o insensibilidad, es decir, de carosis existencial.

«La niñez debe salvarme de la muerte» ha escrito Julia Kristeva. Tal vez allí resida la ínfima esperanza que alberga la mujer de este cuento.

            Si he pensado en este relato como eje neurálgico del libro es también por el contexto médico y patológico que lo constituye, pues este se corresponde con la totalidad del volumen. Desde el título mismo, Carosis, hasta las tres partes que componen el conjunto —Fórnix, Dopamina, Oxitocina—, las palabras remiten a una terminología de índole neurológica donde el cerebro, el sistema nervioso y la dimensión hormonal sugieren la predominancia de un cuerpo cuyas funciones han sido alteradas.

El cuerpo narrativo que es el volumen en donde el lector se adentra. No es casual que la mayoría de estos cuentos hayan sido gestados durante la pandemia, tiempo en el que el cuerpo humano, a escala global, sintió los embates de una enfermedad que lo redujo al encierro, al miedo, al dolor, a la desesperación y, en los casos más extremos, a la muerte.

             Pero no es de la pandemia que tratan estos relatos, sino de personajes que, al igual que la joven del cuento «Lo ínfimo», se sienten descolocados, afectados de forma física y metafísica, en una frontera entre lo que poseen y lo que desean, entre lo que simulan y lo que son, entre lo que buscan y lo que padecen.

Así, podemos ver en estas historias a un empleado de un restaurante que se ve forzado a vivir entre el fingido paraíso ofrecido a los turistas y la verdadera miseria de su país; a un hombre obligado a ocultarle a su familia su verdadera identidad sexual; a una mujer al borde de la cama donde agoniza su amante; a un matrimonio varado a la orilla de una noche trágica; a una mujer acalorada que no encuentra un puesto en el estacionamiento; a un animal abandonado por su dueño en la carretera; a una chica que se masturba con su consolador eléctrico ante la mirada contemplativa de su gato, o a un escritor que describe desde una zona central, o también periférica, los extremos y extremistas que conviven en una frívola fiesta literaria donde imperan las imposturas y los pactos soterrados.

Una galería de personajes que oscilan entre una carosis ontológica que los paraliza, y una pasión que rivaliza con la muerte o se entrega a ella.

«En toda obra memorable —ha escrito Enrique Jaramillo Levi— hay vuelos y ataduras. Cosas que nos elevan a las alturas permitiéndonos otear el horizonte, vislumbrar otras dimensiones, crecernos; y otras que nos atan, nos anclan a la tierra sin remedio. Paradójicamente, a veces ambas al mismo tiempo, produciéndonos entonces una desesperante sensación de parálisis, de frustración».

            Atadura y vuelo, carosis y pasión son justamente las fuerzas opuestas que combaten en el interior de este libro, y acaso sea el deseo sexual, como dije, la carne sublevada que invoca la vida, para consumarse y consumirse en ella, el impulso que en muchos casos arrebata a los personajes de estos cuentos, confrontándolos con la tentativa de la soledad, el suicidio, la enfermedad, el crimen, la violencia o, en el mejor de los casos, con el amor, aunque inasible o mutilado.

Un ejemplo paradigmático de ese torrente sexual se puede apreciar en la historia del relato «Humedades», donde una mujer ha decidido vender su cuerpo para salvarse de una memoria indeseable. Luego de un primer encuentro donde se inicia como prostituta, ella camina bajo la lluvia, mezclando esas aguas con la sangre de una herida fresca, el llanto, el vómito y el lodo que, como una suerte de bautizo terrestre, empapa su doloroso andar entre los trigales.

            ¿No están quizás las humedades externas e internas de estos cuentos —lagos, mares, lodo, sangre, llanto— aludiendo también a una geografía ontológica —inevitables aguas, las del deseo y la fatalidad— que circunscribe el destino de los personajes a una suerte de istmo existencial, territorial?

Hace unos años, el escritor peruano Eduardo González Viaña se preguntaba: ¿Cómo escriben los escritores de Panamá?

Y se respondía: «Creo que escriben como si se hubieran perdido en un lugar situado entre el infierno y el paraíso. Se afirma que cuando el héroe se pierde en el bosque o en el laberinto, algo transcendente ocurre dentro de él. Al liberarse del laberinto, está intacto, pero ya no es el mismo».

Aunque dudo que la totalidad de los escritores panameños escriban siempre desde ese extravío, lo cierto es que varios de los personajes de estos cuentos deambulan por el filo de una profunda escisión que los daña y descentra. Diría incluso que los desnaturaliza. Aunque, como la misma Ela aclara mediante una cita de Goethe incluida en Carosis: «También lo contranatural forma parte de la naturaleza. Quien no la ve por todas partes, no la ve bien en ninguna».

            Me contaba Ela hace unos días que en el trasfondo invisible de estos relatos late la memoria de varios amigos suyos ya fallecidos. Al escucharla, recordé un pasaje de Zorba el griego, la gran novela vitalista de Nikos Kazantzakis, que dice: «El corazón del hombre es un foso lleno de sangre; a los bordes se asoman los muertos muy queridos y de bruces beben la sangre para reanimarse; cuanto más caros son, mayor cantidad de sangre beben».

Pienso por ello que alrededor de la corriente sanguínea que circula por estos cuentos se han reunido también las almas que, en virtud de la ficción, adquieren esa imaginaria presencia que las salva del olvido: Pedro Luis Prados, Tania Liberoff —a quienes está dedicado Carosis— y otras querencias entrañables de la autora abrevan en su escritura demiúrgica como quien accede a la trascendencia.

Porque esa casa que es todo relato también es un hogar que el escritor edifica secretamente para que aquellos seres amados que ya no están vivos puedan seguir existiendo. Los muertos solo lo están del todo cuando dejamos de narrarlos.

He dicho que, como contraposición a la carosis que insufla las historias de estos dieciséis cuentos, la fuerza erótica de muchos de sus personajes se despliega como gesto de lucha, resistencia y sacrificio. Como la niña de la fotografía de «Lo ínfimo», algunos de ellos se encuentran paralizados en medio de las aguas de una realidad ominosa, pero esa parálisis posee una tensión del cuerpo y el alma, como si se tratara de un arco templado del deseo que duda entre arrojar la flecha o abandonar cualquier esperanza de dar en el blanco.

«El texto que usted escribe debe darme la prueba de que me desea», escribió Roland Barthes. Pues bien, estos cuentos de Ela Urriola son la prueba irrefutable de que nos desean. Vayamos a su encuentro.

Por: Luis Ylas Prado