Después de una dura semana de trabajo, nada mejor que arrancar el fin de semana con el “viernes cultural”, esa reunión de amigos en las esquinas del barrio presagiando ya el descanso y la fiesta. Esta sección pretende hacer eso, arrancar nuestro fin de semana desde esta esquina virtual con cuentos y poemas de autores panameños para que los conozcan y los disfruten. Así que, ¡feliz fin de semana!, con sabor a literatura panameña de la buena.
Pedro Crenes Castro, coordinador del Viernes Cultural: Literatura Panameña [email protected]
Las campanadas, cuento inédito de Álvaro Menéndez Franco y Gonzalo Menéndez González
Reseña por: Pedro Crenes
Lo oí hablar por la radio y mi mamá, en el año 2000, me dijo que podíamos ir a conocerlo. Y fuimos, allí donde tenía su tertulia radiofónica, y hablamos de Alberti y me firmó Los perros sedientos de Punta Lamas, unos cuentos rotundos. «Con mi estimación», cierra la dedicatoria, y su firma. No nos volvimos a ver. Le he leído todo lo que pude. Hace días atrás nos dejó una de las mentes más celebradas y respetadas del panorama cultural panameño: Álvaro Menéndez Franco (1933-2024). Desde distintos sectores de la sociedad panameña se ha lamentado su muerte, lo que lo convierte en una figura central y aglutinadora de una mirada lúcida y creativa sobre Panamá que echaremos mucho de menos. Menéndez Franco fue un excelente cuentista, y estaba con la idea de escribir al alimón con su sobrino, el también escritor Gonzalo Menéndez González, un libro de cuentos, proyecto que finalmente no se llevó a cabo pero del que hoy, para homenajear al escritor, les ofrecemos en exclusiva Las campanadas, un cuento inédito de Álvaro y Gonzalo.
Las campanadas, cuento inédito de Álvaro Menéndez Franco y Gonzalo Menéndez González
El indígena hundía una y otra vez la palanca en el agua negra. No había luna. A lo lejos se escuchaba el ruido de la superficie rota por el cuerpo de algún animal que invadía aquella gelatina acuosa. Más allá, mucho más allá, se podían percibir, hasta sus finos oídos, los llantos de los seres de la montaña.
La selva cubría muchas vidas con su verde matiz. Bejucos amenazantes aparecían ante sus grandes ojos iluminados por la voluntad de encontrar los caminos de agua de aquella casi infinita extensión, donde él, de pie sobre la balsa de resistentes pero livianas maderas unidas por bejucos de dura elasticidad, avanzaba. No era la primera vez. Su sueño de encontrar el camino a los dioses lo llevaba a navegar en las noches sin luz, entre la laguna y los ríos que la alimentaban.
Hundía una y otra vez la madera en aquella lámina negra. La palanca producía un ruido de agua corto y vigoroso. Avanzaba, avanzaba. De pronto una, dos, tres campanadas nítidas, metálicas, resonantes, rompieron la quietud del aire y se colocaron sobre las centenas de ruidos de la medianoche. Las campanadas con su sonido metálico rompían el mutismo de la laguna. A la primera campanada el indígena hundió, con mayor fuerza de impulso, la palanca en el vientre frío de las aguas y la balsa casi dio un salto sobre el negro azulado de la laguna. Desnudo de la cintura hacia arriba, solo cubierto a medias el sexo y descalzo sus anchos pies, ubicó el cuerpo cual una incrustación humana sobre la rústica nave que avanzaba, avanzaba. Miró hacia arriba tratando de ver la trayectoria del sonido de la campana. Muchas veces en el pasado, lo había imaginado.
Esta vez, con más determinación, tenía la mirada afilada y el cuerpo alerta, como de tigre montañero en acecho. El sonido avanzaba en dirección opuesta a la que él llevaba. A cada campanada, como si fuera un pulso musical, efectuaba idéntico movimiento del cuerpo, palanca y bote.
Su sueño íntimo de conocer los trillos de esas campanadas, su anhelo intraducible, su irreductible voluntad, se fundía en un haz de persistencia para tratar de seguir a golpes sobre la superficie y la profundidad de la laguna, la trayectoria de los sonidos metálicos.
Esos, hermosos, melodiosos, que sus oídos, mente, cuerpo y alma procesaban como el lenguaje nuevo de antiguos dioses, eran magnetos de aire que lo impulsaban a seguir. ¡Sí!, eran los llamados de sus dioses milenarios, que algún día bajaron de la cumbre del alto volcán y llegaron hasta la pequeña ciudad lacustre.
Uno de ellos, Bantac, llamado «el padre», abuelo de la música, decidió aposentarse en el corazón del antiguo reloj. Allí estaba desde hacía algún tiempo, aunque aquel aparato, desde hacía años, solo marcara las horas con exactitud con sus manos de cobre.
Recuerda bien de los relatos de los abuelos de sus abuelos, que aquel amasijo de metal de precisión mecánica, había estado mudo desde los primeros días de su instalación en la torre de aquel Ayuntamiento de ladrillos rojos y ágata gris.
El indígena no conocía la historia del reloj cuyos sonidos trataba de seguir por entre los centenares de islas e islotes del archipiélago. A su manera, cargada de símbolos y magia, de superstición, la relataban los antillanos en el amplio salón de bailes de la Sociedad La Jollie. Un ron de crema, una helada cerveza o cangrejos picantes, condimentaban la historia. Algunos con sus collares verdes y amarillos colgando, decían que eran dos aparatos que llegaron procedentes de un puerto de la lejana Italia en dos cajas de madera. Una estaba destinada a la ciudad de Aspinwall, situada a diecinueve horas de navegación de ese caserío de madera y ladrillo levantado entre manglares húmedos, esponjosos, en una isla grande del Archipiélago.
Cuentan que el Alcalde del caserío abrió las cajas en presencia de algunos funcionarios y testigos. Uno de los relojes, el que debía seguir el viaje hacia el puerto de Aspinwall en el Mar Atlántico, era de una gran belleza, con números romanos en color de oro, al igual que las agujas.
También dicen que al probarlo, el sonido de las campanas era lo único que desentonaba, pues sus golpes carecían de música y armonía y más bien semejaban el ruido de un mazo sobre un yunque. En cambio el otro reloj destinado al poblado lacustre, era de mediana vistosidad, aunque el sonido de sus campanas resultaba armonioso, agudo, como una canción angelical. Contrario al gusto de la comunidad, decidieron entonces los cortesanos que rodeaban a la máxima autoridad municipal, que se mandara el feo pero melodioso, hacia el Puerto Aspinwall.
Para sorpresa de todos, en momentos en que efectuaban las obras para impostar en los blancos altos de la torre del Ayuntamiento, el reloj pobre llegó de regreso de aquel puerto atlántico con una vigorosa nota del Alcalde en la cual exigía el envío inmediato del reloj de manecillas doradas y ruido de maderas fofas, y devolvía la caja con el «reloj feo», el cual, por alguna razón mecánica, no lograron hacerlo sonar. Una vez en casa, reunidos los hombres del caserío, trataron infructuosamente de hacerlo andar, sin resultados tangibles. Mientras, el reloj dorado viajaba acomodado entre pajas y telas, hacia el puerto colonense que lo reclamaba.
En el caserío los pobladores se acostumbraron a las agujas de cobre y al mutismo de un reloj que parecía invisible. Pocos volteaban a verlo. Insisten en murmurar los negros caribeños, en medio de sus confesiones, que tras la desaparición de una niña indígena a manos de un negrero, y tras una tormenta de vientos de terror, bajaron del volcán dioses vigilantes para cuidar a su gente.
— Los indios no lo dicen, pero sabemos que nos observan.
— No sabemos si para protegerlos o para echarnos de acá —se escuchó en creole, más de una vez, en el bar de maderas torcidas y pisos elevados sobre el maloliente manglar.
La luna está escondida tras gruesas nubes oscuras. En medio de aquella tenebrosa naturaleza salvaje, una canoa hiere las negras aguas, empujada a pulso por un brazo sólido de un indígena, quien obcecado, busca el camino de la música del caserío. Como tantas noches, le esperan horas de esfuerzo hacia el cielo de las ondas. Así lo determinaron sus dioses en su cabeza.
Nuevamente es de noche en el caserío. Un sutil traquear de piezas pasa desapercibido. Un perro ladra tres veces. Nadie se despierta. Una leve brisa sopla desde el sur, como si fuera invierno en el Caribe. En medio de la negritud del poblado, el reloj canta las tres de la mañana. Tres campanadas. La pequeña comunidad despierta asustada y no puede retomar el sueño. No lo cree. El reloj funcionó a las tres de la madrugada. Hay tensión, sustos. Las señoras rezan arrodilladas. Nadie comprende qué ocurre. Todos siguen los consejos del Alcalde, quien en ropa interior y desde su puerta, señala que hay que esperar la próxima hora para saber si es una ilusión o no.
A la espera de las cuatro, las luces de los mechurrios parecen alertas. Los pequeños parecen mirar a sus padres como preguntando por ese mágico sonido que apareció tres veces en medio de la nada. Todos aguardan los minutos que faltan. Se mueve el minutero. Un delicioso sonido de ángeles acaricia a los pobladores, quienes se deleitan con los cuatro golpes de esponjas sobre la campana.
En medio de la solemnidad de esa caricia, nadie nota que una canoa que cortaba las oscuras aguas entre mangles negruzcos, se va elevando sobre la onda musical que escapa hacia los cielos, despidiéndose del vasto mar de la laguna. Tras el cuarto tañido de la campana, unos hombres curiosos dicen haber visto una piragua de madera que se dirigió hacia las montañas, volando como si fuera una gaviota que se desliza por los cielos.
Desde la noche de los tañidos, nunca más se supo de Euclides, aquel hombre soñador de sonidos. En noches frías y oscuras, los antillanos murmuran temerosos en silencio, tras beber sus rones de perfumes, que muchas campanadas siguieron marcando las horas del Archipiélago por voluntad de los dioses de la indiada, quienes los observan desde los balcones de la Cordillera Central.
Pedro Crenes Castro, coordinador del Viernes Cultural Literatura Panameña | [email protected]
Pedro Crenes Castro (Panamá, 1972), es escritor. Columnista y colaborador en varios medios panameños y españoles. Ha ganado dos veces el premio Nacional de Literatura Ricardo Miró de Panamá y dicta talleres literarios. Vive en España desde el año 1990.