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Después de una dura semana de trabajo, nada mejor que arrancar el fin de semana con el “viernes cultural”, esa reunión de amigos en las esquinas del barrio presagiando ya el descanso y la fiesta. Esta sección pretende hacer eso, arrancar nuestro fin de semana desde esta esquina virtual con cuentos y poemas de autores panameños para que los conozcan y los disfruten. Así que, ¡feliz fin de semana!, con sabor a literatura panameña de la buena.

Pedro Crenes Castro, coordinador del Viernes Cultural: Literatura Panameña [email protected]

La escritura de María Pérez-Talavera

María Pérez-Talavera


María Pérez-Talavera nació en Valencia, Venezuela, en 1985. Ha publicado en Panamá Umbrales líquidos, un muy buen primer libro de cuentos, que presagiaba la excelente escritora que es. Su novela Eran de madera, recibió el Premio Sagitario Ediciones de Novela Corta en 2019, que reconoce lo que ya se notaba en su primera obra, una prosa llena de recursos narrativos y con una manera de construir su visión del mundo muy iluminadora. Eran de Madera ha sido traducida recientemente al inglés y sigue cosechando éxitos.

Primitivo

Bajo la tierra aún duermen húmedas las raíces del pasto que, con el cálido viento del oeste, se peina hacia donde van haciendo el sol. El hombre camina sobre el verde y, a cada paso, interrumpe la fotosíntesis temprana bajo su huella descalza. No tiene prisa ni rumbo, mucho menos ahora que ya empezó a amanecer.

Tras las cuencas profundas, sus ojos no reflejan nada: ni el sendero sempiterno que lo sucede, ni las montañas enanas que lo circundan, ni la quebrada virgen a la que se acerca. Sus ojos tampoco delatan si de veras está mirando. O pensando. Impertérrito, solo camina. Y camina. Y camina.

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De vez en cuando, un sentimiento se licúa en sus tripas, sube por el esófago, bambolea las cuerdas vocales, reverbera en la laringe, se parte entre sus piezas dentales —grandes e irregulares—, y sale en forma de ruido gutural, como el de una bestia feroz. El hombre escucha su eco, más no su propio bramido. Eco que se funde con el rumor del agua al pulir las piedras del riachuelo que se le atraviesa. Y él no se detiene hasta que el agua le llega a las rodillas, cuando su respiración se acelera al sentir cómo se le hielan los huesos y todos sus vellos, haciendo una ola, y se vuelven púas de erizo. Sus manos callosas raspan el cuero de los brazos una y otra vez. Luego las humedece y se frota la nuca, se palmea la cara con bofetadas frías. Sacude la cabeza como un lobo salvaje. Se le escapa otro grito, pero el murmullo del río se encarga de volverlo parte de su orquesta líquida.

Se echa en la orilla, donde los rayos del sol rebotan en su corambre y, con desenfado, arranca un puñado de hierbas que engulle sin ganas. Escamas epiteliales se atascan dentro de sus uñas tras rascarse entre las nalgas. Olfatea los dedos, mordisquea sus garras. A unos cuántos palmos de distancia percibe un movimiento sutil que interrumpe su acicalamiento. Detecta un ave rechoncha que con sumo cuidado picotea entre las piedritas. Los músculos del hombre se aprietan todos y, en cuatro patas, fija sus metras pardas en la presa. Como una pantera, con el vientre cóncavo, la mandíbula tensa y sin respirar, gatea hacia la codorniz; acorta la distancia entre ellos con trancos sigilosos. Los nudillos se le blanquean cuando el puño envuelve firme un peñasco y, con precisión instintiva, le apunta del cráneo. El ave, dando brinquitos cortos, sigue escarbando, incauta y diligente. El hombre no contempla, por supuesto, que sus manos húmedas desviarían el tiro en escasos centímetros para solo crear una fosa justo al lado de su objetivo, que alarmado, acomete la huida en línea recta hacia atrás.

En el acto el hombre se convierte en fiera y emprende la persecución a muerte de la codorniz en estampida. Con su barriga pegada al suelo, el ave corretea por el prado, mil guijarros le rasguñan la panza. Despega en un vuelo al ras del piso esquivando los mortales manotones y patadas del tosco depredador. Entre un muro de piedras se escabulle, sacudida por una extremidad peluda que tantea la dureza haciéndose espacio entre las rocas. Aun orondo como es el pájaro, se aplasta entre una hendidura y, en una peripecia, logra escapar hacia el otro lado de la muralla pétrea.

Pal-pa-lá. Pal-pa-lá” escucha el hombre y, sobre su cabeza, se vea la codorniz partir. Resuena su pecho al choque de los puños enfurecidos y el bramido que suelta —un tanto agudo esta vez— acompasa al trisílabo canto. Desgarbado y vencido, el hombre reanuda la marcha, bordeando el riachuelo por el lado de la loma. Otro manojo de hierbas descuaja, esta vez de la ladera, y la labor mecánica del mastique lo regresa a su trance gris.

Al bordear el cerro, justo después de la curva, a lo lejos divisa un frondosísimo árbol. Bajo el cielo y las nubes, es el único que se ve. Inicia un trote calmoso, pesado. Pequeños planetas de seda roja y rutilante lo deslumbran desde la distancia. Gruñidos ininteligibles e hilos de baba espesa le cuelgan en los labios al tiempo que apura el paso. Al llegar, una alfombra de manzanas cubre la grama, cientos de ellas cuelgan de la espesura del árbol. En su boca caben enteras las frutas más pequeñas, que ya está engullendo sin piedad, al mismo tiempo que sus manazas recogen y arrancan los bocados por venir. Piel, palo, pulpa, hoja y semilla van a parar a su estómago por igual. El hombre no cesa de comer hasta que pela cada rama y con su garganta aspira el tapete carmesí que antes lo recibió. Acaba con todos los pomos antes de que caiga la tarde.

Plácidamente, se echa bajo la sombra del manzano, sobándose, la barriga de buey. Lento, muy lento, se hunde en un sopor aromatizado por su aliento frutal. El gorgoteo de sus intestinos lo arrulla hasta que cae rendido.

Con los últimos rayos del sol inicia la fermentación de los frutos que lleva dentro y toda esa sidra va irrigándole el cuerpo entero: sus pies sabana, sus piernas palo, su vientre pozo, sus brazos liana, su cuello tronco, su cráneo meseta. La sangre se torna blanca, densa y crujiente como la pulpa. Los órganos se encogen y se vuelven negras semillas. Su piel ahora es roja. Toda su figura se replantea ovoide, acorazonada. Un tallo curvo lo corona.

Y antes de que oscurezca, una desamparada codorniz sobrevuela la pradera, cantando un “Pal-pa-lá. Pal-pa-lá” que hace vibrar al nimbo. En su parsimonioso aleteo divisa, un colosal planeta de seda roja y rutilante justo bajo el único árbol plantado alrededor. Desciende en picada atraída por los refulgentes destellos que su redondez emana. Sobre la rama que lo corona se posa la codorniz y, mientras disfruta cada bocado de su incesante picoteo, se va haciendo de noche…, una vez más.

Tomado de Umbrales líquidos


Pedro Crenes Castro, coordinador del Viernes Cultural Literatura Panameña [email protected]

Pedro Crenes Castro (Panamá, 1972), es escritor. Columnista y colaborador en varios medios panameños y españoles. Ha ganado dos veces el premio Nacional de Literatura Ricardo Miró de Panamá y dicta talleres literarios. Vive en España desde el año 1990.